miércoles, 25 de febrero de 2009

Caminhando sobre o seu Rosto (Primera Versión)

(Mis ojos como naves espaciales te miraron y entraron en los tuyos: pórtico que conduce al infinito de tu mirada, la que quiero cursar para surcar la eternidad de tu piel)

Esa tarde, lo que le dije y lo que pensé, se mezclaron como ese Cubo mágico que jamás logré rearmar después de nuevo. Uno suele no decir todo porque se le olvidan cosas, detalles. Porque si dijéramos todo sería bastante aburrido, porque los malos entendidos cuando no son cultivados por la obsesión, proveen de un misterio leguminoso a los días que están por venir.

Ella demoraba y el tiempo se estiraba para no impacientarme; cuando la vi a lo lejos, ¡oh!, Lucía, pensé: Eu estou feliz porque eu também sou da sua companhia.

Cuando la abracé pensé: ¿Cuántos hombres han logrado entrar al corazón de una mujer y no se dieron cuenta? Porque ese corazón no tiene fronteras convencionales, sino ríos que rayan la mar para definir su momento y jamás su espacio.

Durante ese abrazo –si Einstein tiene razón– pudieron haberse desarrollado miles de civilizaciones en algunos lugares del Cosmos, y en algún otro, un infante se llevaría el dedo a la boca. Pero en este sitio al sur de la ciudad sólo un abrazo se dio.

Ella me contó que había llorado y únicamente alcancé a imaginar cómo sus lágrimas vejaron sus pecosas mejillas, cómo algunas de esas lágrimas fueron acorraladas por sus tercas pestañas intranquilas. Entonces recapacité en las pecas, unas pecas… ¿Qué diablos es una peca, qué diantres tiene que hacer cerca de esta mesa el melanocortin-1 MC1R?; hasta tiene nombre de nave espacial o de software de última generación.

Y ahí estábamos juntos, en medio de la ciudad, la misma que nos distanció y nos quería tragar con un halo silente de incapacidad, porque de incapacidad también se muere el amor. No sólo el amor que se suda y nos extasía, también el amor redondo que ayudan a conformar Philia y Ágape. Ese amor que los machitos solemos equiparar con el desamor desgraciado, y por ahí nos vamos como desahuciados a emborracharnos, incapaces de reconocer que la mayoría de las mujeres viven vírgenes en el corazón: himen del alma.

Entonces ella soltó una carcajada chiquita y pensé, ¡oh!, Lucía: Menina do anel de lua e estrela, sorrir raios de sol no céu da cidade.

Al darle un sorbo a la naranjada vi, entre su labio inferior y su mandíbula, una línea involuntaria, un capricho de su identidad corpórea, rasgo que ya reconocía, pero entonces yo estaba jugando a redescubrirla, así como leer por segunda vez el capítulo del libro que la noche anterior te quitó el sueño; así, como confundir el insomnio con la impronta amorosa de dejarse caer en la cafetería de la vieja Gandhi.

Una mujer como ella construye sus muros con mis preguntas y mis respuestas, aunque no se las haya hecho ni contestado. –Es la única manera que hallé para convertirme en los adoquines de su morada–, pensé.

Fue cuando me quedé colgado de sus pendientes de ¿plata u oro blanco?; no sé, pero ahí estaba yo agarrado a su zarcillo derecho como si de mis manos dependiera no caer en el vacío. Ser sorprendido así en medio de una charla Desiderátum es sabroso porque le da a uno la oportunidad de inventar una historia que empieza así: No, en verdad que estoy atento a lo que me dices, entendiendo perfectamente el punto. –Y es verdad, entiendo todo y no creo nada para fomentar la chispa que encuentro en sus ojos cada vez que me habla–.

Y nos largamos de ahí y fuimos allá y luego a otro allá, aunque a cuyá, no pudimos ir. Y fue como el momento justo cuando el escritor toma la pluma y la dirige hacia el papel, ese momento en que no pasa nada y puede pasar todo, porque en ese trayecto se esconden todas las posibilidades que no ocurrieron, menos una: Porque ahí se coleccionan todas las palabras que no dijiste, todos los actos que no cometiste, todas las indiscreciones que te salvaron, todos los recuerdos que olvidaste, todos los cuentos que no escribiste y: todas as formas de dizer que você está.

Al final, un abrazo que con su dilatado kilómetro cero, fue como salvar a la ciudad de tanta desgracia.

domingo, 22 de febrero de 2009

Fractales en Argueda

Cumplidos los 50 años no le gustaba saludar de mano, era de fácil tuteo aunque su trato distaba mucho de la confianza si por esta entendemos algún acto fraternal. Su hola y su adiós eran una herramienta para evitar el contacto físico. Sus amigos apenas y conocían su nombre y apellido, aunque por costumbre sólo se referían a él como Argueda. Pocos amigos que resultaría mejor llamarlos conocidos. En cuanto a sus familiares, apenas conocían alguna afición deportiva, única vía disponible hacia algo que pudieran llamar intimidad.

Su infancia transcurrió al abrigo de sus abuelos paternos quienes, como todos ellos, siempre fueron consentidores. Cuentan los mayores del barrio, que su primer héroe fue un matón a sueldo al que apodaban el Alemán y que se hacía respetar más por su brutalidad que por su eficacia. Aunque en los barrios es común confundir miedo con respeto.

Argueda empezó a trabajar para él a los 16 años, le conseguía información. Una noche, la noche que Argueda perdió a su héroe, éste caminaba por la calle con las manos en los bolsillos de una chamarra negra de piel. De frente venía caminando un joven con playera blanca y justo cuando pasó junto al tipo de la chamarra, éste lo apuñaló por la espalda; todavía en el suelo lo remató con dos navajazos en el abdomen. Huyó corriendo.

La gente no tardó en amotinarse junto al cuerpo tendido sobre la banqueta. Argueda sólo tuvo que cruzar la calle para ver como un par de manchas rojas sobre la playera de ese infeliz, se expandían como un par de nubes marrones hasta formar una sola; luego, se percató que bajo el cuerpo, la sangre iba colmando las cuarteaduras de la descuidada acera.

Sintió vergüenza, impotencia. No por ese hombre al que desconocía, sino por la terrible manera en que el Alemán lo había matado. Sabía que era un asesino, que nunca había fallado, pero no es lo mismo saber el oficio que ver su realización atroz y cobarde.

Argueda sintió miedo y tan asesino como el Alemán mas no pensó en esta palabra, no pensaba sólo miraba el cuerpo tendido. Unas señoras cubrieron el cuerpo con lo que pudieron porque entre la bolita estaban un par de escuincles con la boca abierta; uno de ellos que parecía un castor por sus prominentes y desviados incisivos, salió corriendo y el otro lo siguió. Argueda también se fue, pero su irse parecía una renuncia, no sintió indiferencia, simplemente se alejó.

Los siguientes días se sintió desamparado; tuvo miedo y después coraje, un profundo coraje contra el Alemán. Si algo había aprendido de sus abuelos había sido la piedad, pero una piedad alterada por los juicios de valor que le inculcaron los Jefes y las calles que éstos comandaban.

A pesar de la aversión que empezó a sentir contra el Alemán, éste siguió representando una figura importante en su vida. Había dejado de admirarlo, pero lo necesitaba porque aún le dotaba de identidad, una identidad que no pudieron darle sus abuelos.

Luego, el Alemán apareció muerto y Argueda se sintió solo, como desollado vivo e involuntariamente convirtió al miedo y a la soledad en su piel, y éstos le anularon, definitivamente, esos engarces afectivos que, por muy precarios que permanezcan, representan una oportunidad para recuperar el amor en alguna de sus formas en el porvenir.

20 años después, Argueda estaba titulado, pero no ejercía la ingeniería civil. Siempre fue un tipo inteligente. Pero su inteligencia era estimulada no por el afán de construir, sino por el de pasar desapercibido. Alguna extraña asociación de ideas, sentimientos y emociones, ocurrió en su mente; en la que se conjuraron la falta de sus padres, la muerte de su héroe, la cobardía con la que éste actuó, el terror que intuyó en ese par de escuincles que corrieron, la indignación de las señoras que cubrieron el cuerpo, el silencio casi satisfactorio de los Jefes respecto a la muerte del Alemán. Todo ello se anudó a su personalidad.

Fue la vez en que la inteligencia de Argueda se torno en astucia, porque la primera no sólo implica una elevada capacidad para utilizar los recursos intelectuales y materiales para organizar y modificar el entorno, sino que inherentemente combinan, con aquéllas virtudes, una similar dosis de de valores ético-morales; los astutos carecen de esto último.

Así fincó, desde entonces, su astucia en el secreto que es acaso una de las formas más elegantes que adquiere el engaño, hoy en día.

Los Jefes, se fijaron en él precisamente por su perfil: discreto, sin compromisos, sin fuertes lazos familiares o fraternales. No bebía ni fumaba; no era adicto más que a las putas. Lo mandaron a estudiar al extranjero.

Lla noche del 18 de julio de 2007, Argueda, ya instalado en un hotel, miraba la pantalla de su Lap top con la misma frialdad con que saludaba a sus conocidos. Estaba abriendo una cuenta de correo electrónico. Tomó un lápiz y tachó otra cuenta, previamente cancelada. Era una hoja de block en donde estaban enlistadas otras tantas cuentas de correo tachadas.

Se levantó y oprimió play en el reproductor; empezó a sonar La chica de Ipanema.

Con el nuevo correo, empezó a escribir un mensaje y luego le dio clic en Enviar.

Se terminó la canción y se sucedieron otras más de Bossa Nova, sólo Bossa Nova.

Minutos después: Haz recibido un nuevo correo de Otto, leyó en la pantalla; clic en Abrir.

El cliente lo estará esperando en la Plaza Central a las 18:00. Llegará en una camioneta blanca y vestirá traje gris. El piso 23 del edificio KJC, estará despejado. Saludos, Otto.

Argueda abrió su clóset en donde sólo habitaban nombres como Armani, Jean Paul Gaultier, Carolina Herrera, Cartier.

Acomodó una muda en una valija. Abrió otro armario y con sumo cuidado extrajo de ahí un maletín de piel negra. Lo colocó sobre la cama y lo abrió. Ante sus ojos y esbozando una leve sonrisa, vio su Accuracy International, AW del 7,62 x 51, impecable. De otra caja sacó unas balas, confirmó que eran del mismo lote. Volvió a empacar sus instrumentos de trabajo.

Regresó a su Lap top y consultó las condiciones climatológicas de la ciudad a donde iría. Se dio una ducha y se acostó.

Esa noche soñó o recordó que en Europa, el instructor les dijo que el apelativo de francotirador fue acuñado por los prusianos en la Guerra Franco-prusiana, debido a que los franceses poseían rifles de largo alcance para eliminar a los alemanes a distancia; los llamaban franc tireurs.

Soñó o recordó lo difícil que le pareció, durante los primeros meses de práctica en Europa, empalmar su Consistencia con la del arma.

Las noches previas a sus trabajos tenían una negrura especial; durante ellas, sus miedos e inseguridades se le acumulaban hasta adquirir la forma del Alemán en aquella noche juvenil, en la que lo vio desaparecer con su chamarra negra de piel, al doblar la esquina.

Durante el crepúsculo, creyó redactar un correo electrónico para Otto, con fecha 13 de julio, diciéndole que el trabajo estaba hecho. En el acto, creyó escribir el nombre completo Otto Von Bismarck y creyó ser Vincent Graf Benedetti y estar en el año de 1870.

A esa misma hora, en una pocilga de algún lugar de una ciudad muy lejana a donde aún Argueda dormía, un hombre se ponía una playera blanca mientras abría la bandeja de su correo electrónico:

El cliente lo estará esperando en el piso 23 del edificio KJC a las 18:01, estará despejado. Saludos, Otto.

Tomó su SOG Trident y la guardó en una de las bolsas de una chamarra de piel negra que tenía colgada en la percha de la pared.

miércoles, 18 de febrero de 2009

La Maga y Oliveira, mexicanos: timing timing, Maga

(… sencillamente están al margen del tiempo superficial de su época, y desde ese otro tiempo donde todo accede a la condición de figura, donde todo vale como signo y no como tema de descripción, intentan una obra que puede parecer ajena o antagónica a su tiempo y a su historia circundantes, y que sin embargo los incluye, los explica, y en último término los orienta hacia una trascendencia en cuyo término está esperando el hombre.)

(Julio Cortázar, Rayuela, 1963)

La Maga cruzó sus piernas… Pero al evocar ese recuerdo, la fuerza de la gravedad me llevó por otros rumbos. La Maga y Oliveira. Por mi menté pasó esta idea: El paso del tiempo suele dotar de inflación a mis recuerdos, es por ello que haré un balance real, y para ello debo deflactarlos. No dispongo de un Índice Deflactor Emocional (IDE) he de construirlo para recordar, por ejemplo a la Maga que en este momento cruza sus piernas; para hacerlo no basta con el simple ejercicio de la remembranza; no, este acto amerita más, por ejemplo, la participación de la cebada, el maguey y, en algunos casos, de las uvas, el trigo o el centeno. Por supuesto, en moderadas cantidades, lo cual no sé hacer.
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Para la Maga, la discusión era el mejor pretexto para encabronarse; en cambio, la música, el mejor para divertirse. Ella era y es capaz de convertir una hipótesis tuya, en un argumento definitivo y refutarlo terriblemente; al final de eso, uno se siente rebatido sin saber porqué. Ese era y es el truco de su astucia.

Continué pensando: Una vez seleccionados los indicadores para la construcción del IDE, y elaborados los parámetros para ponderar a cada uno de ellos,... Momento, así, me di cuenta en ese instante, voy a lograr justo lo contrario de lo que me propongo. Sí, un índice deflactor tiene la finalidad de restar el impacto inflacionario que año con año provoca la elevación del precio de los productos de consumo o de una canasta de ellos; lo que yo voy a conseguir mediante este Índice, es justo lo contrario, porque eliminar el impacto del olvido en los recuerdos, incrementará su peso relativo en mi estado de ánimo.

Encendí un cigarrillo y vi a la Maga; advertí que el único vínculo que ella mantenía con el mundo, era el lejano rumor de la tertulia y mi mirada. No sé qué libro tenía en la mano, pero no lo leía; lo sostenía con la mano izquierda, y lo mantenía abierto con el pulgar y el meñique. Tenía esa cara que ponía y pone cuando baila, como si se despegara del mundo y la gentileza le coronara sus desgracias. Pero no era tristeza; no, cuando ella meditaba y medita, me parece casi imposible describirla con claridad. Es similar al movimiento descrito por Zenón de Elea; ella cruzando la pierna es la tortuga; yo, recordando ese suceso, soy Aquiles.

Quise ir a abrazarla porque parecía que se escapaba. Estaba sentada como cuando uno está en el aeropuerto esperando su vuelo y solo se mata el tiempo viendo sin ver, leyendo sin leer. Pero entonces, Ulises eructó y alcanzó a vocalizar las primeras tres letras del abecedario; Agustín, al levantarse, tiró un cenicero de latón que hizo un ruido espantoso; Coltrane y Francois se rieron de un chiste, uno de esos que sólo entienden los historiadores; Marcus, puso el MP3 de José José. Yo tardé como siete segundos en volver a mirar a la Maga que también me miraba.

¿Qué estaría viendo, mi fugaz distracción? Porque la Maga tenía y tiene una pericia especial para captar los detalles que a su interlocutor le cuesta recordar, aunque siempre ha eludido hablar de esto. Para ella todo es una especie de: "no sé". Por eso toda la vida me la he pasado interpretando ese "no sé", que en ella es como decir: sí, lo recuerdo vagamente, pero no te lo quiero decir porque seguramente me vas a malinterpretar. Y entonces entraríamos en ese laberinto de preguntas y respuestas cerradas que seguramente nos conducirán a otra discusión pues en el fondo lo que quieres es que nos vayamos a la cama y dejemos a tus amigos jugar al póker y seguramente querrás escuchar mis jadeos para sentirte machito y, si no pasa, terminarás, como ahora, levantándote indignado, metiendo tus manos en los bolsillos del pantalón y me dirás que lo único que querías era abrazarme.

Tratar de entender a la Maga, era como aprender a leer de memoria el Rayuela de Cortázar. Lo peor de todo es que por ese tiempo empecé a leer ese libro y, hasta ahora, me es imposible disociarlo de la Maga, no la del libro, sino la de mi vida, que es la misma del libro porque yo también me llamo Horacio Oliveira, y ella, mi Maga, era y es un símbolo; el símbolo de lo increíble, la suma de las posibilidades que una mujer puede ejecutar como reacción. Porque la Maga nunca actúa, siempre reacciona y siempre parece que ella es la que propone.

Recuerdo la retahíla de confesiones que le escribí en una carta, pero por el momento en el que lo hice, parecieron más, ahora me doy cuenta, una lista de indiscreciones. Confesarle a una mujer sobre otras mujeres es como sembrar un campo con minas; una vez emprendido el viaje ya no se puede dar marcha atrás, se tiene que seguir hasta que se acabe porque las preguntas de una mujer y más aún, de la Maga, eran y son como bayonetas: pero timign timing, Maga, que cuando aún no había nada entre los dos, fue cuando ocurrió todo lo demás; no había Maga, porque así lo decidiste. Luego nació, en diciembre y para siempre, la Maga. No hubo necesidad de hablar de ello porque lo entendió así, o eso creí; pero hoy en día creo que fue su elegante indiferencia la que cubrió el tema.

La Maga me seguía mirando y luego de un rato, bostezó. Entonces supe que me estaba convirtiendo en un viejo amor. Sí, ahí frente a mí, me estaba transformando en parte de su pasado: Buster Douglas vs Mike Tyson; Aquiles vs Héctor, Santonio Holmes vs Adrian Wilson, el Molino vs El Quijote… qué procesión de antagonismos tan dispares se me ocurrieron; pero en ese momento, cuando a uno lo están convirtiendo en pasado con tanto presente y futuro por delante, no hay tiempo de ser exquisitos.

La Maga se levantó, no sin dejarme ver sus blancos muslos y puso una canción y empezó a bailar sola; amagué con acompañarla, pero con un gesto, como sólo ella es capaz de hacer con sus cejas, sus marcadas cejas negras, me negó la compañía y me dijo: observa, mírame, ve el libro que solté por bailar, mira el título y el autor, si puedes, porque con la miopía que te cargas no creo que lo logres. Sigue mis pasos, el movimiento de mis manos, la sonrisa que sólo te doy a cuenta gotas. Apréndete de memoria mi danza; quiero favorecer el recuerdo que tengas de mí, quiero que escuches bien la canción que es mi favorita… quiero que me ames en este instante.

Pero la Maga es un símbolo, y otra vez estoy interpretando sus reacciones.

Un hombre como yo no puede convertir a la Maga en pasado; en todo caso la puedo convertir en literatura, pero la literatura para el que escribe es un código que tiene que ver con el hubiera, el si fuera; es una hipótesis para continuar existiendo. Pero la Maga tiene cara y cuerpo, y a pesar de ser un símbolo, es sólo una: La Maga.

Recordé el primer “nó femenino” que me dieron (sí un “nó femenino”, así el nó, acentuado, porque no existe ninguna descripción, por más rica que esta sea, que se aproxime tanto al primer “nó femenino”. Los exquisitos podrán argüir que al “no” podría encerrarlo entre signos de admiración para denotar la contundencia, pero ni así. En todo caso, pensé, tendré que elaborar una definición para este ¿neologismo artificial? Nó: El Nó conlleva la carga emocional del receptor que se siente apartado del Sí (acentuado). La definición, tengo que aceptar, tiene sus carencias y por centímetros no cayó en el absurdo y por milímetros no cayó en la ignominia.

Entonces percibí que había cierta lógica entre el “no y el si”, y el “nó y el sí” (una lógica seminal).

Ya, en ese momento, la Maga estaba bailando cerca de mí. Agustín, Ulises, Marcus, Francois y Coltrane, estaban jugando al póker; no voltee, simplemente escuché el sonido de las barajas. La Maga me dijo: no perteneces a mi mundo. Yo soy Carmilla, Margarita, Julieta, María Iribarne, Helena,…Tú, sólo eres Horacio Oliveira. Yo le dije: No, en todo caso soy Sheridan, Goethe, Shakespeare, Sabato, Homero… Tú eres la Maga y yo Oliveira.

La Maga me besaba suavemente los labios, como si acariciara una pintura en el Louvre, como queriendo conquistar el ritmo al que caen los pétalos de una margarita. No era Hendrix en la guitarra, era David Gilmour; no era Keith Moon en la batería, era Bill Buford; no era Jaco Pastorius en el bajo, era Stanley Clarke; no era Keith Emerson en los teclados, era Rick Wakeman.

Tomé a la Maga por la cintura; el ángulo de mis manos acusó la pulcritud isosélica de su cadera; mis palmas acusaron la tibieza que permitía su falda beige. Ella me apartó amagando un empujón con sus manos sin uñas largas, porque la Maga no es femenina en los términos convencionales; la Maga goza de una feminidad que sólo pueden definir los que la aman porque para amarla no es necesario tenerla; verla es un acto de amor, por eso creo que se siente sola pues sólo miradas terrosas de años o de intensidad, pueden amarla.

Me dijo: Oliveira, sólo vas a poder existir en mi pasado. Yo soy una mujer de pasados; no puedo tener únicamente un pasado. Con los ojos cerrados, continuaba: la confesión y el cinismo solamente se pueden diferenciar por los tiempos en que se manifiestan; de otra forma son lo mismo.

Agustín, harto de José José, se levantó con violencia; Marcus, adivinó el fin de su propuesta musical. En eso tocaron a la puerta: eran Don Ananías Hortoneda y Alexander Botafogo que, con tremenda peda (que cualquiera se las compraría), incursionaron directamente a la cantina, y se sirvieron unos tragos. Nos saludaron a todos y se sentaron en la sala a discutir sobre el tiempo y el ser, como siempre. Don Ananías sostenía la tesis de que el ser es la concreción del transcurso temporal; Botafogo, que eso era imposible, ya que la concreción del ser es la antítesis de lo eventual, es lo permanente. No escuché más porque la Maga seguía bailando, y cuando ella bailaba o baila, me quedo con ella.

Yo le dije a la Maga: eres el poema de mi vida, no porque yo te narre, sino porque alguien, quizás vos, te escribió para que yo te acompañe. Porque si nó, entonces será como ocultar tu belleza detrás de tanto maquillaje, como hoy te pusiste.

No quiero quererte, Oliveira; sólo quiero que me quieras, afirmó. Pero si la Maga dijo eso es porque no he sido capaz de distraerla de su nostalgia o de su soledad o de su rabia. Hay mujeres que si no las hacen sentirse hembras, se van; la Maga no era ni es así, su sexualidad es como su baile: un acto en el que afirma su identidad para poder entregarse; no se entrega para sentirse mujer; si no es mujer, no se entrega.

Sin dejar de bailar y sin abrir los ojos, me soltó: Tú sólo quieres amar, Oliveira… no a mí, sino a cualquiera que te inspire.

Y tú sólo quieres cortejar a mi ausencia, le remedé con eyes wide open.

Hortoneda, supongo, porque todos guardaron silencio, con ademanes de tormenta le indicaba a Botafogo que el tiempo es el agua y la materia el vapor.

Noté que la canción con la que bailaba la Maga, se terminaba; quise repetirla, pero ella me detuvo con una bofetada. Esa es mi favorita, dijo secamente; la que sigue es la tuya. Yo te puse de pie frente a mí, Oliveira, ¿a ver qué haces con la que viene?

Abracé a la Maga porque empezó a sonar El día que me quieras, de Gardel y Le Pera. Sentí sus senos, porque no se puede abrazar a la Maga sin sentirlos y recordé igual que se recuerda algo que nunca se supo, que la Maga como símbolo se terminaba y se termina donde empieza su sensualidad, su sexualidad, su ser mujer.

Mis dedos jugaban en la cintura de la Maga al ritmo de la voz del Zorzal criollo. Ella, demoraba su mejilla sobre la mía como queriendo despertar una reacción. Pero aún rondaba en mi cabeza su intención de quererme convertir en pasado. Continué jugando mis dedos en su cintura.

Ulises puso Dupree’s Paradise, de Frank Zappa, pero yo seguía con la Maga que con sus ojos cerrados completaba y completa mi mundo, aunque lo negara porque negándolo lo construía porque su negación era su aceptación porque ella manifestaba y manifiesta su interés al negar las cosas, porque así es la Maga: un símbolo que niega los elementos por separado, sólo los asume en conjunto.

Don Ananías empezó a leer en voz alta Historia de la eternidad, de Borges; Botafogo no se quedó atrás y empezó a declamar Breve historia del tiempo, de Hawking. Agustín y Ulises, empezaban a echar volados a ver quién le ponía play a The Nice; Coltrane y Francois discutían de los celtas y los romanos; Marcus, abría la puerta porque llegaban Coltrane Domínguez y Johnny con una borrachera que ni mandada a hacer.

La Maga era y es la Maga porque en su lotería de despedidas se aferraba y se aferra a mí.

sábado, 14 de febrero de 2009

El Día que Pasaste Conmigo y no Estuviste

¿Josefino, cómo se les fue a ocurrir a tus padres ponerte ese nombre? Respeto su decisión de asumir el santoral, pero creo que fue excesivo, ¿no crees, mi vida? ¿¡Imagínate si hubieras nacido el 5 de enero o el 23 de julio!? Más bien tienes cara de Pablo o de Esteban… Aunque tienes manos de Joel o Francisco, y cuerpo de Aquiles o de Rubén… ¿Qué frivolidad, verdad?; es que a una no le queda más que matar el tiempo con estos juegos cuando está enamorada y a quién amas ya no está más. También es verdad que tenías cartera de Jean Michele, pero bueno, no tenías euros ni dólares, pero sí un chingo de pesos, jajaja…

Pobre Catalina que hablaba de Josefino, aunque tuviera mucho quehacer. Estaba de vacaciones tanto en el trabajo como en la escuela. La televisión no la distraía porque la telenovela se había acabado hacía unos días y no le gustaban los deportes; ni verlos ni practicarlos. Amigas tenía muchas, pero todas habían salido de viaje. La única que se quedó le parecía muy aburrida para verla a solas, porque nada más hablaba de libros con títulos raros y un montón de palabras desconocidas, algunas muy difíciles de pronunciar.

En cuanto a sus amigos, dejemos que ella hable.

Roberto nada más me marca al móvil cuando quiere acostarse, Ricardo, cuando está peleado con su esposa y sólo quiere pretender que sigue siendo atractivo, Javier es igual que Jimena, sólo platica de películas y libros extraños y aburridos. Pero Raúl, ah, Raúl, él sí que es divertido, me lleva a bailar y a restaurantes finos; aunque nunca me ha invitado a su casa, ni ha aceptado entrar a la mía… vaya, ahora que me doy cuenta, nunca me ha propuesto ir a un hotel... ¿será gay?

Quiero aclarar que Catalina es de esas personas que habla en voz alta cuando está sola, lo cual no quiere decir que esté loca; simplemente no se daba cuenta de ello. Conozco personas que, incluso, cantan en voz alta sin darse cuenta y cuando lo advierten, suelen olvidar lo que cantaban y se les descompone el minuto, la hora o hasta el día. Esos locos, decía mi abuela, son angelitos que buscan el camino de regreso, y lo que cantan son palabras dedicadas a quienes los escuchan.

El caso es que después de recitar los nombres de los hombres alrededor de ella, siempre regresaba a Josefino, tal vez esa era la finalidad, hacer girar la ruleta y caer siempre con Josefino. Inventar un antiazar, controlar la fortuna de sus pensamientos y fingir que todo giraba en torno a él, antes y después, arriba y abajo, atrás y adelante, aquí y ahora; siempre Josefino.

Una tarde, tuvo la ociosidad de contar las veces que en su mente pronunciaba su nombre; en tres horas, más de 100 veces y le parecieron pocas. Y claro, para ella fue poco porque ya no lo veía. Pensaba en él como si aún fueran novios y no se hubieran visto en una semana; pero ya no, todo se había acabado hacía tres años. No lo había vuelto a ver porque él se fue a vivir a Australia

Pobre Catalina que pensaba que a fuerza de repetir su nombre, lo traería de vuelta. Lo extraño es que teniendo su teléfono y su dirección, no lo buscara. El día que la madre de Josefino le dio sus datos, ella guardó el papelito en un sobre, lamió el borde, lo cerró, lo guardó en la caja de recuerdos que toda mujer tiene en su ropero, y fingió no recordar su paradero; simuló estar ansiosa por saber detalles de la vida de su amado en otras tierras, lejos, en otra ciudad, en otro continente, que es lo mismo que no existir. Tal vez, sin darse cuenta, lo hacía para sentir que podría descubrir poco a poco, la manera de volver a él, de volver a conocerlo.

Algunas veces, la vida nos gasta una broma, unas muy pesadas, pero otras realmente inolvidables. Yo le iba a poner a este relato Pobre Catalina, pero cuando vi lo que le sucedió ese día, entonces decidí modificar el título.

Catalina se ganó unos boletos para ir a ver cantar a Luis Miguel.

Dos boletos, ¿a quién invitaré? Si estuvieras aquí seguro iríamos juntos a recogerlos y luego tomaríamos café en el Starbucks de Juárez. Me llevarías a tu depa de Divisón del Norte, y ahí nos quedaríamos; sí, como la primera vez…

En ese justo momento, pasó uno de esos vendedores ambulantes de cidís.

–Llevelo, lléveloooo, 20 temas de la Orquesta Filarmónica de Oaxaca, interpretados por Lila Downs y Susana Harp… lléveloooo–.

En ese instante, Catalina, que tenía la mirada perdida en el cielo del Distrito Federal, volteó a ver al vendedor, mientras éste iba cambiando los temas que integraban el cidí. Ella con la mano llamó al mercader ambulante y se acordó que Josefino es oaxaqueño. Aunque no estoy seguro si en ese orden, pues antes de decidir la compra, estaba pensando en él, y que alguien mencionara la tierra natal de su amado, era una señal de que estaba bien, de que aún era tiempo, pero… ¿tiempo de qué, Catalina? No me responderá, pero intuyo que para ella, fue una señal.

Por lo menos es curioso cómo ciertas ausencias se convierten en presencias imaginarias y uno termina ejerciendo monólogos involuntarios.

Catalina tomó el cidí como un trofeo y con detenimiento leyó los títulos de las canciones. Con algo de angustia sus ojos se detuvieron en la canción 16.

No puede ser, esto no puede ser. ¿Cómo es que una canción se puede llamar así, "Pinotepa"?

Catalina sólo conocía canciones que se titulaban: "Con todos menos conmigo", "Te quiero a morir", "La ladrona", "Maldita primavera", "Bella", "Quiero que me quieras", etcétera.

Es el pueblo donde nació Josefino. Esto tiene que ser una señal divina… a lo mejor ya está en México y yo no lo sé. No, no creo; su Mamá ya me hubiera hablado. él mismo ya se hubiera comunicado conmigo. ¿Y si marcó a la casa y yo no estoy ahí?; ¡no tengo contestadora! Bueno, ahora que me acuerdo, no tiene mi nuevo número. Le hablaré a Mamá, a lo mejor ya habló a casa.

Sí he de ser sincero, Catalina lucía algo angustiada, aunque por la manera en que extrajo el celular de su bolso, más bien estaba perturbada. Sólo bastó una superficial asociación de detalles inconexos, para ponerla a punto de la desesperación. Pero eso es común cuando uno no le cede paso a la nostalgia, cuando uno ata sus ropas y su ser al pasado e intenta arrastrarlo a través de las horas y los días y los meses y los años, hasta donde uno alcance; sí, y uno termina arrastrándose y después es arrastrado porque esa atadura al pasado se invierte en algún momento sin darnos cuenta y es como un globo de helio que se eleva y nos lleva a rastras por donde el viento del porvenir encuentra caminos y nosotros tan livianos, porque atarse al pasado implica no alimentarnos de presente y dejamos de sentir hambre de futuro y nos da bulimia y anorexia, y nuestro corazón se vuelve un estómago vacío y chiquito.

Catalina se bajó en la estación de Metro que no era, tuvo que regresarse, y luego transbordar. Llegó tarde por sus boletos y la mandaron al segundo piso, para recogerlos con un licenciado del cual no alcancé a escuchar su nombre.

Al llegar, se sentó en el sillón del lobby, junto a un muchacho que estaba con su novia. De una puerta salió un tipo con un bigote estilo Zapata; sólo le faltaba el sombrero y la canana. La otra chica le susurró a su novio: está galán el tipo.

Un leve frío recorrió el cuerpo de Catalina, al escuchar la palabra galán.

Está pensando en mí, estoy segura. Tiene que ser, cómo es que no se le ocurrió decir: está guapo, o es bien parecido, o está lindo… por qué precisamente menciona el apellido de Josefino. Galán es una palabra vieja, la dice mi Mamá, mis tías… ¿A dónde estará metida mi Mamá que no responde el teléfono?

A Catalina se le iluminó el rostro, aunque aún parecía perturbada. Así, como cuando nos repiten una noticia desagradable y que a pesar de saberla, nos volvemos a sentir afectados, como no recordar que detestamos el licuado de mamey y cuando nos lo invitan, lo probamos y entonces es que recordamos cuánto lo aborrecemos.

El Zapata se acercó, y le entregó los boletos a la pareja. Catalina miró su gafete que decía, J. Jiménez, y en medio de su vértigo, dijo en voz alta: ¿No me diga que se llama Josefino? El Zapata, sonrió y se la quedó mirando: No señorita, me llamo Joaquín, a sus órdenes.

Con algo de bochorno, y mostrando su bella sonrisa, Catalina se disculpó. Recibió sus boletos, y se fue inmediatamente. Yo tuve que seguirla porque estaba fascinado con el proselitismo que el olvido estaba manifestando en ella; aunque también este Zapata, merecería una historia; tiene pinta de ser un buen personaje.

En fin, Catalina eludió el ascensor y prefirió las escaleras. No reflexionó en ello, quizás y sólo es una suposición, porque el acto de descender, para ella y de manera inconsciente, era una de las formas que suele cobrar el olvido, la resignación, el conformismo. Pero, diría John Ockham, tal vez fue porque el elevador estaba en el piso diez, y no quiso esperarlo.

De regreso, se entretuvo en varias tiendas de ropa, pero sobre todo, en donde vendían vestidos de novia. Se detuvo frente a un aparador, no miraba los maniquíes, ni los vestidos; observaba su reflejo, su cabello rubio, sus ojos claros; sus senos discretos, su cintura centroamericana y su cadera sudamericana.

Se puso sus audífonos, pero no logré saber qué estaba escuchando hasta que empezó a tararear: vuela vuela; no te hace falta equipaje… vuela vuela

Durante el trayecto a su casa, sentí que la empezaba a entender; en algún momento, antes del transborde, presentí que la quería. Luego, estaciones adelante, supe que únicamente fue el resplandor de su personalidad.

De pronto, empezó a susurrar otra canción: hacer el amor con otro, no, no, no; no es la misma cosa, no hay estrellas de color rosa…

Con las manos marcaba una y otra vez el número telefónico de su madre, mas nada, ahora sonaba ocupado. Volteó a ver a un señor que leía el periódico en la sección de cartelera y leyó: Estreno de la película Australia con las actuaciones de Nicole Kidman y Hugh Jackman. Catalina se desmayó, pero como iba sentada, nadie lo advirtió; fue como si su cabecita hubiese estado sostenida por un hilo que se rompió. Yo miré hacia arriba buscando a su titiritero para avisarle de lo sucedido.

A esta altura, ya no supongo; me atrevo a asegurar, que la impresión no fue solamente por el nombre de la película, sino porque físicamente, ella es muy parecida a Nicole Kidman, y en una de esas hasta Josefino se parece a Jackman.

Catalina reaccionó a tiempo para transbordar y no regresarse una estación, como le había sucedido por la mañana. Y ahí fue cuando pensé en voz alta: El día que pasaste conmigo y no estuviste.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Los Finales

Recientemente terminé de leer Amuleto, de Roberto Bolaño; escritor chileno desaparecido. Una recomendación de Eich; primo pocho (jeje) de severo conocimiento literario.

El caso es que al terminar de leer dicho libro, sentí que no entendí nada, y es que uno tiende a creer que el final de algo, una película, un libro, una relación, ¿qué se yo?, nos debe reservar un entendimiento cabal, como si los finales fueran lo más importante.

Eso suele ocurrir con el género del cuento, nos dijo Juan José Arreola y Mario Vargas Llosa; sin embargo, esto no ocurre con otros géneros literarios; además, Amuleto, no es un cuento. Entonces, pienso: ¿por qué sentí que no entendí ni un carajo?

Pronto y sin retorno, me cayó encima un recuerdo. Hace años leí Los cuentos de Maldoror de Issidore Ducasse (Conde de Lautrtémont), y si he de ser honesto, también sentí lo mismo, aunque con otras palabras: ¿¡qué diablos fue lo que leí en este par de semanas!?

Como atenuante o agravante, la verdad no lo sé, uno de los habitantes de mi mente es un loco inconforme, al que le causa ansiedad no comprender la fenomenología de los finales. Este loco escribió un ensayito que no me ha querido mostrar (sólo me lo ha platicado), para explicar esa falta de entendimiento.

Así fue como logré entender el final de Amuleto. Me explico.

En días pasados, una amiga regresó de una larga estancia en el norte del país. Escribió algo de sus primeras impresiones al ver su terruño en el norte de la ciudad: muchas cosas siguen igual y ya no son las mismas; algo así escribió. Fue entonces que entendí el libro de Bolaño y supe la diferencia entre escuchar y entender sobre un pasado al que sólo puedo acceder por los libros y las imágenes, y lo que es escuchar y sentir sobre el pasado contemporáneo. Uno se siente pequeño e ignorante, pero también alegre por entender esto último.

Por otra parte, hay libros que viven y perduran por una sola frase, una sola oración o párrafo. No dudo que haya escritores que escribieron toda una novela o cuento, tan sólo para escribir un solo renglón, realizarlo y detenerse horas o días para que todo cuadre con él.

Por otro lado, es común que lo mejor lo reservemos para el final, hay quienes aseguran que tener el final de la trama, es tener la mitad del texto.

–Che, seamos honestos con los lectores, ni siquiera has empezado a escribir sobre lo que tenés intención, por la sencilla razón de que no querés llegar al final.

¡Ah!, por fin ese loco ansioso habitante de mi mente, se sincera (o ¿seré yo?). Y descubre que el hecho de no haber entendido el final del libro Amuleto, no fue más que la alegoría que inconscientemente su hogar fraguó para soslayar el ¿supuesto? fin de una amistad, en semanas pasadas.

Vamos a hipotetizar. El fin es un fracaso aunque esté lleno de gloria. –Pero qué decís, che, si perfectamente sabés que puede ser lo contrario de lo que afirmás; no digas más boludeces–, me dice ese loco ansioso.

(Digo, si Auxilio Lacouture, uruguaya protagonista de Amuleto, tiene un ángel de los sueños argentino, ¿por qué yo no he de tener un loco ansioso habitante de mi mente de la misma nacionalidad?)

Deshipotetizamos la cosa. No se puede pensar en el fin de lo que no queremos que termine, todo lo que se diga al respecto no es más que una remisión mental alterada deliberadamente al principio. –Pero qué facilidad para estropear la lógica tenés vos, Hegel se quedaría pasmado ante semejante argumento–.

Ya está, en este momento, 11:31 de la noche del 11 de febrero de 2009, acabo de enterarme por medio de un oficio redactado en las oficinas centrales de mi sistema nervioso central, que al fin he entendido el porqué entendí el libro Amuleto, derivado de un entendimiento previo de la circunstancia de una amiga que en estos mementos está conectada al msn en algún lugar del norte de la ciudad… diantres, por andar escribiendo tanta mamada, ya se me volvió a olvidar lo que había entendido; déjenme releer el oficio…

(Dos minutos después)

…¡Ah, sí!, lo he entendido, todo lo he entendido porque cuando otra querida amiga, al regresar de un largo viaje al sur del país, ya era otra y no la reconocí. Por su parte, Auxilio viajo del sur del continente a México y, la otra amiga, del norte del país al DF. ¿Se dan cuenta que la pendejez, a veces, no es tal, sino simplemente la alegoría dilatada y cansada de un suceso que nos negamos a aceptar? y, que obviamente, trastoca todos los umbrales de nuestro entendimiento (entendí-miento).

Lo que me sucede no es más que un desmadre mental georeferenciado…

Che, ¿qué harías sin mí–?

Déjame terminar… un desmadre mental georeferenciado seguramente con la cartografía combinada del INEGI y del Google Earth, que a veces no son compatibles.

–Nada, largá un poco que no entiendo–.

Sí, mira, ninguna de las tres era la misma al regresar. Creo que se manifestó el efecto Doppler en las tres, lo cual me impulsa a creer que ninguna de las tres se fue realmente, más bien nunca estuvieron acá y lo que percibí fue un reflejo de sus lejanías, que reflejaban un color que no correspondía con su ser. Por lo tanto está explicada y justificada mi falta de entendimiento.

–Che, disculpá que te interrumpa, pero acá el que tiene que llegar a esas conclusiones no sos vos, sino yo que para eso soy ese loco ansioso que te hace cometer locuras. Recomiendo que mejor atiendas el laburo o que le hablés a alguno de los Coltranes, creo que estás sufriendo de alucinaciones electromagnetobioquímicofisicas, severas–.

No, para nada, he entendido como nunca eternamente por siempre jamás, lo que ha ocurrido.

Ey, pst, pst… que no te conviene entender, que si no esto se acaba ya–.

No sé por qué me siento como Jaromir Hladík, en el cuento El milagro secreto de Borges. Aquél pidió la gracia de Dios para terminar un escrito, un año, para ser exactos, antes de ser ejecutado por sus escritos previos:

…Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.

Pero también me siento como Casaubon (y no Marcelo), el protagonista de El Péndulo de Foucault de Umberto Eco, cuando hacia el final (su final) piensa:

De todas maneras, lo mismo da que lo haya escrito o no. Siempre buscarían otro sentido, incluso en mi silencio. Son así. Incapaces de ver la revelación. Malkut es siempre Malkut, y punto.

Pero no vale la pena decírselo. Hombres de poca fe.

Entonces lo mejor es quedarse aquí y esperar, mirar la colina.

Es tan hermosa.

Y también me siento como el Pibe Pedro, bandoneonista, futuro compositor en la película La puta y la ballena, porque a veces entender no explica nada, como las ballenas que por alguna razón desconocida encallan en las playas de la Patagonia. Y entonces es como escribir sobre los finales que son para entenderse, aunque muchas veces no explican nada.

sábado, 7 de febrero de 2009

La Pobreza sin Números

Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo. Hay momentos en los que si no se dice ni hace, no pasa nada, pero queda un ligero tufo de incapacidad que es codificada como un pilón de la rutina, de la costumbre, y no pasa nada.

Y es que el vagón del Metro lo abordó un tipo como de 1.50 metros de altura, pero con unos 90 kilos; un abordaje así no merece mayor reflexión, y es que en el Metro ya casi nada sorprende: suicidios, asaltos, manoseos, cantantes, payasos, recitadores, músicos, vendedores, etcétera. Hay de todo. Pero el tipo de los 90 kilos que arribó, daba la impresión de ser un individuo que resumía el ¿infortunio deliberado? de multitud de ciudadanos.

Entró y se sentó en uno de los asientos vacíos del vagón. Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo. Eran las cuatro de la tarde, había mucha gente, las ventanas estaban cerradas y atoradas. Esto fue evidente porque un señor bien trajeado y aseado, intentó abrir una de ellas, más no pudo, pese a que su silueta sugería años de gimnasio.

Ese esfuerzo le arrancó un sudor y un leve bochorno. Vayan ustedes a saber si éste se debía a que no pudo abrir la ventanilla y el “qué dirán, que no soy tan fuerte como me veo”; o quién sabe, en estas situaciones uno tiende a imaginarse cosas, muchas cosas. Por ejemplo, cuando viajo solo en el Metro, me es casi inevitable imaginar o pensar; no logro concebir que esos viajes se limiten a ser un carnaval de rostros que delatan ausencias, preocupaciones, corajes. ¡Y las miradas!, se han fijado en las miradas: perdidas entre recuerdos o ilusiones. Por otra parte, sostenerle la mirada a alguien ahí, es como retarlo; incluso, un codazo accidental puede terminar en una trifulca.

Yo prefiero inventar historias, atribuirles historias a las personas de al alrededor, algunas fantásticas, otras muy dramáticas.

Es por ello que antes, hará unos diez años, me gustaba viajar en el Metro con mi tío Douglas. Él era dueño de un impresionante repertorio de piropos. Una vez, que el convoy llegaba a la estación Tlatelolco, una rubia se levantó y aprisa se bajó; casi al pisar el andén, Douglas le gritó: –Adiós rubia artificial. Pero antes de que las puertas cerraran, aquélla le respondió: –Adiós, pendejo natural–.

Le pregunté por la elección de ese piropo tan trillado: –No me acordé de ningún otro, wey–, fue todo lo que dijo con el rostro desencantado por haber sido burlado.

El tipo de los 90 kilos se sentó y empezó a sudar. No pasó ni un minuto cuando los pasajeros aledaños a él, sintieron una pestilencia que hasta ese momento, me hubiera parecido insoportable. Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo.

Cerca de él, estaba parado un tipo que agachó su cabeza, seguramente para tratar de hundir su nariz entre su camisa y oler el perfume que seguramente utilizó antes de salir de su casa. Creo que su estrategia fue inútil por el rictus de asco que en su cara persistió.

El tipo de los 90 kilos sacó un pañuelo gris que algún día debió haber sido blanco, y se empezó a ¿limpiar o embarrar? el sudor; sin embargo, sus sienes parecían diminutas cascadas de grasa sobre piedras ocres.

Una señora que estaba sentada a su lado cerró los ojos, no se movió. No sé, a lo mejor por pena no se levantó. Sólo cerró sus ojos y aparentó estar dormida.

Frente a ellos dos, estaba sentado un joven, tal vez de mi edad. Estaba leyendo Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis. Su reacción fue similar a la de la señora, y prácticamente se echó un clavado a las calles del centro de la ciudad de mediados del siglo pasado.

El señor bien trajeado estaba a punto de vomitar, su cuerpo amagó con arcadas jamás realizadas; intuyo que deseó estar constipado.

El convoy siguió su marcha, y estación tras estación, todos los presentes, lo sé, porque hay circunstancias en las que, aunque nadie se mueva, uno sabe que todos quieren moverse; bueno, pues todos ahí esperaban que ese tipo de 90 kilos, se largara de una vez.

Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo. Ahí estaban aguantando vara como buenos mexicanos, esperando a que las cosas cambiasen por sí solas. Por momentos daba la impresión que al final, cuando todo terminara, en sus estoicas mentes, se congratularían por haber soportado lo insoportable. Vaya pinche forma y momento en que a veces solemos mostrar el aguante; o será que en definitiva malentendemos lo que son la solidaridad y la compasión.

El tipo de los 90 kilos se quedó dormido en la estación Viveros y oh, tremendo dios vengativo que arrojaste tu ira contra esos pobres desgraciados: el Metro se paró más de cinco minutos. El conductor adujo fallas generales en toda la Línea 3 del Metro. Pero déjenme aclararles que cinco minutos bajo esas circunstancias, es como decir una hora en cualquier otro lado.

El tipo que quiso esconder su nariz entre su camisa, miró sus zapatos, y se quedó pensando, no como si recordara algún suceso, más bien como si tramara algo.

El de los 90 kilos no olía a basura, ni a caca; apestaba a días sin bañarse, de caminar por las calles bajo el sol, sudando, impregnándose del humo de camiones que ya no deben circular. De llegar a dormir sin lavarse las manos porque no hay agua, o por que no se tiene el hábito. Y es que los hábitos se crean cuando hay servicios o disciplina para ir a cargar cubetas con agua. Pero la disciplina también requiere cierto grado de compromiso, y éste se adquiere con algunos mínimos de educación. Pero este gordo, me parece, no sabía leer ni escribir. Vaya, no creo que en su vida vaya a llegar a estas reflexiones sobre su nauseabunda condición.

La pobreza tiene dos versiones complementarias, una cuantitativa y otra cualitativa; ambas se entrecruzan al reflexionar. Pero la cuantificación, para los tipos que parecía resumir el de los 90 kilos, es una región privativa para ellos; reservada, desgraciadamente, para personas que no pertenecen al universo resumido en esa catastrófica y estridente imagen que ahí, frente a todos esos pasajeros, se imponía. Pero ese gordo abominable, también, significaba la síntesis de la pasividad ante un mundo fraguado por hombres que sólo visitan el Metro para inaugurar sus Líneas.

Ahora que reflexiono, el tipo que quiso esconder su nariz entre su camisa, me recordó a los chavos banda que describió y entrevistó Jorge García Robles en su libro ¿Qué transa con las bandas? Jóvenes de los años ochenta de barrios pobres, de ciudades perdidas. Muchos de ellos con la primaria o la secundaria sin concluir; que se reconocían pobres y transas, pero con convicción, es decir, electores de su destino. Este gordo ni eso.

Cuando se es parte de una banda, muchos de sus integrantes sienten que tienen familia, identidad, disciplina. Quieren verse bien, quizá limpios para sus rucas, para sacarlas al toquín. Tienen expectativas, aunque sean poquitas. No sé, a lo mejor para irse al otro lado. Sí, todos son unos cábulas y culeros, pero tienen identidad. Y no falta entre ellos el valedor que lee y que sabe un chingo y al que todos le preguntan. Tampoco falta el valedor en la cuadra al que todos respetan porque estudia y sale adelante, porque todos hubieran querido tener un hogar para que los obligaran a estudiar y no ser los pinches pránganas que se sienten. Y en verdad sienten chingón que alguien de su barrio la haga.

Tampoco falta el ojete que se cree el más chingón y se quiere chingar al que sobresale por encima de él, meterle la pata, pero así es la calle.

El tipo que quiso esconder la nariz entre su camisa, miró a otro tipo que estaba a un par de metros, y ambos voltearon a ver al señor fuerte de traje. Entonces creí entender y confirmar lo que tramaba desde que lo percibí pensativo, pero todos solemos mirarnos y no decimos nada, y no sólo eso, tampoco solemos hacer algo.