(Mis ojos como naves espaciales te miraron y entraron en los tuyos: pórtico que conduce al infinito de tu mirada, la que quiero cursar para surcar la eternidad de tu piel)
Esa tarde, lo que le dije y lo que pensé, se mezclaron como ese Cubo mágico que jamás logré rearmar después de nuevo. Uno suele no decir todo porque se le olvidan cosas, detalles. Porque si dijéramos todo sería bastante aburrido, porque los malos entendidos cuando no son cultivados por la obsesión, proveen de un misterio leguminoso a los días que están por venir.
Ella demoraba y el tiempo se estiraba para no impacientarme; cuando la vi a lo lejos, ¡oh!, cía, pensé: Eu estou feliz porque eu também sou da sua companhia.
Cuando la abracé pensé: ¿Cuántos hombres han logrado entrar al corazón de una mujer y no se dieron cuenta? Porque ese corazón no tiene fronteras convencionales, sino ríos que rayan la mar para definir su momento y jamás su espacio.
Durante ese abrazo –si Einstein tiene razón– pudieron haberse desarrollado miles de civilizaciones en algunos gares del Cosmos, y en algún otro, un infante se llevaría el dedo a la boca. Pero en este sitio al sur de la ciudad sólo un abrazo se dio.
Ella me contó que había llorado y únicamente alcancé a imaginar cómo sus lágrimas vejaron sus pecosas mejillas, cómo algunas de esas lágrimas fueron acorraladas por sus tercas pestañas intranquilas. Entonces recapacité en las pecas, unas pecas… ¿Qué diablos es una peca, qué diantres tiene que hacer cerca de esta mesa el melanocortin-1 MC1R?; hasta tiene nombre de nave espacial o de software de última generación.
Y ahí estábamos juntos, en medio de la ciudad, la misma que nos distanció y nos quería tragar con un halo silente de incapacidad, porque de incapacidad también se muere el amor. No sólo el amor que se suda y nos extasía, también el amor redondo que ayudan a conformar Philia y Ágape. Ese amor que los machitos solemos equiparar con el desamor desgraciado, y por ahí nos vamos como desahuciados a emborracharnos, incapaces de reconocer que la mayoría de las mujeres viven vírgenes en el corazón: himen del alma.
Entonces ella soltó una carcajada chiquita y pensé, ¡oh!, : Menina do anel de a e estrela, sorrir raios de sol no céu da cidade.
Al darle un sorbo a la naranjada vi, entre su labio inferior y su mandíbula, una línea invo ntaria, un capricho de su identidad corpórea, rasgo que ya reconocía, pero entonces yo estaba jugando a redescubrirla, así como leer por segunda vez el capítulo del libro que la noche anterior te quitó el sueño; así, como confundir el insomnio con la impronta amorosa de dejarse caer en la cafetería de la vieja Gandhi.
Una mujer como ella construye sus muros con mis preguntas y mis respuestas, aunque no se las haya hecho ni contestado. –Es la única manera que hallé para convertirme en los adoquines de su morada–, pensé.
Fue cuando me quedé colgado de sus pendientes de ¿plata u oro blanco?; no sé, pero ahí estaba yo agarrado a su zarcillo derecho como si de mis manos dependiera no caer en el vacío. Ser sorprendido así en medio de una charla Desiderátum es sabroso porque le da a uno la oportunidad de inventar una historia que empieza así: No, en verdad que estoy atento a lo que me dices, entendiendo perfectamente el punto. –Y es verdad, entiendo todo y no creo nada para fomentar la chispa que encuentro en sus ojos cada vez que me habla–.
Y nos largamos de ahí y fuimos allá y ego a otro allá, aunque a cuyá, no pudimos ir. Y fue como el momento justo cuando el escritor toma la p ma y la dirige hacia el papel, ese momento en que no pasa nada y puede pasar todo, porque en ese trayecto se esconden todas las posibilidades que no ocurrieron, menos una: Porque ahí se coleccionan todas las palabras que no dijiste, todos los actos que no cometiste, todas las indiscreciones que te salvaron, todos los recuerdos que olvidaste, todos los cuentos que no escribiste y: todas as formas de dizer que você está.
Al final, un abrazo que con su dilatado kilómetro cero, fue como salvar a la ciudad de tanta desgracia.
Esa tarde, lo que le dije y lo que pensé, se mezclaron como ese Cubo mágico que jamás logré rearmar después de nuevo. Uno suele no decir todo porque se le olvidan cosas, detalles. Porque si dijéramos todo sería bastante aburrido, porque los malos entendidos cuando no son cultivados por la obsesión, proveen de un misterio leguminoso a los días que están por venir.
Ella demoraba y el tiempo se estiraba para no impacientarme; cuando la vi a lo lejos, ¡oh!, cía, pensé: Eu estou feliz porque eu também sou da sua companhia.
Cuando la abracé pensé: ¿Cuántos hombres han logrado entrar al corazón de una mujer y no se dieron cuenta? Porque ese corazón no tiene fronteras convencionales, sino ríos que rayan la mar para definir su momento y jamás su espacio.
Durante ese abrazo –si Einstein tiene razón– pudieron haberse desarrollado miles de civilizaciones en algunos gares del Cosmos, y en algún otro, un infante se llevaría el dedo a la boca. Pero en este sitio al sur de la ciudad sólo un abrazo se dio.
Ella me contó que había llorado y únicamente alcancé a imaginar cómo sus lágrimas vejaron sus pecosas mejillas, cómo algunas de esas lágrimas fueron acorraladas por sus tercas pestañas intranquilas. Entonces recapacité en las pecas, unas pecas… ¿Qué diablos es una peca, qué diantres tiene que hacer cerca de esta mesa el melanocortin-1 MC1R?; hasta tiene nombre de nave espacial o de software de última generación.
Y ahí estábamos juntos, en medio de la ciudad, la misma que nos distanció y nos quería tragar con un halo silente de incapacidad, porque de incapacidad también se muere el amor. No sólo el amor que se suda y nos extasía, también el amor redondo que ayudan a conformar Philia y Ágape. Ese amor que los machitos solemos equiparar con el desamor desgraciado, y por ahí nos vamos como desahuciados a emborracharnos, incapaces de reconocer que la mayoría de las mujeres viven vírgenes en el corazón: himen del alma.
Entonces ella soltó una carcajada chiquita y pensé, ¡oh!, : Menina do anel de a e estrela, sorrir raios de sol no céu da cidade.
Al darle un sorbo a la naranjada vi, entre su labio inferior y su mandíbula, una línea invo ntaria, un capricho de su identidad corpórea, rasgo que ya reconocía, pero entonces yo estaba jugando a redescubrirla, así como leer por segunda vez el capítulo del libro que la noche anterior te quitó el sueño; así, como confundir el insomnio con la impronta amorosa de dejarse caer en la cafetería de la vieja Gandhi.
Una mujer como ella construye sus muros con mis preguntas y mis respuestas, aunque no se las haya hecho ni contestado. –Es la única manera que hallé para convertirme en los adoquines de su morada–, pensé.
Fue cuando me quedé colgado de sus pendientes de ¿plata u oro blanco?; no sé, pero ahí estaba yo agarrado a su zarcillo derecho como si de mis manos dependiera no caer en el vacío. Ser sorprendido así en medio de una charla Desiderátum es sabroso porque le da a uno la oportunidad de inventar una historia que empieza así: No, en verdad que estoy atento a lo que me dices, entendiendo perfectamente el punto. –Y es verdad, entiendo todo y no creo nada para fomentar la chispa que encuentro en sus ojos cada vez que me habla–.
Y nos largamos de ahí y fuimos allá y ego a otro allá, aunque a cuyá, no pudimos ir. Y fue como el momento justo cuando el escritor toma la p ma y la dirige hacia el papel, ese momento en que no pasa nada y puede pasar todo, porque en ese trayecto se esconden todas las posibilidades que no ocurrieron, menos una: Porque ahí se coleccionan todas las palabras que no dijiste, todos los actos que no cometiste, todas las indiscreciones que te salvaron, todos los recuerdos que olvidaste, todos los cuentos que no escribiste y: todas as formas de dizer que você está.
Al final, un abrazo que con su dilatado kilómetro cero, fue como salvar a la ciudad de tanta desgracia.