sábado, 31 de enero de 2009

Canciones en la Cama

El azar no hace conjeturas… Mantenía sus ojos cerrados, pero estaba despierto. El anaranjado oscuro que el tamiz de los párpados le permite a los ojos, cuando se mira la luz del día. Y otra vez esa oración, El azar no hace conjeturas… No sabía de dónde venía pero despertó con ella. Repasó en su memoria los libros leídos, las películas vistas, las reuniones recientes, mas nada, no lograba ubicarla.

Una mano se deslizó por su abdomen hacia el sur.

–Hey, ¿qué es lo que está usted haciendo? Mire, que podría acusarla de abuso de confianza, invasión en propiedad privada y de actuar con premeditación, alevosía y ventaja. No alcanzaría fianza–.

–Sólo me estoy despidiendo–, dijo ella, mientras provocaba un amotinamiento sanguíneo. –Voy a extrañar la piel firme de tu cuerpo. A mi edad todo languidece, la piel, los sueños, las posibilidades. No es lo mismo–.

–Sabes que eso no es verdad. Tu piel es tersa, pasé toda la noche acariciándola–, comentó él, sin abrir los ojos y con esa primera voz ronca de la mañana; ella no le creyó, aunque sabía que era honesto. Hay ocasiones que no creemos lo que nos dicen porque sabemos que nos están mintiendo, pero ella no le creyó, simplemente porque ya no sentía sus palabras. De muchas maneras él ya no estaba ahí, por lo menos no para ella. Se sabía sola recostada a su lado, acariciándole el cuerpo y el cabello.

Hablar de despedidas en la cama es como jurar no volver a beber, durante la resaca, salvo que en ningún instante hay hartazgo. Decir por última vez, es querer continuar lo que se pretende dejar. Ella lo sabía perfectamente, pero la soledad en los cuarentas causa efectos similares que la negligencia de los veintes, y la cama… la cama es el mejor lugar para disolver un diccionario y el mejor sitio para acuñar un lenguaje.

–Hoy todavía es ayer por la noche, ¿no crees?–. Abrió los ojos y la vio desnuda. No podía negar que el tiempo en ella se despedía con elegancia; esa piel inundada de lunares y que a pesar de todo ya no deseaba como antes. Esto lo supo porque durante algún estertor nocturno, se sorprendió en otro lado, no con otra mujer, sino en otro lado.

Él no habló de despedidas, hablar de ellas en la cama puede lastimar sin aclarar, porque es el escenario donde se actúa sin guiones, sin previos ensayos; es, por el contrario, donde se realiza el ensayo humano por antonomasia.

El azar no hace conjeturas… –Sí, antier, fue antier, que estaba en casa de Oscar, que al mirar lo que escribía, mientras me despedía de él, vi esa oración en el monitor de su PC. Sí... fue ahí, pensó y sonrió–.

–¿En qué piensas?–, preguntó ella sin esperar que le respondiera. Ya no era como antes, ella lo sabía, pero lo malo es que la mente se entera mucho tiempo antes que el cuerpo; puede que éste jamás se percate y es entonces que empieza un duelo de neuronas contra hormonas, del pasado contra el presente, de los sueños contra la realidad, de la alegría contra la nostalgia. A uno se le cae una guerra encima en la cual hay que tomar partido porque es justo cuando se corre el riesgo de que nos pase lo que advirtió hace tiempo Emile Cioran: En tiempos inmemoriales hubo una gran batalla entre ángeles; muchos optaron por uno y otro bando; los indecisos, cayeron a la tierra.

Acá no se trataba de elegir entre el bien y el mal, ni siquiera había uno u otro bando; se trataba de legir que en ella se agolpaban todos los bandos, todas las indecisiones. Ni siquiera estaba celosa, sabía que no había nadie más, y fue ahí que le pegaron sus cuatro décadas. No era cuestión de hembras, era el tiempo quien poco a poco, le arrancó a su amante; no sabía instrumentar una respuesta, su desnudez ya no era suficiente, no porque no fuera bella; no era cuestión de estética sino de expectativas.

–Esa posición en la que estás, me recuerda la portada del disco Alevosía, de Aute–, alegó él con una sonrisa de frágil deseo. Ella lo miró y empezó a tararear: Sin ti lo que me resta por morir es sólo un dato… contigo sé que volveré a sentir, el arrebato, el arrebato de vivir… Ella con un gesto le indicó que continuara cantando la parte que seguía; él sólo atinó a decir: –la he olvidado–.

Se quedaron mirándose a los ojos y las sábanas dejaron de ser lo que alguna vez: esas velas extendidas para ser impulsadas por los vientos de tormentas nocturnas, y mantener el rumbo marítimo a pesar de las olas insurrectas y dejar que la brújula que forman dos cuerpos de bruces contrapuestos, nos hagan llegar a esa isla de ensueño, donde sólo se puede decir: aaahh.

–Recuerdas esta canción–, y ella empezó a tararear: Desde hace algún tiempo te siento distinto. No se qué será, pero no eres el mismo. Observo en tus ojos miradas que esquivan la mía. Cansada de tanto buscar tus pupilas. Pidiendo respuestas a cada por qué. Pero adivino en ti algo que empieza a huir y no quiero entender. Cuando un presentimiento no crea razón, sólo infunde terror. Siento que te estoy perdiendo, siento que te estoy perdiendo, siento que te estoy perdiendo… perdiéndote.

–Sí, claro que la recuerdo; Aute. ¿Y vos recuerdas?: No es que ya no me intereses pero el tiempo de los besos y el sudor; es la hora de dormir... Duele verte removiendo la cajita de cenizas que el placer tras de si dejó

Ahí, desnudos, ni uno de los dos se atrevía a decir llanamente, como afirmación o como pregunta: se acabó; se conformaban con evocar canciones para decirse cómo se sentían. No fue cobardía; era su código, cada pareja tiene el suyo y suelen utilizarlo por amabilidad. Cada uno lo entiende sin creer que lastima al otro, aunque en el fondo es para sentirse uno mejor, para intentar dejar la culpa de lado.
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–O esta otra–, asertivo dijo él: Qué sucedió, qué pasó, yo no lo sé. Sólo Dios es testigo de cuánto te amé. Quisiera dormir pero no lo consigo, no puedo dejar de pensar, ayer estabas aquí conmigo; hoy no te quisiera encontrar... Recogiendo tus cosas, tus libros, tu ropa; lo siento, me tengo que ir y te miro en silencio llorando por dentro, pensando por donde salir. Sin saber que decir, sin saber que decir.
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–No…, digo, sí la recuerdo, Calamaro, pero me viene a la mente esta otra: Me iré despacio un amanecer que el sol vendrá a buscarme temprano. Me iré desnuda, como llegué, lo que me diste cabe en mi mano. Mientras tú duermes deshilaré en tuyo y mío lo que fue nuestro y a golpes de uñas en la pared dejaré escrito mi último verso… Cuando me vaya, cuando me vaya.
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–Serrat, claro, imprescindible. ¿Y qué tal esta otra?–: Nada puede hacerte olvidar que anduvimos el mismo camino, y las cosas que hicimos fue porque quisimos estar de nuevo en este lugar. A pesar de los errores, a pesar de los defectos y virtudes, guardo en mí los mejores momentos que van a quedar en lo profundo del alma. No te compliques más, siempre hay una razón. Tratar de revivir, tratar de estar mejor.
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Curiosamente, esa canción, terminaron cantándola juntos: –Diego Torres, no podía faltar, sonrió ella. Cierto, confirmó él–.
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Ella lo miró cómo retándolo. –Esta no la vas a recordar–: No fuiste el amor ni el hombre de mi vida; has sido un amante ideal, preferiste mi balcón sobre mi puerta y mi voz sobre mis letras.
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–No,… no la ubico–, desencantado balbuceó, él. Pero a que no te acuerdas de esta: Me enamoré de ti sin intención, no para ser tu gran amor o tu salvación; en el hondo mar de mi circunstancia, me enseñaste a ser quién soy.
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Ella tampoco recordó esa canción. Lo que ocurrió es que al fin se declararon algo, de manera velada, pero lo hicieron. Ambos lo supieron, no se cuestionaron a fondo, prefirieron la suposición a la certeza; otro código.
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No volverán a verse más. No lo tenían planeado, en ese momento pensaban en que seguirían viéndose como amigos, pero hay lazos que no se estiran, sólo se rompen. Pero cuando esos lazos se rompen, algo truena y es estruendoso y permanece un polvo estático y perpetuo en el espacio y el tiempo, como un diente de león, como un hilo de humo, como el azar, que no hace conjeturas.

jueves, 29 de enero de 2009

Don Samuel

Recuerdo, sólo escuchaba de lejos…

–Hey, pst… che Saverio, ahí viene Don Samuel. Decile al boludo de Recuerdo, que largue un poco, que al Don no le gusta el alboroto.

–Pero si vos sabés que ahí se va a quedar, ¿para qué le digo nada? Lleva semanas incrustado al final de la barra y vos no podés deshacerte de él.

–El cantinero, y dueño del bar El Canto de Zorzal, ubicado como a diez minutos de la Plaza de Mayo sobre Avenida Rivadavia, se acercó a Don Samuel quien entraba con paso taciturno y gentil. Éste no tardó mucho en sentarse en una de las mesitas aledañas a la barra, como a dos metros de donde Recuerdo, ingería la enésima copa de whiskey.

–¡Don Samuel, qué sorpresa tan grata… tanto tiempo sin venir, dos meses, dos…!

–Che Daniel, ¿cómo has estado, cómo va el laburo? Nada, Don Samuel, por lo menos deja guita para pasarla, dijo el cantinero con ademanes de resignación.–

–Mirá que con estos aires que han derrocado a Castillo, todo puede malograrse, tené cuidado, che. Pero en fin, no vengo a hablar de política. –Daniel, susurró Don Samuel, trae una botella de vino y dos copas, por favor; estoy esperando a la señorita Estela Cansino.

El bar, era uno de esos por donde suele babear la mala fortuna, apenas iluminado por pobres focos empolvados, pero que a la vez era el leitmotiv para fugaces hombres devaneados por el desamor y el amor, por la desgracia en los juegos de azar y por la fortuna en el fútbol.

–¿Se la abro? No, detente, yo lo hago en cuanto ella arribe. ¿Quién es ese hombre de la barra?–

–Ah, no le haga caso, es un pobre pibe…

Daniel se detuvo porque no sabía cómo explicar algo que aún no entendía. Hacía un par de meses más o menos, al subir la cortina y abrir el bar, él encontró a Recuerdo bebiendo de una botella de whiskey, el mejor de la casa. Pero algo en el hondo y sinuoso corazón de Daniel (¿qué corazón de cantinero no es así?), le aconsejó bancarse, ese algo era la intención de entender. Los grandes cantineros, sin ser filósofos, suelen convertirse y sin saberlo, en grandes ontólogos de la desgracia y la confesión. Pero el entendimiento de Daniel no terminó de realizarse en ese momento, ni en ése ni ahora parado ahí frente a Don Samuel. Daniel que en breves segundos empezó a sentirse abochornado, –Che, ¿y cómo no voy a poder explicarle a Don Samuel, escritor bárbaro, quién es Recuerdo?–

Pobre cantinero, presa de la ansiedad y la desesperación que provoca no terminar de entender algo, quedarse a mitad del camino por tantas semanas. No supo en qué momento aceptó a Recuerdo como parte de su bar, de su vida. En algún momento de una noche otoñal, creyó extrañar hablar con él y se asustó, y se sintió ridículo y al final profesó un poco de vergüenza.

Todavía parado frente a Mcormack y alcanzándole la botella, evocó algo de la primera conversación que sostuvo con ese hombre inefable.

–¿Y vos quién sos, de dónde venís… qué haces acá?–

–Soy Recuerdo–.

–¿El recuerdo de quién, el mío o un recuerdo cualquiera?–

–No lo sé. La gente recuerda muchas cosas, sonrisas, carcajadas, caras, muertes, días, fechas, músculos, estrellas. La gente recuerda lo que ve pero también lo que siente, lo que huele, los que lame, lo que toca, lo que escucha. Las personas recuerdan imaginaciones y sueños y planes muy poco, y cuando lo hacen, es por muy breve tiempo. El recuerdo se les envejece a pocos centímetros, a escasos segundos de haber sido rememorados. Hay recuerdos tan intensos qué sólo basta decirlos para que existan, hay recuerdos tan mansos que se pierden con el polvo que zarandea el viento. Los recuerdos de los enamorados son las madreselvas que anudan el destino al instinto; los del amor desenvainado lentamente, son los eucaliptos que limpian heridas y forjan el espíritu. Los recuerdos del traidor hieden casi tanto como los de el maldiciente, es una pestilencia que en ocasiones logra desvirtuar hasta al traicionado; incluso a éste puede llegar a envilecerlo más que a su verdugo.

–Y entonces, ¿sos el recuerdo de qué o de quiénes?–

–No lo sé, el de todos o el de nadie.–

–Pero si eres una persona de carne y hueso, dijo Daniel tomándolo del hombro. Fue cuando al hacerlo, retiró espantado su mano pues no sintió huesos. Sintió algo de nauseas, pero logró sobreponerse a esa sensación. Únicamente se lo quedó mirando mientras los segundos eran ingeridos por Recuerdo junto con el último trago de whiskey.

–Deja ya esa botella sobre la mesa, Daniel y dime quién es ese tipo.–

El cantinero le contó a Mcormack la historia de Recuerdo, la escasa historia que conocía. –Che, y Casares acusándome de que soy yo el que persigue historias fantásticas–. Por supuesto, Mcormack no le creyó ni una sola palabra a Daniel.

–No se moleste, Don Samuel, no vale la pena. Pero ya era demasiado tarde. Por una parte porque Estela nunca llegó; por la otra, porque Mcormack ya estaba iniciando la conversación con Recuerdo.

–Samuel K. Mcormack, buenas tardes, dijo mientras extendía su mano sin la reciprocidad.

–Siendo un recuerdo, debiera usted recordar las buenas maneras.– Recuerdo, replicó, No me gusta la alevosía con la que me aborda, caballero. Viene usted con aires de investigador escéptico… –¿Y con qué otros modos puede moverse un investigador, si no es cuestionando la realidad?–

Yo soy Recuerdo. –Sí, lo sé, me lo ha dicho Daniel, pero ¿ese es su nombre o su ejercicio o no es más que el correlato de una experiencia? Y no me diga que no lo sabe. ¿Digamé, quién lo recuerda?–

–Soy el recuerdo de alguien que ya me olvidó, eso he de suponer si debo darle consistencia a la respuesta sobre quién soy– Eso que con sorna supones tú, es como decir que el hombre es el recuerdo de la vida, pero un recuerdo que la empobrece.

–Y si vos sos un recuerdo humano, entonces nos empobrecés, che.– Mcormack, sigues caminando sobre la suposición. Yo no soy “el” o “un” recuerdo soy Recuerdo.

–Pero usted es como una esponja, no tiene consistencia su cuerpo. Me parece que más bien usted es un cansancio confundido por no saber quién es. Nada más elemental y cobarde que esconder la audacia, la valentía, tras el recuerdo. La asunción plena de un recuerdo nos puede conferir autoridad, respeto, compasión, ternura, pero jamás una identidad. Creo que usted es un cansancio, un terrible cansancio incapaz de asumir su descanso; los restos de una historia que alguien procuró que ocurriera, pero que no sucedió, eso es usted–

Está ofuscado, porque no puede olvidar que lo han dejado plantado; peor aún, está enojado porque ni siquiera lo dejaron plantado, ya que ello supondría un compromiso, pero Estela jamás le ha correspondido. Estela, qué curioso nombre, ¿no?: el rastro que al ser se desvanece. No me refute, no me interprete, no me adivine; conózcame.

Mcormack escuchó a lo lejos una canción y con la mente empezó a cantarla: “Cómo ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar… Ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida…” Silencio, silentes segundos. Mcormack alcanzó a observar que Daniel, desde la otra esquina de la barra, entretenido los miraba.

–Recordar puede ser un señuelo para la locura, para la mentira… qué sé yo; hay que aprender a olvidar–. Olvidar no es sinónimo de enterrar, y tú entierras, utilizas tus recuerdos como fertilizante de raquíticas experiencias. Olvidar supone tolerar la pérdida de lo que ya no es, porque fue o porque nunca fue, pero que definitivamente ya no es. Olvidar es entender y aceptar que la soledad te va a inundar de vacío, y sólo en un instante de esos momentos, sabrás distinguir entre la resignación y el entendimiento. La resignación es la amante de quienes no apostaron todo, y la esposa del arrepentimiento; el entendimiento, el mejor amigo de la vida. Sólo recordando vas a poder olvidar.

–Hey, che Daniel. ¿Y por qué no lo llevamos a su casa, hace mes y medio que está acá, y ya arrasó todo tu whiskey?–. No, pará… Me gustan los monólogos de Don Samuel. Es bárbaro cuando está bebido.

sábado, 17 de enero de 2009

Tres gotitas, no; mejor seis, de Clonazepan

–¡Dolor!–, pensó Fabricio al ver a su madre levantarse con dificultad. Él, que tanto se empeñaba por entender las palabras y su significado; ahora, tendría que reinventarse un significado nuevo. Ya no le bastaría con saber que era necesario poseer un sistema nervioso central para experimentar esa emoción, no… ahora requeriría introducir, en el significado, la visión de su madre al incorporarse lentamente, con el rostro endurecido para tratar de disimular el dolor.

A Fabricio no le alcanzaba ninguna parte de su cuerpo para atenuar los padecimientos de su madre. Al exponer su impotencia, fraguó una teoría sobre el cáncer: Los seres vivos, particularmente los homo sapiens, experimentaron una tremenda evolución cerebral en comparación con su fisonomía; así, los músculos, al no tener capacidad de respuesta para satisfacer las crecientes necesidades del cerebro, empezaron a procesar mal la información derivada de los diferentes impulsos electro-bioquímicos de las neuronas y dieron origen al cáncer.

Su teoría se vino abajo, cuando leyó que otros mamíferos, también desarrollaban tumores malignos.

–Ven, sostente de mi espalda– Fabricio se sentía como un recuerdo de alguien que no conoció. Ir cargando a su madre para apaciguar en algo su dolor, le representaba una profunda tristeza que sólo lograba asimilar como un acto de solidaridad, de compasión. De otra forma hubiera sido intolerable el trayecto hacia el baño. En esos momentos, él necesitaba convertirse en un terrón de hielo secó; anular sus sentimientos y su humanidad, durante el trayecto por el corredor. Rostro de arena, boca que practicaba el silencio con pulcritud. Sus orejas sólo escuchaban cómo las chanclas de su madre se arrastraban como lijas contra el suelo. Era un Golem sin texto para desanimarlo.

Ya frente a la cama, al recostarla, se acercaba la hermana de Fabricio.

–Mamá, ten, tómate el Clonazepan, le eché tres gotitas–. La madre sólo sonreía y susurraba.

–Pon la canción… la de Mercedes Sosa, Gracias a la vida… para que me duerma.

Hospitales, diagnósticos, doctores, enfermeras, taxis, ruido, familiares, amistades, escuela, trabajo, días, vecinos, farmacias, medicinas,… Todo era un caos, nada estaba en su lugar, no había explicaciones, sólo respuestas. Era como irse dando cuenta de que no entendería nada hasta después de la muerte, la de su madre.

Tres años antes, les dieron el diagnóstico: positivo, tumor maligno, tipo IV, el más agresivo.

Le pronosticaron alrededor de tres años de vida.

–Ella no entiende–, decía Fabricio para intentar salvar la conciencia de su madre ante los demás; era como decir, –yo lo entiendo y con eso basta–. Él no sería capaz, aún hoy en día, de sentir ni siquiera saber, lo que es una sentencia de muerte; no podría describirlo sin soltar el llanto, no se atrevería. La muerte dilatada del vientre que te trajo a la vida es una sensación similar a… no se me ocurre nada.

Una noche de bohemia, cerca del fin, Fabricio se divirtió y emborrachó como loco; su primo lo llevó a casa. Su abuelo le dijo, –la Nena está en la sala, la llevé con el doctor; le inyectó algo y se quedó dormida. Vete a dormir–.

Fabricio entró a su casa y con sus manos rompió muebles, espejos; despedazó un globo terráqueo. Se hirió y se espantó al ver el suelo y las paredes salpicadas con su sangre. Nadie se atrevió a entrar, darle soledad era una forma de respetar su dolor, aunque se lastimara. Él, alterado, no concibió otra manera de mostrarle a la vida su desacuerdo. Ver dormida a su madre en el sillón de su abuelo, lo devastó.

La locura le regaló una resignación de oro, misma que Fabricio desechó. La ira se apoderó de él. El sol lo señaló con el índice.

Llegaron las amigas y amigos de su madre para darle amor y una despedida humana. Fabricio, amante del lenguaje, aprendió a redefinir el concepto de amistad y, con ello, el de la vida.

Su hermana, tomó su lugar de muchas maneras.

–Mamá, ten, tómate el Clonazepan, le eché tres gotitas–. La madre sólo sonrió y susurró.

–Pon la canción… la de Mercedes Sosa, Gracias a la vida… para que me duerma–. La madre sólo movía sus manitas como dirigiendo a los músicos.

–Hey, mija… Tres gotitas no; mejor seis, para que me duerma más rápido.

martes, 13 de enero de 2009

La Verdad de Gastón Ravanelli de Pascal Pérez y Riva

En marzo pasado, un amigo me platicó una anécdota interesantísima. Yo estaba pensando en escribir sobre lo difícil que sería distinguir el don de adivinar el futuro y el de manipular la realidad de manera consciente; la idea me pareció una haraganería intelectual que podría exterminar a miles de mis neuronas.

Llegó José Ángel, un sinaloense que gusta mucho de Rock.

–Victor, ¿qué pasa con ese perfil tan bajo? Hay que ventilarse… Así es la cosa.

–Nada, yo estoy en todos lados, aquí, allá, acá y acuyá…

–Olvida lo que estás haciendo. Tengo un amigo que se llama Gastón Ravanelli de Pascal Pérez y Riva–. Es una sola persona, a la que por comodidad llamaremos Ravanelli de Pascal Pérez y Riva.

El asunto es que Ravanelli de Pascal Pérez y Riva, en una charla con Carlos Monsiváis y José Agustín, decanos y exquisitos conocedores del Rock, sostenía que Robert Fripp, el cerebro de King Crimson, estuvo a punto de formar un trío musical al lado de Jimi Hendrix y el bajista Jim Pons, aliado de The Mothers of Invention.

–Momento, Ravanelli de Pascal Pérez y Riva–, espetó con firmeza, José Agustín. –Eso no es posible; a ver ¿de qué año estás hablando?–

–Pues de 1970… mediados del 70 y… –Párale a tu tren–, dijo sagazmente, Agustín. En 1970, Jim Pons estaba trabajando con Frank Zappa en el Weasels ripped my flesh, y Zappa era un dictador, no hubiera permitido eso.

Carlos, con tono conciliador, alegó que probablemente Zappa no habría tenido objeción, pero que trabajar con él era sumamente desgastante porque los ensayos eran de al menos ocho horas diarias, y ello anularía tal posibilidad.

–Victor, la cara de Ravanelli de Pascal Pérez y Riva no era la de costumbre, la de sorprendido; algo se traía entre manos. Durante años, siempre quiso decir la última palabra en las discusiones de Rock frente a Carlos y Agustín, pero éstos siempre supieron más que él. Yo quise amainar los ánimos que se caldeaban al calor de un Ron guatemalteco que te recomiendo mucho, Zacapa. Entonces, como te decía, Argüí que lo más probable era que Ravanelli de Pascal Pérez y Riva (lo dije mientras lo miraba a los ojos buscando su complicidad), estaba refiriéndose a la posible conjunción de Hendrix, Emerson, Lake y Palmer, un cuarteto que se llamaría HELP, y que se quedó en proyecto al fallecer Hendrix en septiembre del 70.

–No, José Ángel, ni Carlos ni José tienen esta vez la razón; aunque agradezco tu gesto por intentar tersar la discusión–.

–No te miento, Victor, Ravanelli de Pascal Pérez y Riva, fue por su computador y conectó el Internet, cuando aún era por vía telefónica, te hablo de hace siete u ocho años. Les dijo: –Consulten la página que quieran–. Carlos, de inmediato puso la web de la Wikipedia. Tanto en español como en inglés; ahí, se confirmaba la versión evocada por el apólogo. Agustín, insatisfecho, tecleó la web de Progarchives, mas nada, la misma información pero con distinta fuente. Carlos y Agustín estaban atónitos. Siguieron navegando en otras webs como Gibraltar Enciclopedy y otras menos conocidas de Alemania y Francia; no daban concesión a la versión de Ravanelli de Pascal Pérez y Riva, a pesar de lo leído en páginas especializadas–.

Después de casi una hora, de regateos, miraron con cierto aire de suspicacia a la botella de ron, medio vacía, y concluyeron levantar una queja ante la Secretaría de Salud por permitir la venta bebidas alcohólicas centroamericanas con extraños elementos alucinógenos que afectaban la moral y el raciocinio del consumidor.

Pero Agustín tenía un As bajo la manga: –Ravanelli de Pascal Pérez y Riva, préstame el libro de Rock que te regalé en tu cumpleaños–. Aquél, se levantó un poco pensativo, y despacio se dirigió a su estudio. Carlos nos comentó: –Ese libro es un clásico, no puede fallar, esto parece una mentira, ni encontrar a alguien que sepa que Cuevas y yo participamos en el disco de Los Tepetatles, A Go Go, con Arau, me sorprendería más que la corroboración de esto.

–Sus rostros ya dibujaban más una obsesión que la confirmación de una simple verdad.

Un sonriente, pero nervioso Ravanelli de Pascal Pérez y Riva entregó a las manos de Carlos, el ejemplar solicitado. Se sabían el libro de memoria, y vieron con el desagrado producto de una ilusión resquebrajada, que estaban equivocados, que Fripp, Hendrix y Pons estuvieron a punto de crear un terceto en 1970. Revisaron varias veces los datos bibliográficos del ejemplar; estuvieron a punto de llamar a la editorial inglesa, para corroborar el ISBN, pero su inglés ya no era tan fluido a esas horas de la madrugada y más aún, con una fuerte dosis de ron, probablemente destilado por manos Kaibiles. La prueba final fue que en la portada falsa, estaba la dedicatoria que Agustín había escrito de puño y letra en tinta azul de su Waterman.

–Ese desatino, permeó las argumentaciones de Carlos y Agustín, el resto de la velada, ya que Ravanelli de Pascal Pérez y Riva tuvo una madrugada de antología, llena de refutaciones a favor. Yo no me atreví a disuadir a Ravanelli de Pascal Pérez y Riva para que bajara el nivel de su entusiasmo; percibí que era una revancha personal, una satisfacción, un anhelo satisfecho y esperado por años. En sus ojos y tono de sus palabras más que razón había alegría, esa alegría que sólo es capaz de proporcionar ver al rival vencido–.

–En un último intento, Carlos se comunicó con Jordi Soler; éste le confirmó el hecho negado por él y Agustín. Colgó el teléfono y dio el último sorbo a su cuba–.

–Agustín, por su parte, propuso aplicarle al libro el Carbono 14, cuando menos el Uranio 236.

Al día siguiente, 29 de diciembre, Ravanelli de Pascal Pérez y Riva me acompañó al aeropuerto a tomar mi avión de regreso a Sinaloa. Le comenté sin mirarlo: –Fripp en 1970, grabó dos discos In the wake of Poseidon y Lizzard, no pudo haber pasado lo que nadie pudo negar ayer. Lo curioso es que ni Carlos ni Agustín, intentaron rebatir tu versión a partir de estos hechos; se empeñaron en negar tu discurso, lo cual hasta metodológicamente era más difícil–.

–José Ángel, ¿qué día fue ayer? Sólo quise gastarles una broma por el día de los Santos inocentes. Aproveché las virtudes del Intranet para emular ciertas páginas de Internet, pero cuyos contenidos fueron alterados por mi imaginación. Sabía perfectamente qué páginas consultarían. Debo declarar que no pensé que intentarían hablar a Londres para confirmar el ISBN del libro que me dio Agustín, pero el azar y el ron jugaron a mi favor; además, alteré el libro. Fui con unos viejos amigos editores, para que me hicieran el trabajo con sumo cuidado. Adiviné las páginas que consultarían y previamente fueron coccionadas con finos químicos; estuve tentado a exponer las hojas, al sol decembrino que quema bastante, pero ellos hubieran detectado esto de inmediato y el olor del café se impregna con facilidad en el papel.

–A Jordi no le di mayor detalle, sólo le pedí que afirmara lo que alguno de ellos le preguntara; tampoco preví que le hubieran solicitado la información a Aguilar Tagle. Pero si hubiesen preguntado de otra forma, y no sólo negando mis afirmaciones, la broma se habría venido abajo.

Después de escuchar esta anécdota, pensé que mi devaneo original no era tal, que distinguir entre el don de adivinar el futuro y el de manipular la realidad de manera consciente, tenía sus facetas interesantes y prolijas.

lunes, 12 de enero de 2009

Tristezas

La tristeza que trota por el corazón al ritmo de sístole y diástole, la del maniquí en los carnavales, la del suspiro que sólo deja un vaho que se extingue sobre la ventanilla del bus, la de la noticia que con ansiedad esperabas y se extravió en un parpadeo prolongado.

La tristeza que no se agota al pronunciarla ni al escribirla, la de la esperanza que sólo aprendió a esperar, la de la ansiedad que se transformó en angustia, la de las barras de un bar con botellas vacías, la del kilómetro cero en las madrugadas de los días festivos, la del niño haciendo labores escolares el seis de enero.

La tristeza que salta hasta la carcajada sin pasar por la sonrisa, la del ojo del suicida arrepentido, la de los hospitales a cualquier hora de la madrugada, la de un mariachi en la frontera, la de un diccionario en venta, la de los dados lanzados sobre una resbaladilla eterna.

La tristeza que los cocodrilos y los cacuyos no poseen, la que guardo en el bolsillo interior del saco para antes de dormir, la que siembra pendientes de tomillo y pulseras de orégano, la que Bogart regala en cada mirada a Sabrina, la de Police en wrapped around your finger.

La tristeza de no tener que escribir en un mundo de palabras, la de un corredor que sólo conduce a habitaciones, la de estás que únicamente conducen a corredores, la del laberinto que no es más que un espejo frente a vos.

La tristeza que no le alcanza para llegar a ser nostalgia o melancolía, la tristeza de no decir para evitar preguntar para no responder para no entender, la de la llama que no quemó algo, la de tu canción favorita al no recordar el porqué te gusta tanto.

La tristeza que se vuelve plural cada vez que llegas un minuto tarde, la que te impide mirar para no dejar de existir.