miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los Arrestos de Lucrecia

¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! ¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

Lucrecia abrió los ojos y supo que había estado soñando que una voz le gritaba cerca de la oreja: ¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! Tenía los ojos abiertos pero no veía nada, ni la luz del farol que entraba con fuerza por la puerta de vidrio del balcón ni la opacidad brillosa que aquélla ocasionaba en el reloj de pared que estaba frente a su cama.

Pronto se percató que afuera estaba lloviendo y sobre el vaho que empañaba la puerta de vidrio del balcón, estaba escrito: reconocerte es la ruta donde muere mi furia; carne mía que con tremendo amor ahogas mi ser.

Se espantó, sintió cómo el frío le cerraba los poros de la piel. Sintió un calambre que en la oscuridad es como la ponzoña de un insecto fugaz y horroroso. La invadió el pavor como una impaciencia constipada. Miró nuevamente a la puerta del balcón; nada, no había nada escrito, ni siquiera el vaho. Sólo entraba a la pieza la luz naranja del farol que iluminaba la calle empedrada.

Lucrecia, agitada, volvió a abrir los ojos; se incorporó y quedó sentada sobre su cama. Despertarse por segunda vez era sumamente extraño. No recordaba su sueño pero estaba segura que era importante hacerlo; pocas veces en su vida había despertado con la desesperación por recordar lo soñado. Con la linterna que guardaba en el cajón de su buró, iluminó las manecillas del reloj de pared: las 4:30 de la mañana; aún le quedaban un par de horas para dormir.

Era una clara mañana de verano, cálida también. Lucrecia madre había dispuesto el desayuno sobre la mesa, para que Lucrecia hija no tuviera que esperar mucho antes de irse a trabajar. Empezaron a desayunar sólo las dos, como todos los días entresemana.

Un par de horas después, como todos los días, Lucrecia fue ayudar a arreglarse a su esposo que diez años atrás tuvo un accidente en la fábrica y había quedado postrado en una silla de ruedas.

Su pensión no alcanzaba más que para mantener su alcoholismo quincenal y alguno que otro cachivache; sólo tomaba a la mitad y al final de cada mes. Fechas en las que sin excepción recordaba y se lamentaba de no haberse ido con su primo Jesús a Estados Unidos. Allá por los años cuarenta, cuando el programa Bracero, cuando aún los dos compartían la audacia como actitud e ilusión. Fechas en las que recordaba con algo de amargura, que su primo también estaba pensionado con 680 dólares mensuales, y no los cochinos 2 mil 100 pesos mensuales que el Seguro le tenía reservados cada día primero. Más de 20 años de trabajo, igual que su primo.

–Lucrecia, no puedo más… quisiera morirme… irme lejos… –Dijo el esposo arrastrando la voz y la mirada en el techo.

–Cállate José, siempre con lo mismo cuando estás borracho, solía reclamarle ella con tono y ritmo de contestadora telefónica.

Lucrecia, salvo de camino al trabajo y de vuelta a su casa, ya casi no se acordaba de su hermana mayor que había fallecido; según los doctores, de cáncer. Sabía perfectamente que fue de tristeza, la que le dejó la partida de Julián. Lucrecia fue la única que supo de la doble vida de Julián, y la única que vio llorar a su hermana porque él vivía con su familia y no estaba mucho tiempo con ella. La vio doblarse de desamor cuando le contaba que él, estaba con su esposa. Lucrecia jamás entendió cómo fue que su hermana llegó a enamorarse tan enfermizamente de un hombre que jamás la tomó en serio.

Los pensamientos de Lucrecia estaban dedicados casi por completo a Ricardo. La noche previa éste le había propuesto matrimonio. Ella aceptó de inmediato.
En la noche, al llegar a casa y ver a sus padres frente a la televisión, juntos, le pesó que dependieran económicamente de ella, le pesó en su futuro porque no sería fácil dejarlos, aunque les destinara una mensualidad.

La escena fue preambular porque sin haber expresado la noticia a sus padres, y de manera inconsciente, Lucrecia estaba empezando a boicotear sus propios sentimientos. En ese espacio que media entre el corazón y la cabeza, ella reproducía y derruía su compromiso matrimonial. La culpa disfrazada de compasión se le aparecía a Lucrecia en la sala, en forma de lástima.

No hay peor/mejor manipulación que la infusión argumental a través de ojos egoístas. La versión más fina de esto ocurre cuando se logra sembrar una idea en otra persona y previamente se ha acondicionado a su alrededor un invernadero; en su versión más burda y precaria, la manipulación se instrumenta por medio de la imposición de una orden al amparo de cualquier autoridad.

–Mamá, ¿puedes venir tantito?, tengo que hablar contigo –Dijo mientras se acomodaba en el comedor de la cocina.

–¿Cómo te fue en el trabajo?... Ya ni te dije nada, pero asaltaron a Magos…

–Me voy a casar Mamá.

Lucrecia se quedó muda al escuchar y Lucrecia se quedó muda al decirlo.

No sabía si felicitar a su hija. Sin duda alguna la noticia la afectaba en diferentes y opuestos sentidos. Pasaron algunos segundos y decidió hacerlo con un fuerte abrazo.

Lucrecia se sintió mal. No soportó el abrazo de su madre y empezó a pensar en voz alta.

–Tengo miedo, no sé si vaya a funcionar o a resultar como la vez pasada. Tengo miedo, pero estoy contenta. Creo que puede funcionar –Reflexionaba como quien le cuesta creer lo que dice.

–Piénsalo muy bien, hija. Yo quiero que estés tranquila, serena; que ya nadie te haga sufrir como Fernando.

–Sí Mamá, lo sé.

–¿Qué le respondiste?

–Que sí, que me quiero casar con él.

–Ay, hijita…

–Qué, por qué lo dices así. Pareciera que estás en desacuerdo.

–Es que te noto muy insegura, hija. Sólo quiero que sepas que siempre vas a contar conmigo, con nosotros, que nunca vas a estar sola.

Las palabras finales de su madre, la hicieron sentirse profanada en su intimidad. Sintió a su madre en su mente, fuera de lugar, pero le pareció a la vez tan familiar la sensación que pronto olvidó esta reflexión. Se fue a despedir de su padre y se metió en su habitación con lentitud, esa que sólo la inseguridad es capaz de proveer, como si se ganara algo con no hacer ruido por la vida, como si el silencio fuera una fuente de sortilegios para perpetuar la tranquilidad.

La decisión que le comunicó su hija fue como un golpe de martillo porque suponía cambios en su vida, en la de su familia, en lo suyo.

¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! ¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

Lucrecia abrió los ojos y supo que había estado soñando que una voz le gritaba cerca de la oreja: ¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! Tenía los ojos abiertos pero no veía nada, ni la silueta de su marido al lado ni las manecillas fosforescentes del reloj de su buró.

Pronto se percató que afuera estaba lloviendo y sobre el espejo de la pared, escrito con lápiz labial, se leía: reconocerte es la ruta donde muere mi furia; carne mía que con tremendo amor ahogas mi ser.

Se espantó, sintió cómo el frío le cerraba los poros de la piel. Sintió un calambre que en la oscuridad es como la ponzoña de un insecto fugaz y horroroso. La invadió el pavor como una impaciencia constipada. Miró nuevamente al espejo; nada, no había nada escrito. Se escuchaban solamente los ronquidos de su marido a fin de mes.

Lucrecia, agitada, volvió a abrir los ojos; se incorporó y quedó sentada sobre su cama. Despertarse por segunda vez era sumamente extraño. No recordaba su sueño pero estaba segura que era importante hacerlo; pocas veces en su vida había despertado con la desesperación por recordar lo soñado. Miró su reloj de muñeca con manecillas fosforescentes: las 4:37 de la mañana; aún le quedaban un par de horas para dormir.

Era una clara mañana de verano, cálida también. Lucrecia madre había dispuesto el desayuno sobre la mesa, para que Lucrecia hija no tuviera que esperar mucho para irse a trabajar. Desayunaron juntas.

–Oye Mamá, no quiero ser grosera, pero no quiero que invites a Julián a la fiesta. Yo sé que ha pasado tiempo, que ahora es viudo, que nos hemos encontrado con él por casualidad, pero eso no es motivo para que lo invitemos a esta reunión –El tono de Lucrecia era represivo y no lo disimulaba con sus gesticulaciones.

–Pues yo no sé por qué reaccionas así, Lucrecia, ya sabías que iba a invitarlo. Me hubieras dicho con tiempo; la reunión es en dos días –Respondió sabiendo a dónde conducía esa reprimenda.

–Ya sabes lo que pienso de él…

–Pero por qué eres tan rencorosa con él si nosotros nunca hemos sido así con nadie. Él quiso mucho a tu hermana; no se dieron las cosas, pero sí la quiso. Ella era feliz tan sólo con hablar de él.

–Mamá, hablas como si el rencor fuera algo malo. Es una reacción bastante lógica después de lo que le hizo a mi hermana, ¿sí recuerdas lo que te dije, verdad?

–Ay, hija, pero no podemos vivir así por siempre.

Lucrecia no continuó con la charla y se limitó a darle el dinero a su madre para las compras.

–Con esto alcanza hasta para los vinos; seremos sólo siete personas –Lucrecia se dio media vuelta y salió de la casa sin despedirse.

No puso el dinero sobre la mesa ni sobre el televisor como acostumbraba; se lo puso en la palma de la mano. Era una instrucción sorda, pero estruendosa para Lucrecia. Cerró su mano al sentir los billetes y las monedas, con un gesto de anémica frustración, similar al conformismo.

Era un juego, su juego; el juego de las Lucrecias. La manipulación era el pretexto para seguir expresando erráticamente soledades que a Lucrecia madre le venían del pasado y a Lucrecia hija, del futuro.