martes, 19 de marzo de 2013

La otra Chingada

Publicado el 19 de febrero

Después de leer el libro y el borrador incompleto de otro, me surgieron algunas ideas que resalto en cursivas. El libro se llama “Una cronología de las sectas en América Latina, 1815-1920”. Me interesa rescatar dos capítulos que narran la vida de Sebastián Riquelme McCormack, hombre de confianza –el mayordomo− de Carlos Antonio López, presidente del Paraguay entre 1844 y 1867.

En el primero se describe un pasaje de una secta desconocida que se extendió por el sur de América; el autor del libro no revela su nombre.

La secta tuvo adeptos únicamente en Paraguay, Uruguay, Brasil y Argentina. Sus oficinas centrales se ubicaron en el país guaraní. La mayor parte de los miembros tuvieron altos cargos políticos, militares y eclesiásticos; algunos destacaron en el ejercicio de profesiones liberales y muy pocos en el de las artes oscuras.

En 1859, después de un viaje por Estocolmo y Prusia, y luego de pasar unas semanas en una ciudad canadiense, Sebastián regresó con una misión que cambió su vida: detener el inigualable desarrollo económico y social de su país. Pensó en un atentado contra el presidente del Paraguay y su jefe inmediato; lo descartó por burdo. Vaciló con la idea de propagar deliberadamente una bacteria mortal; a los pocos segundos le pareció una infamia. Compartió sus pensamientos con un reducido grupo de La secta. Un militar uruguayo, movido por distintos intereses, le sugirió fraguar una guerra contra su patria; R. McCormack rechazó de inmediato la propuesta.

El Cónsul en Francia, Federico Santa Cruz, de visita por aquellos días, le dijo:

−Colega Riquelme, −Santa Cruz lo tomó del brazo y lo apartó de los demás− en la antigüedad se creía que las palabras tenían magia, que poseían la propiedad de trasformar la realidad según la intensidad de la creencia en lo que se decía. Desde un Abracadabra hasta un canto de batalla y, mientras más personas las pronunciaran y creyesen en ellas, más poder tendría el significado… –al concluir, el Cónsul chocó su copa con la de Sebastián y brindaron. Soslayaron el malestar de algunos militares.

R. McCormack favoreció la propuesta del diplomático; sin embargo, hubo una escisión intangible desde ese momento. Por un lado, animada por diversos intereses, la propuesta beligerante ganó muchos adeptos; por el otro, la alternativa sutil, casi mágica de las palabras, pareció convencer a otros tantos. El jefe de La Secta era Sebastián Riquelme.

A pesar de ello, entre 1864 y 1870, el Paraguay fue demolido por una guerra instrumentada por la alianza militar de Argentina, Brasil y Uruguay, con el financiamiento del Banco de Londres, la Casa Baring Brothers y la Casa Rothchild, cuyos intereses financieros y políticos, a su vez, encadenaron el futuro de los tres “vencedores”.

La escisión en La secta derivó en fractura. El libro no da más detalles de lo que pasó con ella. En el capítulo contiguo, se narra el viaje de Sebastián R. McCormack y un colega a México. Las palabras del Cónsul nunca dejaron de resonar en su cabeza. Determinó desarrollar y probar el método sugerido para colapsar un pueblo. En 1871 viajaron a Oaxaca, en México; estuvieron unas semanas y regresaron a su país sólo para preparar su partida definitiva.

Al llegar a la Ciudad de México en 1876, vivieron en diferentes propiedades del entonces presidente Juan Nepomuceno Méndez; los arreglos los hizo el colega por medio de un importante general. Méndez tomó algunas decisiones de avanzada, como abolir la leva, la pena de muerte civil y los castigos corporales; otorgó una efectiva libertad de culto y decretó la obligatoriedad de la educación primaria; aunque en la práctica jamás se acercó a lo realizado por los militares paraguayos.

Después de 10 años de andar recorriendo el país en busca de las palabras claves, sin éxito alguno y casi a punto de desistir, entró a la cantina El Nivel, se sentó y pidió una Patada de mula. Mientras esperaba, observó que un hombre desaliñado, con dificultad se acercó a la barra; ebrio gritó –¡un pulque, chingada madre!–.

Como truenos, esas palabras estremecieron a Sebastián. Esa palabra y sus derivados eran lo que estaba buscando y lo que más había escuchado en México desde su llegada. No les puso la debida atención en todo ese tiempo. La convivencia, la fraternidad y el amor alcanzados con algunos mexicanos, lo condujeron a entender que eran palabras con múltiples significados; llegó a ejercerlas con propiedad y tino desde su segundo año de residencia.

La trémula e inmaculada certidumbre fue la única prueba del transcurso del tiempo en la vida de un hombre apasionado como Riquelme, quien entendió, en ese momento, que por medio de la chingada y sus derivaciones, podría realizar su objetivo.

Los chingados, los hijos de la chingada habían sido hasta entonces los otros, los invasores, pero con una serie de ligeras variaciones inducidas por medio de panfletos, dichos, refranes, fábulas, crítica periodística y caricatura política, podrían realinearse sus significados e implicaciones; en algún momento, hacia principios del siglo XX, los chingados empezaron a ser los mismos mexicanos. Indígenas y pobres; minorías y marginados. Los criollos empezaron a consolidarse como los chingones. Entre los marginados también los hubo, los mestizos eran los chingones y los indígenas los chingados.

Las divisiones continuaron: los chingones del norte y los del centro del país; los chingones que sabían leer y escribir y los chingados analfabetos; los chingones rebeldes y los chingados agachones.

La magia de las palabras tuvo un efecto muy diferente al esperado por Riquelme, tan así que supongo que le resultó imposible determinar el grado de eficacia alcanzado.

Sus últimos años los pasó al servicio del entonces presidente Porfirio Díaz, nuevamente en una posición privilegiada como en su país. Acá pudo instrumentar la otra estrategia; observó que la diferencia fue enorme en cuanto a esfuerzos y tiempo de duración, más no en el resultado observado. Al igual que en el Paraguay, la operación se llevó a cabo con recursos materiales y financieros facilitados por el Banco de Londres, la Casa Baring Brothers y la Casa Rothchild.

Se corrobora así lo que 100 años después es una verdad pública: la ignorancia y las armas son la peor combinación para una sociedad que procura el desarrollo.

El drama humano que subyace a toda historia y trasciende a toda época sigue siendo el mismo; aún nos reconocemos en los pasajes y personajes de Homero y Hesíodo, en los de Cervantes y Shakespeare o en los de Cortázar y Joyce.

La intención del anarquista que hay detrás de estas palabras se revela –acaso por descuido− no en el contenido y narrativa del libro –está redactado en segunda y tercera personas, sino en la forma en que redactó uno de los últimos párrafos –primera persona–:

“Lo que hemos estado intentando, con relativo éxito, es la modelación del devenir social. Y hasta ahora concluimos que toda permutación azarosa o deliberada, conduce exactamente a un orden natural de las sociedades.”

El borrador incompleto, parece ratificar la veracidad de lo escrito en el otro libro. Ahí se narra la historia de una sociedad secreta llamada Los Inventores, surgida en Europa y cuyas ideas se ejecutaron únicamente al sur de Estados Unidos. Su propósito fue registrar las evoluciones e impactos sociales derivadas de una serie de alteraciones en la historia, en las frases célebres, en la falsificación de algunos documentos nacionales como el cambio de fechas, de párrafos en himnos nacionales o en los aportes culturales de algunas civilizaciones casi desconocidas, entre muchas otras extravagancias.

Los documentos sugieren que todo acto y cada ejecución están preconcebidos para realizarse mediante el libre albedrío; es imposible que una decisión se realice sin una operación mecánica o un lenguaje; pensemos en la lógica del gatillo en la pistola. Como cada vez pensamos más (y no siempre mejor), nos vemos en la necesidad de ir complejizando los mecanismos o el lenguaje, hasta que éstos han llegado a ser ordenadores e idiomas. A pesar de esa complejización, la decisión es la misma: el aniquilamiento.

Al final del borrador, Los Inventores se adjudican –a manera de trofeos– la Guerra de la Triple Alianza, el colapso económico y social paraguayo y sudamericano, también las deudas externas de Brasil, Argentina y Uruguay; Igualmente hacen con los 35 años de dictadura de Porfirio Díaz, el período Revolucionario y la dilatada y exasperante regresión mexicana.

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