jueves, 16 de diciembre de 2010

Primogénitos Reflejos

Tenía perfectamente grabadas las imágenes en su cabeza. Las de una película de Stanley Kubrick que de niño vio en la videocasetera vhs que su padre llevó a la casa; era la última novedad en materia electrónica. En dicho film, un par de exploradores cruzaban a pie un desierto desconocido. En algún momento se encontraron con un extraño hoyo sobre la carpeta de arena.

–¡Tom, Tom, I've found water… I've found water! –Le gritó desesperado William K. McCormack a su compañero Thomas Mikelsson. McCormack tenía todo su brazo hundido en un agujero de unos 30 centímetros de diámetro. Cuando sacó su mano para mostrársela a su compañero, ésta se encontraba completamente seca.

–¿It's a joke, Will? Just look at your fucking hand –Le gritó Thomas a McCormack quien miró su mano y se quedó estupefacto, a medio camino entre la burla y la duda.

Tom se acercó y metió la mano en el agujero. Sintió con asombro que sus dedos eran humedecidos por una fuerte corriente de agua fresca. Se le enchinó la piel del brazo y rápidamente lo sacó para mirar sus dedos. Se quedó azorado y con el razonamiento trémulo sólo alcanzó a balbucear.

–This water doesn't wet, doesn't wet –Se repetía mientras alzaba su brazo cuyo puño cerrado se interponía entre su mirada y el sol; la mirada de William también se apostaba en él.

Era todo lo que Román recordaba porque la película no estaba completa; siempre que la ponía terminaba ahí; defecto del videocasete. A él le inquietaba el porqué esos exploradores tocaban agua que no los mojaba; le pareció mágico, sensacional que hubiera un agua que no mojara. Era la época en que leía cómics en las revistas. Héroes y villanos con poderes magníficos, extraordinarios.

Pero nada se comparaba con la obsesión por saber qué era esa agua, de qué estaba hecha. Pasó años imaginando incontables hipótesis. Un niño de seis años que en vez de estar corriendo y haciendo travesuras con sus compañeros de la cuadra o de la escuela, se la pasaba leyendo monografías que compraba con los domingos que le daba su padre. Porque antes de echar a volar su imaginación sintió la necesidad de enterarse de muchas cosas, saber y conocer lo que es el agua, la piel, las sensaciones corporales; la humedad y sus consecuencias en los objetos sólidos y secos.

Luego, quiso comprender y leyó algo de filosofía y ontología. Pasó de estudiar objetos concretos a informarse sobre las abstracciones para saber sobre la sustancia del ser de los objetos y sujetos. Nuevamente, regresó a los aspectos concretos del ser, pero ahora concentrándose en los fenómenos físicos de aquéllos; le interesó la materia y la energía y su devenir dialéctico. Descubrió que existían leyes que explicaban algunos de los fenómenos que más le impresionaban: la termodinámica, la gravedad, la relatividad o la hidrodinámica. Le preocupaba mucho la Ley de la entropía universal, la del ser; algún tiempo eso lo angustió.

Aunque nada de lo que leyó pudo darle pistas sobre un agua que no mojaba, sí le dio un cimiento teórico que le afinó la intuición y la imaginación sobre cómo plantear posibles respuestas. Sus favoritas fueron las más inauditas que se le ocurrieron; no le gustaban las lógicas.

A los 15 años descubrió la poesía y el sexo de la mujer, porque para conocer a las mujeres aún le faltaba mucho por vivir. Una vez le dijo a una vecina que le gustaba mucho.

–Tu aroma es como el recuerdo de una vida imaginada; no existe, no moja, pero cómo me enamora.

Al terminar de pronunciar ese verso de A. Botafogo, se acordó del agua que no mojaba, de la película. Tenía más de tres años que no pensaba en ella. Pero encontró un símil entre esa agua desértica y lo que pasaba cuando les leía poemas a sus amigas o pretendidas. Ellas quedaban encantadas cuando escuchaban a Román recitar, un tanto por la gravedad de su voz y otro tanto porque memorizaba los versos con facilidad. Pero él no sentía esa magia que supone la recepción de los versos del poeta. Sólo se aprendía las coplas y las recitaba para ver las dulces sonrisas en las caras de sus amigas o las chicas que le gustaban; no era capaz de sentir, de participar o conmoverse con los textos de los vates. No encontraba esa pasión-amor por el género; en cambio, esa fama de juglar lo llevó rápidamente a tocar una vagina. Había besado a muchas chicas, se las había fajado, cachondeado, pero nunca había posado sus dedos dentro del sexo de una mujer. Esa vez mojó sus dedos y tuvo una fuerte erección, pero no perdió su virginidad.

Tiempo después cambió los poemas por el Rock. Dejó de recitar y se dedicó a coleccionar discos y revistas de sus bandas preferidas. Conoció la mariguana, mas se estacionó en el alcohol. Esta música lo llevó a los antros y en éstos conoció a gente diferente con gustos diferentes. Se involucró con muchas mujeres, incluso estuvo en orgías. Conoció más drogas, pero sólo se estacionó en el alcohol. Al conocer a más mujeres empezó a conocer a la mujer; al estar con muchos amigos encontró a su mejor amigo para siempre.

Pero ni los discos ni las revistas de Rock lo empaparon. Sucedió algo similar que con la poesía, únicamente que ahora en vez de encontrar placer en las sonrisas dulces de las chavas, lo encontraba al coger con ellas; cayó en la cuenta de que no había tenido relaciones con ninguna mujer en sus cinco sentidos, siempre estaba drogado o pedo o crudo por lo menos; volvió a caer en la cuenta de que no sentía en su cuerpo ni su mente al Rock; tampoco le gustaba estar drogado. Había estado imitando inconscientemente a uno de sus muchos amigos; el mayor, al que admiraba desde que lo conoció. Llegó a sentirse atraído por él, pero sus prejuicios sexuales le impidieron, incluso, sostener la idea en su mente por más de unos segundos.

No fue una juventud vacía ni desperdiciada; no podía explicarse de ninguna manera el hecho de haber disfrutado el cuerpo de tantas mujeres y los efectos de tantas drogas y, sin embargo, a la vez estar insatisfecho. Fue una época placentera, sí, pero igual no se sentía pleno. Tenía todos los discos oficiales de Led Zeppelin, todos sus bootlegs de alta calidad, pero no los escuchaba. Tenía toda la colección de Frank Zappa y aún desconocía varios de sus discos básicos. No se sentía un farsante, pero se le parecía mucho.

Pensaba en muchas de estas cosas cuando se quedó mirando el poster de Conecte que estaba pegado en la puerta de madera de su habitación. Aparecía Ritchie Blackmore empuñando su guitarra frente a una multitud, la cual no se veía, pero su lira tapaba parte de un reflector. Dicha escena lo condujo inmediatamente cuando Thomas Mikelsson tapaba el sol con su puño cerrado.

–Esta agua que no moja… no moja –Se repetía en voz baja Román una y otra vez, mientras su mirada se perdía en la Excálibur del roquero inglés.

La inercia de la promiscuidad de Román se reflejó en su primer matrimonio. No amaba a su mujer, pero la admiraba mucho y, sobre todo, se llevaban muy bien en la cama. A los tres años se separaron. Causas pueden ser muchas o ninguna. Para Román fue el hecho de la responsabilidad paternal. No quiso ser padre, pero ella no le dio alternativa porque simplemente lo tuvo. Él se fue de la casa, no quiso siquiera conocer a su hijo.

Se fue para Sonora, en el autobús iba pensando en su hijo y en su ex. En realidad ambos eran sólo el muro que no lo dejaba ver lo que en realidad sentía: un profundo miedo o aversión a dejar de vivir como lo había hecho hasta entonces. Este temor, a su vez, era la pantalla para no dejarlo ver ni sentir un horror más profundo: que su hijo pudiera hacer lo que él no. Sin embargo, este horror, era la forma simbólica con que su mente representaba su fobia mayor: su hijo tal vez lograría mostrar al mundo su mano mojada contra el sol. El viaje por carretera no le alcanzó para llegar a estas brumosas instancias; se fue pensando que recuperaba cierto grado de independencia al separarse de su familia.

En Sonora volvió a probar drogas que no consumía desde años atrás. Se emborrachó muchas veces y conoció a muchas mujeres. Se aburrió a los dos meses. Lo único memorable que se trajo de allá fue un libro de un amigo poeta que acababa de publicar y una cicatriz en la ceja derecha, producto de una riña con un sicario de algún cártel, que no se animó a matarlo.

Cuando llegó al Distrito Federal, no buscó a su familia. Llegó a un hotel de paso y antes de acostarse se miró en el espejo. No era el de antes, pero se sentía con la misma vitalidad.

Se fue a dormir y soñó que estaba escribiendo en una libreta los diálogos entre Thomas Mikelsson y William McCormack, sólo que en el sueño éste le explicaba al primero que no se trataba de agua sino de una corriente subterránea de energía. Entonces Román comprendía, dentro del sueño, que esa caminata por el desierto en realidad era la búsqueda deliberada de ese agujero, que los exploradores habían tenido éxito en encontrar la corriente de energía. Luego se le reveló que ese era uno de los puntos esenciales para dominar secretos poderosos de la vida.

Will y Tom conversaban sentados frente al agujero en la arena.

–The question is: from where comes this flow? –Comentaba un circunspecto McCormack.

–I don’t know, Will. Certainly not we know from where, but neither where it goes –Tom miraba el cielo negro y estrellado, con un rostro que reflejaba contrariedad.

Alguien le contaba a Román, alguien ubicuo, quizás la arena, tal vez el cielo negro y estrellado, que el sol o la luna o cielo; no, el desierto son los restos de la indecisión, en donde la inoperancia divina y la negligencia humana convergían. Román despertó.

A los 52 años, su sabiduría lo dejaba donde estaba, pero su inteligencia lo jalaba a otros lugares, de su pasado y de su presente. Podía decir que se conocía como nadie, pero se quedaba callado cuando alguno de sus amigos hablaba de sus hijos. No es que no supiera qué decir, sólo no quería decirlo.

Nunca se arrepintió, pero sí modificó algunas actitudes. No se sintió solo y para sostenerlo, buscó y enamoró a una mujer mucho menor que él. No se dio cuenta de que ella fue la que lo enamoró. No se percató de que empezaba a tener ganas de mojarse por esa mujer. Ni su instinto ni su olfato permitieron que advirtiese que se había convertido paulatinamente en la mano de Will y de Tom, pero tampoco dejó de ser ese espectador taciturno lleno de gallardía que cuestionaba la película.

Con los años había construido un diálogo enorme con esa película; durante algunas fases fue explicador; otras, un simple testigo. La mayoría de las veces fue el agua inexistente, incapaz de mojar. Quiso ser Thomas y luego William, pero jamás dejó de ser el desierto, hasta que una mañana fue la mano en ¿la corriente de agua?

Amó a su mujer, la deseó. Quiso hacerle el amor en una noche invernal de principios de siglo; la embarazó. No supe más del caso, pero imagino que Román se dejó mojar por la vida y la mojó. Es posible que en la humedad él encontrase el punto de partida y el destino de esa corriente subterránea, la trama que aviva el suspirar.