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La canción que se escucha de fondo es Southern man de Neil Young.
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DISCO DE LA SEMANA / DISC OF THE WEEK
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Neil Percival Kenneth Robert Ragland Young, mejor conocido como Neil Young. Canadiense con una producción discográfica casi tan larga como su nombre de pila (más de 40 discos hasta 2007), nos deleita con su tercer álbum: After the Gold Rush, 1970.
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Recomiendo ampliamente Don't let it bring you down, Tell me why, When you dance you can really love y sobretodo: Southern man, una obra maestra lírica y musicalmente hablando. Estamos tratando quizá con el mejor exponente del Rock-Folk.
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This week you can download an excellent album by Neil Young: After the Gold Rush, 1970.
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MARTHA TIENE tras de sí una vida amorosa caracterizada por el fracaso: un gran amor que la dejó por mil argumentos o sin explicación alguna; una búsqueda vana por encontrar al amor de su vida, que quisiera formar una familia con ella.
Sus fracasos se deben a que se ha relacionado con hombres casados o que sólo querían una aventura, situaciones que nunca despreció del todo. Ella piensa que buscando se encuentra al amor. En lo que no ha reflexionado es que el amor tiene mil rostros y maneras, es decir, no viene enlistado en ninguna carta de restaurante.
Un día, caminaba por las calles del Centro Histórico y vio que en un edificio, el INBA impartía cursos y talleres. Se inscribió a uno de computación y empezó a ir los martes y jueves por la tarde. El profesor de la clase se llamaba Raúl Parra. En el salón eran pocos los alumnos, y fueron menos con el transcurso de las sesiones.
Martha estaba muy entusiasmada, no tanto por lo que aprendía, sino porque Raúl le gustaba y empezó a ver en él al hombre ideal: inteligente, interesante, de buen humor, sencillo y muy atento. Todas estas características, se exacerbaron porque él le ponía mucha atención a los trabajos que ella presentaba en cada clase, y esto no era ninguna rareza, pues al cabo de tres semanas al aula sólo asistían ellos dos.
Llegó el final del taller, y para entonces Martha y Raúl ya se tuteaban, discutían, se reían,…eran amigos. Decidieron ir a un bar para despedirse. Platicaron largo rato, bebieron unas cervezas y se contaron algunos chistes.
−Quiero estar contigo, dijo él mientras la miraba y ella seguía riendo por alguna puntada.
−Pues, estamos juntos, ¿no? O ¿a qué te refieres?, dijo ella sonriendo mientras se terminaba su cerveza.
Sólo se miraron, y pronto de las sonrisas pasaron al coqueteo. Él pagó la cuenta y salieron del restaurante. Caminaban con seguridad y prisa, como si previamente hubieran pactado el lugar a donde irían.
En el automóvil de Parra llegaron al motel.
Se vieron un rato; el escenario era ajeno, no había computadoras ni cables ni botones qué apretar. Ella optó por prender el televisor; él, por encender un cigarrillo. Así apaciguaron esa leve desorientación que viene después de cerrar la puerta del lugar en donde pasas cada primera vez que estás con alguien distinto.
Raúl beso delicadamente su cara, hasta arrancarle un suspiro; mientras, con sus manos empezaba a tejer esa telaraña de prepotencias carnales que llamamos deseo. Luego, apretó el cuerpo de Martha contra el suyo, tomándola de las nalgas y besándole el cuello, a la vez –y en esas fases qué cosa no es simultánea, de lo que se trata es de sincronizar todas las extensiones de la piel−. Martha permaneció un instante quieta. Se recobró; para entonces él ya utilizaba sus dedos como cautines que iban reduciendo las ropas de ella, a pavesas que su humor iba esparciendo por la habitación.
Las manos masculinas fueron descubriendo el cuerpo femenino con parsimonia. Ella se dejaba desnudar y el roce de cada prenda le provocaba cada vez más ganas. Cuando quedó totalmente desnuda, él la recostó sobre la cama y comenzó a desvestirse, pero ella súbitamente se levantó, lo tomó de las manos y lo recostó como a un herido. Le desabrochó el cinturón, bajó el cierre y como una partera sacó su miembro que se henchía.
Se siguieron acariciando hasta descubrirse el corazón; él verificó que sólo sentía deseo; ella, que se seguía enamorando.
Un gemido grave anunció que Martha humectó su pene. Jadeos y silencios posteriores, resumieron el placer concentrado en él. Mientras su boca mamaba con ritmo y sin elegancia, sus manos ayudaban a desvestir al amante. Cuando terminó de descubrirlo, empezó a besarle el abdomen, a lacrarle todo el pecho con la cera de su desdicha. Llegó al cuello y terminó en su boca. Él, colmado de excitación, quiso recostarla, pero ella no se dejó.
−No voy a dejar que me penetres, le dijo con una sonrisa casi retándolo. Asombrado, dejó que ella continuara besándolo, las manos, los brazos, las piernas y sus nalgas.
De pronto ella se puso de pie, como si acabara de llegar al salón de clases.
−Ya vámonos, le dijo muy seria retándolo.
Harto de no ejercer su voluntad, se puso de pie frente a ella, la miró con pasión, que no es otra cosa sino bravura sexual. Con fuerza la tomó por los hombros y la volteó. Su mano izquierda permaneció sobre su hombro y con la diestra jaló su discreta cadera hasta tenerla empinada: la penetró. Ella no alcanzó a ahogar un fuerte gemido, sintió que la abría toda, mucho placer. Los siguientes minutos fueron piel contra piel, leves y fuertes golpeteos de piernas, unas gotas de sudor que cayeron sobre sus nalgas, un diálogo corporal y un monólogo emocional.
Llegaron a ese lugar donde sólo hay susurros, calor y veneno.
Él la recostó sobre la cama y olfateó por todo su cuerpo.
−Mmm…, tu aroma… hueles a mujer limpia.
Ella no entendió bien a qué se refería, pero le gustó escucharlo decir algo.
No se volverán a ver; él la buscará unos días como se busca a una amante; ella lo esperará unos meses como se espera al amor.
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Una Mujer de la Ciudad
Dos húmedas noches invernales: tus ojos.
Un acertijo del pasado milenario: tu mirada.
Esa noche fue devorada paulatinamente por tu
mirada que tiene más edad que tú y, sin embargo,
no ha visto más de lo que tus ojos han permitido.
Tus ojos: amanuense y alfarero de un talismán que invoca
fantasías y proyectos, y me hacen partícipe de tu mundo,
sin pedirlo, sin saber siquiera cuál será mi papel.
Una extensión de la rosa y sus espinas: tus manos.
La confabulación de todas las bondades: tus caricias.
¿Por qué tu boca y tus ojos no hablan la misma lengua;
y cuando lo logran, se contradicen?
¿Por qué cuando están de acuerdo, aparecen tus manos
y te enmudecen y te ciegan y desapareces?
Debo confesar que tus brazos y tus manos
desdoblaron mi voluntad, y soberbios exhibieron
que mi amor tiene por patria todo tu cuerpo.