domingo, 7 de junio de 2009

Los Abismos de Miranda

Acababa de regresar a Patzcuaro, el apacible lugar que la vio crecer. Había estado tres años en la capital del país estudiando un postgrado que le garantizaba un lugar en las oficinas municipales, muy cerca del puesto que siempre había ambicionado. No quiso avisar a sus familiares a quienes les dijo que regresaría hasta el lunes; así que tenía dos días para sentir la paz que nunca le permitió el Distrito Federal. Se instaló en el hotel que está frente a la plaza central; desde el balcón de su habitación estaba mirando la iglesia mientras encendía el único porro que le quedaba.

En la segunda fumada, sintió ganas de comunicarse con Lorenzo y Renata, sus mejores amigos, pero no lo hizo porque la relajación que experimentó, la sustrajo de cualquier forma de pensamiento. Caminó por la habitación, se colocó sus audífonos y puso música. Estalló en sus orejas Sultans of Swing. El tartamudeo melódico que sólo logran arrancarle a la guitarra eléctrica, los callos dactilares de Mark Knopfler. Se recostó sobre la cama.

La decadencia corpórea que causa esa hierba junto a la potencia ahogada de la versión en vivo de esa canción, la llevaron a una época lejana de su infancia. Sin enterarse del todo, con su mano derecha se frotaba el sexo. Recordó la primera vez que un hombre la tocó “ahí”. Era una época en donde la vagina no se llama así sino “ahí”, esa palabra que sirve para apelar infinidad de lugares cercanos, pero que en la infancia decir “ahí”, sólo se refería a un preciso lugar. Pero no sólo la palabra, sino el tono y la intención como se la pronunciaba, como un secreto domeñado por el vicio humano de la curiosidad, suceso que sólo la puerilidad de los primeros años nos otorga.

No sintió lo mismo que cuando se rascaba, porque la mano era de uno de sus compañeros de clase; recordó que se quedó quieta y que bajo su panza empezó a sentir como una mariposa aleteando, y que ese aleteo le humectaba “ahí” como una brizna interna que luego le provocó como una marea por su cuerpo.


Se dio un tercer “toque”.

Miranda se quedó mirando el techo de la habitación, escrutó su blancura y se cayó para arriba.

Imaginó que platicaba con el buró que tenía a su izquierda, le comentaba que toda capacidad intelectual implica una responsabilidad, pues de otra forma, aquélla, no es más que un capricho químico de nuestro cerebro. Que la inteligencia sólo es tal en la medida que esa capacidad involucre ética y moral convencionales, contemporáneos.

El buró se quedó pensando un rato y luego dijo.

–Miranda, ¿entonses lo que dizes es que hall una diferencia entre intelijencia y astucia? Porque de cer así, hay una confusión en el vocabulario– El buró se quedó como esperando una respuesta, pero Miranda, complacida con su reflexión, sólo le daba tregua a una especie de solipsismo.

–Mira, vuró, imagínate que el razonamiento es unnn par de guantes con los que tomas al mundo; si eres intelijente, sabrás ponértelos para sentir todo, porque razonar es un cotejo de todo lo que contiene el Universo. Siii sólo eres aztuto, no te van a entrar esos guantes. Luego entonces, el razonamiento implica ética y moral, ética y moral, éti…–.

Miranda viajaba por la blancura del techo.

–Qerido buró, bonito… El cotejo primigenio por excelencia es el descubrimiento de la sexualidad, la otredad o como quieras nomvrarle. En ese momento justo, te habres para siempre al mundo, al Universo. Se parte tu vida en dos y te quedas con una de ellas; lo demás, es una búsqueda. Una busca explicaciones porque todos tendemos a imitar a la creación. Sí, querido buró, así como lo escuchas. El Big bang es una explicación del tiempo y del espacio y sus contenidos; lo que no cé, aún, es a qué o a quién intentaron explicarle algo. Yo, Miranda, te diría que fue una respuesta para la “Nada”, pero no esttá demostrada zu existensia pues el propio espacio sideral contiene cosas que no vemos ni imaginamos.

–Te entiendo perfectamente, Miranda. Yo mizmo, este buró que apenas conoses a contenido secretos de muchas personas que acá han estado. Pistolas, cartas de amor, testamentos, condones, certificados médicos, órdenes de matar, de aprehensión. Tantas cosas que ni te imaginas–, decía el buró con tono melancólico.

–No te pongas trissste, buró; no te abrazo porque estoll muy lejos de ti y no puedo dezender para abrazarte, pero te entiendo perfectamente–, decía ella con una leve carcajada porque sabía que estaba bien “viajada” y sumamente coherente.

–Pero ya recordé porque hablaba del Bing bag…, perdón del Big bang, porque lo otro es una bolsa de Bing, jajajaja.

Miranda volteaba en busca de su cuerpo que lo sentía al lado de ella, y se carcajeaba y se le ocurrió.

–¡Buró, buró... lo tengo!, la “Nada” existe, me estoy riendo de nada. Entonces luego, la “Nada” “es”, pero es una contradicción silogística, esa falla mecánica y recurrente que hay entre los guantes del rasonamiento y las cosas que cogemos. Ese espacio-tiempo que irremediaaablemente nos separa de la aprehensión caval de las cosas, y que para bien o para mal ese lugar es tomado por la interpretación.

–Bueno, pero pporque hablas de tantas cosas. Yo he conocido mucha gente y sé que cuando divagan, por lo regular están evadiendo un tema, el tema. Es como cuando solicitas un expediente del 7 de noviembre de 1978, y te entregan todos los expedientes de ese año y sin fechas. Es una cobardía disfrazada de elocuencia.

Miranda, ahora se cayó para abajo. Sintió su cuerpo rebotando en la Queen size y todo su cuerpo fue uno de nuevo. Volteó a ver al buró que guardaba un silencio de escolar castigado. Encendió la bachita de su porro y fumó.

Empezó a llorar como nunca lo había hecho; moqueó, suspiró; los estertores clásicos del llanto y no paraba. Quien la hubiera visto, si alguien hubiera podido, habría jurado que ya no dejaría de hacerlo, y posiblemente ella no querría dejar de hacerlo porque chillar es sacar algo de ti, algo que tu cuerpo quiere que veas y sientas y huelas y escuches y saborees, porque el cuerpo se da cuenta que las palabras no bastan para describir o explicar lo que te está pasando, porque la comunicación oral o escrita a veces es insuficiente para aproximarnos a todo eso que el cuerpo con todos sus sentidos sí puede expresar por medio de las lágrimas y la tensión azarosa de nuestros músculos faciales y esos temblores que nos encojen las extremidades y retuercen nuestro cuerpo hasta llevarnos a la pose que alguna vez tuvimos en el vientre de nuestra madre.

Terminar de llorar, el suspiro final arrojado que anuncia que también nuestro cuerpo se ha cansado de hablar, es también una comunicación para intentar escribir o hablar de todo eso que nuestro cuerpo ya nos ha ayudado a decir.

Miranda lloraba porque no había llorado antes, berreaba porque al no decir por tanto tiempo lo que tenía y quería decir, lastimó a muchas personas, porque sus palabras escritas o dichas no fueron suficientes para expresar lo que quería, porque la torpeza elegante que llamamos negligencia, le había hecho pensar que eran sus amigos los incapacitados para entenderla, porque la audacia que la caracterizaba para decir las cosas, se apertrechó en costales de lógica y conocimiento, artilugios valiosos, pero a veces insuficientes para mostrar amor.

Pero Miranda seguía coqueteando con esa puta de alcurnia que es la indefinición, y no se atrevía a decir su nombre, el nombre de Él. Se negaba a aceptar que se había enamorado de un hombre que sintetizaba todo lo que siempre había rechazado.

El buró supo que en realidad no se había ido al DF para estudiar un postgrado, sino para olvidarlo.

–Miranda, preciosa, no puedes destruir tu vida a partir de una decisión tan frívola como intentar olvidar a alguien por decreto o ley. Olvidar es un proceso que sólo se da al conocer, al vivir, al experimentar; de otra forma es un acto de negación hagas lo que hagas y, así, tu pasado se vuelve radioactivo como el uranio, porque los protones del núcleo molecular que supone tu mente, se escaparán a la menor provocación, alterando tu entorno, mutando tus consideraciones sobre la realidad, sobre tu amor. No hay fuerza que detenga los recuerdos usurpados.

Miranda ya no lloraba, pero en un arranque de ira se quemó la parte interna de la muñeca izquierda. El buró quiso detenerla pero fue demasiado tarde. Ella sintió que los colmillos de Patzcuaro la mordieron y con los dientes apretados condujo el ardor hasta su corazón. Torpemente y sin guantes, pensó que un dolor saca a otro.

–Hermosa Miranda–, dijo un comprensivo buró, –el hecho de que entiendas todo lo que te pasa no te garantiza una solución, solamente te otorga la capacidad de conocer el funcionamiento de algo. ¿Y luego qué?, crees que el arrepentimiento es un paracaídas que te salvará de tu destrucción, de las tantas destrucciones que es capaz de resistir un ser humano; no, así no son las cosas–.

–Entender sólo sirve para resolver, no para deleitarse con esa habilidad. Entender sin resolver es el silencio más nefasto que nos ha licenciado la vida. Es una renuncia, una renuencia…–.

–¡Cállate, cállate ya maldito buró! Tú sólo sirves para guardar cosas, qué sabes tú, pedazo de madera, de la vida… de mi vida–. Miranda aventó su discman contra el buró.

Fue cuando ella entendió que se había transformado en un buró, en el cual ocultó todo lo que no le había gustado en su vida. Sacó todo, todas las pequeñas y grandes cosas. Al final, sólo quedaba una foto de cuando tenía siete años y estaba en la resbaladilla con Él.

Miró todo lo que había sacado, supo que era ella, pero en otra versión. No le desagrado lo que vio y sonrió. No estaba arrepentida, simplemente se sintió tranquila, ese tipo de tranquilidad que nos visita después de una catarsis. Ahí no hay golpes de pecho ni dolor, no hay espacio para remendar. Esa tranquilidad que es como un rompecabezas incompleto, ¿pero qué inicio no es así?, pues las piezas que faltan jamás existieron ni existirán, porque esas las tenemos que inventar día tras día.

Yo platiqué con Miranda meses después de ocurrido esto. Me lo contó en el único bar cerca de la plaza central de Patzcuaro. Esa noche se presentó Alejandro Filio y estuvimos muy contentos.

Luego, nos fuimos al hotel frente a la plaza. Se desnudó y colocó su reloj sobre el buró; me relató todo esto; yo soy Él.

viernes, 5 de junio de 2009

Caras y Gestos

LA ÚLTIMA VEZ que jugué ese juego maravilloso de Caras y Gestos, fue hace como quince años. Todos los juegos son exquisitos, jugar es buscar una entrevista con el azar, pero conforme vamos creciendo, también vamos perdiendo la capacidad de la sorpresa, premisa esencial de todo juego. Las personas no podemos relacionarnos de otra forma con el azar, sino por medio de la sorpresa.

El paradigma del crecimiento humano implica la seguridad, la estabilidad; en dos palabras: poder predecir. Rutinariamente seguimos imitando a la muerte, a la vida no porque ésta es impredecible.

Así, me dispuse a jugar a ser Oliveira y a que la Maga, a quien yo había nombrado así, me descubriera. Aunque el juego no era tan simple, éste consistía en hacerle entender a los de mi equipo que se trataba del libro de Rayuela, pero ¿cómo interpretar a Horacio Oliveira, si se trata, también, de un símbolo?: El hombre veleta que se vale del viento para justificar sus arrebatos actitudinales.

En el primer intento que me tocó, me convertí en un conocedor de jazz: K. Oliver, F. Keppard, L. Armstrong, J. Roll Morton, etcétera. Llegué hasta Miles Davis y John Coltrane. Pero los de mi equipo no me entendieron; así que preferí probar suerte en narrar con mi cuerpo a ese personaje literario indolente, porque eso es Oliveira, porque hasta donde he leído, Cortázar no se preocupó por explicar el porqué Horacio es así, y eso es lo que convierte a las personas en personajes, la carencia de motivos; explicar a un personaje es llevarlo al terreno de la humanidad en donde siempre hay explicaciones. Creo que ahí radica parte de la magia de la literatura, o bien la falta de explicaciones o la invención de las mismas.

Perdí el turno, mi equipo me abucheó con razones de sobra. El otro "team" tuvo un éxito rotundo porque el participante interpretó a Lucas Corso, el del libro El Club Dumas.

Entonces, la Maga pasó y ya no era tal, sino otra mujer; fue cuando descubrí o entendí o percibí que la Maga se había transformado en Lu y yo en Vic: Ana y Tor.

Todos miraban las caras y gestos de Lu; aspavientos, gesticulaciones. Después de unos segundos, desesperada, casi se le salió una palabra. Lo que yo miré, escuché y sentí:

El aroma de lavanda surcando mi piel, recorriendo los pliegues que me hacen hombre y humectando mis huesos que tienden a la involución porque aspiran a ser cartílagos, antes de desaparecer.

Creí, de pronto, que era una danza. Ver cubiertas sus piernas por esos pantalones cafés y esas botas largas que, a la vista, conjuraban el frío. Ver su forma de caminar, su cabello corto y negro; negro como el universo einsteniano, negro como el vestido de luto del cuervo de Poe. No hay más negros que los del Bronx que dicen en estas situaciones: this shit is crap.

Estaba yo subsumido en esa reflexión estadunidense y enseguida volví a ver a Lu que tiene una cara distinta cada vez que la miro. Su sonrisa y su amabilidad; no como sinónimo de buenas maneras, sino como una caracterización de lo que es posible amar.

Así, me entrometí en la blancura de sus mejillas que ensalzan sus pequitas, ese melanocortín que es un mapa sideral para quien busca. Qué decir después de “quien busca”, sino una exageración provocada por la incapacidad de acariciar y prenderse de una peca facial para, desde ahí, observar al resto del tiempo y el espacio, que con parsimonia nos va descubriendo que la Ley de la no conservación de la entropía “humana” existe, también.

Fue justo el momento en que entendí que Lu es una canción porque involucra la energía cinética, térmica y eléctrica, porque su magnetismo ipsofacto genera todo ello; M. Faraday lo sabía, pero no lo ubicó en los términos emocionales, porque no conoció a una mujer como Luana que tiene la capacidad de jugar con la infinitud y de reírse de sí misma.

En el attosegundo siguiente, imaginé que ella, sí, tú, Lu, eras la bahía que buscaba mi barco, pero no, eras el faro que dirigía mi naufragio.

De pronto Oliveira se redimió, Fausto se arrepintió, Ulises se volvió torpe, Carmilla odió la hemoglobina, Hortoneda se transformó en un ser superficial, Botafogo se persignó, Fripp vendió millones de discos a través del Internet, Pinchevsky aventó el violín, Friedman abrazó la Public choice y Saramago se tomó un café con Obama.

Es decir, Lu vino hacia mí:

Mujer que sales de mi verbo y te transformas en el sustento y, luego, inventas una posibilidad que se parece a quien soy. Pero entre los dos se anteponen nuestras historias, la historia de mi cuerpo que no la prefieres; la de tu cuerpo que busco a ciegas en la habitación del fantasma tras la máquina.

Sigues siendo la canción favorita, esa que buscas puchándole al play una y otra vez, hasta que la encuentras y la escuchas hasta caer rendida en la cama. Mi cama, ésa en donde mi brazo noche tras noche te busca sin encontrarte hasta que quedo dormido y sueño con vos, una Lu distinta, menos distante, más cercana y menos real: Mi Camino Soria.

Las puertas de la coherencia se me cierran. Más temprano que tarde me doy cuenta que estamos jugando Caras y Gestos; que la Maga desapareció hace unas semanas y que Oliveira se quedó en unos capítulos de un libro escrito hace mucho tiempo.

Me sigo anulando en cada argumentación, pero…

Cecilia, Penélope, Armando (la ratota), Agustín y la ratota (Coltrane), abren la puerta.

Perdí en el juego, pero veo que hay otros juegos en donde el azar adquiere otras formas…

Caras y Gestos; uno puede perderse en ese juego creyendo que se tiene la razón, porque ésta es una formulación de la mente, pero cuando Lu está frente a mí, el mundo deja de tener leyes físicas y emocionales.

Salgo por la puerta que me abrieron y miro, por última vez, a Lu que está contenta, y me voy…