lunes, 13 de agosto de 2012

La Bola


Estaban todas las personas reunidas. No faltaba ni un sólo niño, ni un sólo anciano. Todos parados nomás mirando una colina que tenían enfrente, pero muy lejos. No había veredas, ni árboles. No había animales ni ríos. Estaban juntos, los cuerpos rosándose. Todos sentían el calor de la bola. De pronto se golpeaban hombro con hombro, pero nadie se molestaba porque estaban juntos.

Los más grandes de edad estaban al frente del grupo. Miraban a los lados y hacia la colina, pero no hablaban; parecían inquietos, temerosos de hablar. Alguno quizás sabía lo que tenía que decir, pero no lo dijo. Atrás de ellos estaban los niños y las mujeres. Algunas amamantaban a sus bebés; otras, los tenían agarrados de la mano para que no hicieran travesuras.

En la parte trasera del grupo estaban los jóvenes y adultos. Era curioso verlos nomás parados; algunos, los más chaparros, parados de puntas esperaban ver lo que no se podía ver, porque adelante o atrás del grupo no había nada; tampoco a los lados.

A ras de suelo se veían cientos de pies inquietos con ganas de moverse, sin hacerlo. Corazones ansiosos y desorganizados, sin memoria sin destino. Así estaba ese grupo personas.

Uno se animó y gritó. ¡Es por allá, debemos ir por allá!, dijo sin mirar ni indicar para dónde, porque estaba en medio de la bola. Todos escucharon, pero nadie supo para dónde moverse y lo único que pasó es que se pisaron unos a otros. Hubo broncas, pero todos se tranquilizaron al cabo de unos segundos.

Si se miraba de lejos a la bola, parecía un globo con agua, que de un momento a otro se desparramaría.

Un niño se zafó de la mano de su madre y se estrelló en las piernas de una señora tremendamente gorda que a su vez, y casi de bruces, golpeó la espalda de otra muy flaquita y así se fue creando un efecto dominó. El último en recibir la inercia del golpe logró evitar la caída, pero tuvo que dar un paso hacia delante. Los demás creyeron que ese era el camino y empezaron a caminar por ahí.

La bola se movía lenta y torpe. Pronto les cayó la noche, aunque siguieron caminando. Pasaron toda la madrugada en la misma dirección hasta que llegaron a un barranco y se dieron cuenta que se habían equivocado. La culpa no tardó en aparecer y no fue suficiente para disolver a la bola.

Al día siguiente encontraron las marcas hechas en la tierra, de donde habían partido y ahí se pararon de nuevo, pero no encontraron más huellas, algo para saber cómo habían llegado hasta allí, de dónde venían, cuál fue el principio: ¿o era ese el triste y simple punto de partida de todo, de su existencia misma? Las únicas marcas sólo conducían al barranco.

Al despuntar el alba, uno de los ancianos, aquel que parecía saber lo que tenía que decir y no lo dijo, habló. ¡Compañeros, no hay caminos, así que caminemos! Y todos lo siguieron.

sábado, 16 de junio de 2012

El Regreso de los Dragones

Al #YoSoy132

La forma de esta historia es inédita, aunque reconozco que ligeras variaciones llevarán al lector a un sinnúmero de relatos, fábulas y tradiciones orales seculares. Ni siquiera es un resumen de mi imaginación, simplemente transmito por escrito, hasta donde la memoria me permite, lo que una señora me contó, mientras le ayudé a descender las escaleras del metro.

Iba a una marcha del #YoSoy132 y antes de descender las escaleras que conducen a los torniquetes, una voz casi me reclamó.

−¡Joven!, ¿me podría ayudar a subir estos escalones?

Di la media vuelta y vi una señora devastada por los años, con mirada cansada −pensé−. Me recomendó que únicamente estirara mis brazos para que ella pudiera usarlos como palanca. Sentí la frágil fuerza que es residuo y ruina de la impotencia añejada.

Con tersura me pidió que también la ayudara a descender las otras escaleras −Tengo que bajar todos los días estas escaleras.

Tomé su bolso con la diestra y le acerqué mi brazo izquierdo para que se sostuviera mientras iniciábamos un largo descenso.

−¿Sabes, joven, qué edad tengo? –dijo sin voltear a verme; sólo miraba que sus pies no equivocaran la pisada sobre cada escalón.

−No, ¿75? –respondí con una sonrisa de apuesta perdida.

−Tengo 87 años. ¿Sabes a qué edad murió mi madre? –me preguntó retóricamente.

−Hace 80 años que murió, en 1928 –dijo y se detuvo para mirarme y mostrarme una herida, en su brazo, que ya no le permitía hacer muchos movimientos. Segundos después continuamos el descenso.

Aunque las cuentas no me salieron, no le dije nada. De pronto, cambió abruptamente el tema de su charla.

−¿Sabes por qué ya no hay dragones, joven? Porque los estaban matando. Todo lo que hacían era pretexto para ello: porque volaban, porque sacaban fuego del hocico, porque su piel era dura y brillante, porque sus pensamientos se escuchaban, porque reconocían el olor de las intenciones –la señora parecía perder años y pesadumbre mientras más hablaba de los dragones. Yo estaba atónito escuchándola, sin saber qué decir o preguntar. Empezaba a entender que ella era quien ahora sostenía la aventura del descenso.

−Ellos sabían perfectamente por qué los estaban matando, pero no se defendieron. Algunos cuentan que los humanos no tenemos la inteligencia para entender las decisiones de los dragones. Un sabio suponía que el hombre tendría que volar para entenderlos; volar y ver la tierra y la vida desde las alturas. Hacer conjeturas sobre lo visto; ordenar, sistematizar y regresar a tierra para comentar y difundir, y que sólo así se podría empezar a entenderlos.

Llegamos al primer descanso de la escalera del metro. No me soltó el brazo. Un vendedor ambulante se acercó para ofrecernos golosinas, pero ni lo vimos.

−Los dragones son sabios, joven. Si se tienen que dejar morir lo hacen, si se deben dejar matar, lo asumen. Pero no ocurrió eso, no estaban dispuestos a dejar de vivir –era como si la anécdota que contaba la llenara de alegría y fuerza.

−En una noche de luna nueva, sobre una ancha playa donde el mar era casi un supuesto inverosímil, todos los dragones se reunieron y se quemaron unos a otros, todos; sólo cenizas quedaron.

−Pensé que habían decidido no morir ni matarse –le inquirí de inmediato.

−No, no se mataron en realidad, la esencia de los dragones es inmortal y sus energías volaron durante días hasta que encontraron el mejor lugar para ocultarse. Se escondieron en los gatos. Por eso miran así, como si contemplaran el mundo desde las alturas; por eso son tan volubles, porque quieren volar y ya no pueden.

Casi llegábamos al final, y remató su historia con una aseveración que nada tenía que ver con su madre, los dragones o los gatos.

−Mira, joven, a los pendejos no hay que explicarles nada ni tenerles lástima ni ayudarles. Hay que dejarlos solos, hasta que les duela y se hagan preguntas; es la única forma de reconocer a los que se hacen y a los que son.

Hacia el penúltimo escalón empezó a darme las gracias; oró y me bendijo. Antes de soltar mi brazo me miró y no vi cansancio en sus ojos, sino fuego. Vi en ellos las enormes llamas iluminar un mar sereno, cientos de dragones azotándose contra una lumbre. Más que un suicidio colectivo eso parecía un rito para conjurar lo eterno y lo infinito. Sentí que volaba, porque para ver todo eso, tenía que estar a una gran altura; supe que volaba y lo hacía en círculos.

Mientras más consciente era de lo que hacía, un turbio y frío temor se iba apoderando de mí. Además de los míos, alcanzaba escuchar otros aleteos; más dragones planeaban conmigo. Empecé a entender lo que pasaba, pero no podía detenerme o romper en vuelo hacia otra parte. De una súbita resignación pasé a una progresiva convicción.
.
Esa rutina involuntaria se fue transformando en un impulso, como garra que rompe el cascarón para vivir. El impulso dio paso a la pasión y ésta, a la decisión. Como policromo dentro de mí llegó el arrebato y me precipité sobre la gigantesca hoguera. Las llamas me consumieron y no hubo colisión con la arena, no hubo más nada.

−Muchas gracias, joven –me dijo con la cabeza agachada, otra vez cansada, para despedirse, mientras le regresaba su bolso.

−Muchas gracias a usted, le dije más con respeto que agradecimiento y me fui a la marcha.

sábado, 12 de mayo de 2012

Para Cuando te Vayas


To Anna Krzyzosiak

Me van gustando todas las canciones de este álbum porque me gustas tú. Es una banda estadunidense, noventera, underground. Hace unos días escuché otras placas de The National; ninguna me atrajo tanto. Algunas canciones aisladas me encantaron, pero el concepto de Boxer, es distinto; podría ser mi favorito.

No es la calidad musical, todos los trabajos de The National son excelentes. Eres tú quien hace que todo suene mejor o que mis sentidos perciban mejor lo que van recibiendo. Esto es curioso porque, últimamente, verte es irte perdiendo. Porque sé que vienes de lejos, de ultramar y buscas una tierra distinta.

Yo no sé si vienes huyendo o buscando, pero la respuesta no me corresponde; en todo caso, he optado por disfrutarte como te vas dando cuando te veo, aunque no te des. No te engañes, estar de paso es buscar quedarse en el corazón de las personas, y escribirte esto es querer que me lleves contigo. Para cuando te rompan el corazón en Sudamérica, este trozo de papel o pantalla te haga sentir querida, o cuando te asusten en alguna calle de Bogotá y te den ganas de llorar y ver a un conocido y abrazarlo como si fuera tu hermano y no halles a nadie, este trozo de papel o pantalla te haga sentir querida, o por si te sientes perdida cerca de alguna favela de São Paulo y sientes que el coraje de los negros más negros de Brasil, está más cerca de la venganza que de la justicia, este trozo de papel o pantalla te haga sentir querida, o para cuando estés disfrutando de rock o blues en algún sitio de Avenida Rivadavia y quieras hablarle a tus seres queridos para compartir y tomes tu móvil y al intentar marcar te mires reflejada en su pantalla negra y te des cuenta que estás sola a miles de kilómetros de todos ellos, este trozo de papel o pantalla te haga sentir querida.

Yo no sé si voy a recordarte el resto de mi vida, pero cuando te veo, disfruto cómo cruzas tus largas piernas y la caída de tus senos, y me dan ganas de tocarlos y acariciarlos. Disfruto porque veo que miras cómo los miro, y luego nos miramos y sólo tú y yo sabemos lo que pasa porque no pasa nada, porque el hecho de que nada pase significa que no están pasando un montón de cosas y eso significa tanto, Anna.

Porque ahora que me empiezo a encontrar en la vida, y a echar raíces, te encuentro. Es como un árbol que abruptamente crece para recibir a un Cenzontle, su canto y su plumaje. Pero éste sólo busca descansar, guarecerse y luego partir.

¿Ves cómo estar de paso es una estrategia para no irse? Porque obligas a la gente a quererte rápido, porque algunas personas tienden a la melancolía o al ejercicio de su negación.

Anna, cuando te vi pensé en tu sonrisa como el mapa de mi alegría, hermosa inglesa piel de manzanilla. Pensaba también en la cera porque al tocarte te derritiría y transformaría. Quería moldear tus brazos con mi espalda, tus ojos con mi mirada, tus labios con mi lengua y tus piernas con mi torso.

Ahora pienso que la primavera va zurciendo, con la hebra de tu rostro blanco y amplio, la herida que vive en mi pecho, de la que solía manar tiempo perdido.

sábado, 7 de abril de 2012

Las Razones y los Hechos

Los hechos

No lo seducían los lujos, ni el dinero en exceso; ambicionaba tener la razón. Nada lo excitaba más que salir victorioso en algún debate o charla. De lo que no se había percatado era que también se había transformado en un sofista genial. Con naturalidad enredaba de forma imperceptible a sus adversarios, los metía en su lógica y les cerraba el paso para conducirlos a la encrucijada que le convenía. Su satisfacción era genuina, pero pocas veces tenía la razón. Porque a ésta no puede reducírsela al mero doblez deliberado de la argumentación, sino a entender que el cotejo de pensamientos no siempre se acopla a las variaciones desde donde entendemos la realidad y sus fenómenos.

Una noche fue con su novia a una fiesta. Los amigos de ella lo aburrieron pronto. Se fue a dar una vuelta por la casa, que le gustó bastante; llegó a creer que así querría tener la suya. Cuadros y máscaras colgando de todas las paredes blancas. Con los muebles y las repisas de madera, éstas barnizadas y largas, de pared a pared; repletas de libros. Las mesas llenas de figurillas, donde abundaban los alebriges.

A lo lejos, creyó ver un libro del que tanto hablaba en las reuniones y nunca había leído, Primavera rota en una esquina, de Mario Benedetti. Se acercó para tomarlo y una voz lo detuvo.

–Casi todos los libros que ves ahí los heredé de mi madre; no he leído casi ninguno. El que vas a tomar espero que sea el siguiente. ¿Qué tal está?

–Es una obra maestra –replicó de inmediato con seguridad–, de los mejores libros que he leído en mi vida –dijo, ofreciéndoselo, esperando que con ello su interlocutor no hiciera más preguntas–.

–Lo empezaré a leer. Por cierto, me llamo Victor, ¿y vos?, no te conozco.

–Soy el novio de Laura, me llamo Gabriel.

–Un gusto, Gabriel. ¿Qué tal la fiesta, te está gustando?

–Para serte sincero no, por eso me vine a dar un rol. No aguanto estar con gente pendeja. Perdón, sé que son tus amigos, pero no me gusta estar incómodo.

–¿Pero por qué dices que son pendejos?

–Porque le dan muchas vueltas a un mismo tema y al final concluyen estupideces; no es la primera vez, ya los conozco desde que ando con Laura, pero ya no me espero a que empiecen a debrayar.

–Así, como lo estás planteando, me da la impresión que eres intolerante o te crees dios, lo cual podría hasta resultar lo mismo, si asumimos que una deidad no tolera nada fuera de su creación. ¿A lo mejor eres megalómano? –concluyó con tono sardónico, mientras lo invitó a chocar su copa.

Gabriel brindó con Victor y se le quedó mirando como quien encuentra un interlocutor agradable.

–Si todos pensaran con más lógica, cometerían menos errores –arguyó de inmediato.

–Pero serían más aburridas las fiestas, no estaríamos hablando de esto y acaso me considerarías otro pendejo más.

–Pero dime, Victor, qué te parecen esas continuas quejas sobre lo infelices que son con sus problemas, lo que hacen para solucionarlos y volver a caer en lo mismo. Ahí tienes a Susana, quien creía que su novio la amaba. Apenas puso tantito su amor a prueba y la abandonó. Cómo se le ocurre que un tipo tan superficial como Gustavo no le iba a dar importancia a su aspecto físico. O aquel wey, Odiseo, que cree que nadie se da cuenta que todas las decisiones las toma su mujer; él solamente las ejecuta con elegancia y estilo, de tal forma que parecen propias. Y ahí está, todo el tiempo quejándose de la dependencia de su mujer.

–Bueno, Gabriel, yo podría dejarte ahora mismo e ir a hablar de vos porque siempre estás quejándote de lo mismo, de la incompetencia de la gente que te rodea. O dime qué has hecho por solucionar eso que te molesta tanto. Por ejemplo, por qué no has dejado de asistir a las fiestas de los amigos de Lau.

–Pues es mi novia –respondió impersonal.

–¿Y qué, es tu novia por acompañarla o porque se quieren; acaso tienes miedo de que alguien te la baje; tan inseguro eres?

Por un instante, como un rumor de un pasado distante, Gabriel sintió un temor similar al que experimentaba cuando de niño no estaba con su madre. Con el pasar de los años, cuando se mudó de ciudad, le había bastado la comunicación telefónica con ella,. Cuando ella murió, le costó mucho trabajo aceptarlo y su seguridad menguó, lo que derivó en un aislamiento, hasta que conoció a Laura, con quien sintió paz. Estar con ella lo tranquilizaba, no estaba del todo seguro de amarla, pero no iba a contarle sus angustias a un desconocido.

–¿Ves, Gabriel, también eres como los demás, sólo que no te detienes a pensarlo? Casi todos nos parecemos a los problemas que identificamos; casi todos los encaramos con nuestro signo, ya sea la eficacia o la torpeza, pero es definitivo que todos queremos vivir de la mejor manera.

–Hay incluso quienes no los identifican, y no porque no los tengan, sino porque detrás de su supuesta solvencia intelectual, esconden una profunda indolencia respecto a lo que les rodea. No es que sean unos desapegados, sino que simplemente les vale gorro el mundo; ¿no crees? –Gabriel quiso imitar el acento irónico de Victor, pero no le salió.

–A mi no me gusta sudar fiebres ajenas –El tono y la gesticulación de Victor cambiaron.

–Parece que estás sudando la mía –Lo retó Gabriel con un impulso que lo hizo dejar su copa sobre una mesa.

Los golpes parecían inminentes, pero Laura irrumpió ajena a todo ese episodio.

–¡Amor, ya conociste a Victor, él mejor anfitrión de la banda! ¿A poco no está divino su depa? –dijo sonriente mientras tomaba a su novio del brazo y lo llevaba a dar un tour por la casa –Mira, este es el baño y esa habitación tiene el suyo propio.

Victor se perdió entre sus invitados y la pareja terminó en la alcoba principal. Laura quiso coger, pero Gabriel aún se preguntaba cómo es que ella conocía tan bien la casa, y lo que era más raro, dominaba un truco para cerrar bien la chapa de la puerta del baño. No quiso saber a dónde lo conduciría la respuesta y su mente y su pene reaccionaron a los labios de ella.

Por la mañana, camino al trabajo, tenía en mente negociar o renunciar. No aguantaba más las condiciones laborales: bajo sueldo, sin prestaciones ni contrato. En cambio, le empezaban a exigir un número mínimo de horas de trabajo.

Antes de llegar al lujoso edificio en donde la empresa rentaba sus oficinas, recordó su breve charla con Victor, su departamento, el detalle de la chapa del baño que Laura conocía, que Victor la había llamado Lau. Al descender del ascensor en el décimo noveno piso, se dijo lo que había evadido toda la noche: ¡Laura se había acostado con Victor!

Entró a su oficina, redactó su renuncia, la firmó y se la entregó al jefe, quien sorprendido se quedó pasmado y antes de que la puerta del elevador se cerrara, le gritó a Gabriel:

–¡Eres un pinche cobarde que no sabe encarar sus problemas!

Gabriel veía la pose de su jefe enfurecido, recortado paulatinamente por las puertas metálicas del ascensor. Se sintió a salvo, pero no bien.

Llegó a la esquina y en vez de ingresar al metro, se metió al bar. Pidió un par de tragos y luego empezó a sentir ese viejo rumor del pasado y el mundo se le vino encima. Se sintió pequeño y frustrado como cuando tenía 11 años y no podía hacer nada más que pensar y pensar. Supo diferenciar entre expectativas y ambición, y también pudo ver con claridad que el silencio lo seguía afectando y limitando, y que lo había transformado en una persona ambiciosa porque sus expectativas se habían quedado atrás, hacía años, pero no había sabido reconocer que su tiempo había pasado. Por fin se supo inseguro, envidioso y pequeño. Dueño de miles de razones, pero incapaz de manejar una sola.

Se sintió miserable por no haber encarado al jefe ni a Laura ni a Victor; por unos minutos, adujo ante sí mismo que había sido por dignidad o para darles una lección, pero eso no lo convenció. En el fondo fue pura cobardía. No fue miedo al jefe, a Laura o Victor, sino miedo a la vida, al éxito, al fracaso. 30 años después de haber identificado su miedo a crecer, lo seguía padeciendo.

Salió del bar y ya era de noche. La luna estaba llena y él borracho. Empezó a descender por las escaleras del metro y casi al terminar, algo entre sus pies lo hizo tropezar, pero se alcanzó a agarrar del barandal. Volteó y vio a un ciego con su bastón, quien no dijo nada y se detuvo.

El camino al andén era largo, pero Gabriel no tenía prisa; caminó lento. Notó la incomodidad de una mirada ajena. Miró hacia atrás y era el ciego que parecía seguirlo. Aceleró su marcha; incrédulo notó que el invidente hizo lo mismo. Justo cuando pensaba en volver a apresurar el paso, nuevamente el bastón del ciego lo hizo tropezar. Se repuso de inmediato sin dejar de caminar y otra vez volteó. El invidente siguió el paso de Gabriel.

Cualquiera se habría detenido a recriminarle al hombre del bastón su torpeza o su agresión, pero Gabriel había caído en un shock de pánico. Era imposible que dijera o reclamara algo. Estaba avasallado por el silencio y lo que era su habitual camino a casa, se convirtió en una ruta de escape, una huída. Estaba desesperado. Sudando. Quiso marcarle a Laura, pero no lo hizo. Empezó a trotar porque se sintió espantado. Sudaba. Jadeaba. Temía.

Volteó y de reojo miró que el ciego lo acosaba. De vez en cuando éste metía su bastón entre las piernas de Gabriel, quien tropezaba, trastabillaba, pero no caía. La persecución era desgastante, casi insufrible. Él ya no sabía si seguir en pie era síntoma de su dignidad o una manipulación del espanto. En su mente todo era caótico, las razones naufragaban en la mar de su desesperación. Sus recuerdos recientes se hundían en esa mar agitada; otros, los viejos, flotaban. Vio a Laura y a Victor revolcándose en una cama; a su jefe saludándolo con una sonrisa; a su madre orando en una iglesia de Patzcuaro; a su padre arrepentido tirando el alcohol en el lavabo; sus amigos, sus novias; su casa y su vida, todo se amontonaba y arremolinaba en las aguas turbias de su cabeza, antes de hundirse.

Cuando miró los torniquetes, sintió que todo terminaría pronto. De nuevo sintió el bastón entre sus pies. Corrió rápido, con todas sus ganas; miró hacia atrás, como pudo, y el ciego también corría tras de él. Ya no le metía el bastón para hacerlo tropezar, sino que lo golpeaba en la cabeza, en los hombros, en las piernas.

Cuando llegó a los torniquetes, volteó con esa mezcla de miedo y audacia, en uno de esos momentos que suelen ofrecer mayor claridad a las personas, para encarar por fin al del bastón. Aunque esperaba no encontrarlo y creer que todo había sido una dilatada alucinación, un  ataque de histeria o de paranoia. Pero lo vio parado frente a él.

Ciego, sordo y mudo, porque no respondió a ninguna de las preguntas e insultos de Gabriel.

Desde entonces, el ciego lo empezó a acompañar a todas partes, a su casa, a buscar trabajo, pero nunca entraba a los edificios, a los departamentos o las casas; paciente lo esperaba afuera.

Las razones

Se sentía mal casi todo el tiempo y no sabía por qué. Vivía así, con esa amargura e incomodidad llevadas a rastras, como quien corre con su ropa ensopada. Un día supo el motivo de ese malestar permanente: la estupidez de la gente para entender las cosas, cualquier cosa; Por otra parte, dudaba si la estupidez era sólo una falsa ilusión y en realidad era lentitud de pensamiento. Sabía perfectamente que la ignorancia tenía dos fuentes: la negligencia y la carencia. Toleraba esta última, pero era muy severo con las personas que eran ignorantes por flojera o desidia, porque en sus manos alguna vez tuvieron la posibilidad de abandonar esa condición y no hicieron nada al respecto. Lo peor de estos tipos –pensaba– es que suelen esconderse tras la religión para ocultar lo que a todas luces era obvio: su completa imbecilidad.

Un día descubrió que tenía miedo y que éste no lo dejaba hablar, decirles a sus mayores lo que pensaba. Se sintió miserable por tener 11 años y no tener la fuerza de contradecir a sus abuelos, tíos y padres. Pensó en las funestas consecuencias futuras que le acarrearía no poder vencer ese miedo, en las diversas formas como afectaría su vida de adulto, sus relaciones interpersonales y laborales. Le bastó un rato de la noche para verlo todo, y después se quedó dormido.

Despertó sabiendo que con esa actitud timorata que mostraba, procuraba que su madre no lo abandonara. Desde los cinco años era capaz de entender cómo utilizar el estéreo y el televisor; a los seis años ya los operaba. Ponía los acetatos y memorizaba las letras de las canciones de los cantautores que sus padres escuchaban. A los nueve años fue capaz de organizar a sus amigos de la cuadra, asignándoles personajes para actuar la trama de una historieta de Tarzán que le había regalado su padre; pronto se aburrieron, excepto él.

Relacionó su independencia con la ausencia de su madre y optó por estar cerca de ella; eso explicó su posterior y aparente retroceso en sus aprendizajes; su pasividad, su silencio, pero no el miedo a estar sin su madre.

Antes de concluir el desayuno, entendió que no había experimentado ningún evento que le ocasionara tener miedo, entonces debería tratarse de una emoción-reflejo, pero de cuál. Esa era la respuesta que no tenía aún.

Salió a jugar con sus amigos de la cuadra. Mientras en una libreta anotaba los goles que cada equipo metía –era malísimo para jugar fútbol–, previo a terminar el partido, encontró la respuesta: era agudamente empático a los estados de ánimo de su madre.

¡Claro, porque, aunque ella nunca le inculcó la religión, oraba mucho en silencio, y visitaba la iglesia casi a diario!

Pronto, lo distrajo otro razonamiento: por un lado sabía que el miedo era resultado de una enorme empatía maternal y su dependencia e indefensión, una estrategia para mantenerla cerca; sin embargo, intuyó que la amargura y sensación de enojo permanentes, se debían a su padre. Entonces la empatía era con ambos.

Se quedó consternado porque la potencia de su individualidad se veía amenazada por esa inesperada conclusión, que significaba que sus sensaciones y emociones eran producto de fuerzas que no emanaban de su individualidad; así no habría rastro de genuinidad en su personalidad.

Por la noche, después de la cena, se tranquilizó al concluir que el arquetipo elaborado por la mañana, no era más que una bien planeada y sistematizada ilusión, producto de su temor a vivir; a esa certidumbre dentro de una incertidumbre que es la vida.

Simplemente no quería crecer.

Le dio por inventar; fue la forma más simple que encontró para no encarar la vida. Inventó otros mundos en donde las cosas fueran a su modo y ritmo; creó música, cuentos y cuadros. Y pensó en estudiar esas disciplinas: música, literatura y pintura. Al final, para borrar todo rastro de esa estrategia, estudiaría alguna disciplina que abordara la realidad desde muchas perspectivas, las necesarias que le permitieran tener un mínimo de control, pero no sabía cuál; sólo conocía doctores y abogados en la familia, pero no parecían ser lo que buscaba.

domingo, 25 de marzo de 2012

La Lógica del Silencio

Podía ser cualquier lugar, la Taiga siberiana, el bosque tropical de Borneo o el de Arrayanes en la Patagonia. Estaba en lo alto de una colina, apeado junto a un hombre cuyo nombre nunca supe; tenía barba cana e iba ataviado con un manto rojo. Mirábamos el bosque. Desde esa altura, sólo se alcanzaban a distinguir las copas de los árboles que se extendían hasta donde la vista daba.

La persona a mi lado me explicó que me habían quitado mi nombre y el de mi mujer; enérgico gritó: –¡Para continuar tu camino, debes recuperarlos!

Esa idea se fue apoderando de mí, doblegó mi ignorancia y postró ante sí cualquier indicio de voluntad. Fue como haber descubierto un destino reiteradamente negado.

Para recuperar mi nombre y el de mi mujer, tenía que internarme en el bosque que estaba frente a nosotros. La empresa no era sencilla porque nuestros nombres estaban dentro del cuerpo de cada uno de los dos dragones que desde esa altura podía mirar. A la distancia uno parecía bermejo y el otro sepia. Ambos se agitaban sobre sendas planchas de concreto. La lejanía los dotaba de un aire inofensivo.

–Te hablaré del primero –dijo con autoridad aquel hombre–. Antes que nada debes nombrarlo para que lo obligues a distinguirse de ti. Es fundamental que cada uno mantenga su distancia identitaria. Es indispensable que al primero lo convenzas de que su nombre es La Lógica del silencio.

–Eso no es un nombre –Alegué de inmediato.

–Es su nombre, pero si no lo convences de ello, se confundirá y te confundirá; ambos extraviarán sus identidades y pronto no sabrán qué de sus actos corresponden a lo que piensa y decide cada uno –dijo, con cierto aire de soberbia.

–¿Acaso no tienen consciencia de quiénes son, de que son dragones? – socarronamente le pregunté.

–El corazón de los dragones –dijo, como quien dicta cátedra– late porque refleja la actitud del hombre que los encara. Es importante que sepas que tú no perdiste tu nombre, no fue accidental, el dragón te lo quitó. Descubrir el porqué es parte de la aventura.

–¿Y el segundo dragón por qué me quitó el otro nombre? –perspicaz, le inquirí.

¡Porque las palabras que nombran lo que amas no tienen sentido si tu personalidad no es capaz de cristalizar en tu identidad, dentro y fuera del bosque! –aseveró con la furia del impaciente mentor que no observa entendimiento alguno en su discípulo.

Dicho esto, dio media vuelta y caminó; desapareció bajo la oscuridad de una cueva.

Después de esas palabras, emprendí el descenso para enfrentar a La Lógica del silencio. Mientras avanzaba, vi a lo lejos un río ancho de lenta corriente. Vi cómo el viento escamaba su superficie, como si miles de lenguas aerobias lamiéranlo a la vez: ¿el aliento del dragón?

Al cabo de una jornada de seis o siete días de camino, cayó una singular noche y con ella el confortante aroma de la tierra humedecida por el agua de una oscuridad inacabada por luna llena. Mis pies se hundían en el lodo; mi andar era lento, tenaz y accidentado. Me gustó sentir el lodo bajo las plantas de mis pies, entre los dedos. Continué así, Iluminado por la luna que parecía de cera pues goteaba su luz para marcarme el sendero, mientras su brillo menguaba. Escurrió su luminiscencia hasta extinguirse. De pronto, sentí un temblor en el cuerpo porque pisé la plancha de concreto; sabía que La Lógica del silencio estaba a unos pasos de mí.

Caminé sobre la plancha de concreto, su área serían unos 200 metros cuadrados; la tracción de mis pasos me dio una falsa sensación de seguridad. No había muros sobre la superficie de ese bloque de concreto No había lugar donde La Lógica del silencio pudiera esconderse. Me agazapé y miré hacia arriba, como si supiera que estaba por caer un meteorito. Nada.

Por puro instinto volteé hacia atrás y una bola de fuego me cubrió, me incendió, me convirtió en cenizas y me hizo volar; el fuego se tornó grisáceo. Fui el fuego; mis pensamientos fueron lumbre y mis recuerdos, calor. Dejé de existir orgánicamente. Fui consumido por el fuego del dragón, por La Lógica del silencio.

Desaparecí con el fuego, pero de alguna manera yo seguía ahí, mirando la plancha de concreto, bajo el cielo oscuro; escuchando el ruido del viento que movía las ramas y las hojas de los árboles. Tenía una sensación extraña; aún podía recordar lo que hacía ahí: estaba buscando a La Lógica del silencio. No lo vi más, había desaparecido. Con la mirada recorrí toda la plancha de concreto. Miré hacia arriba, a los lados. Por un instante me sentí un fantasma, un recuerdo terco y aferrado al espacio.

Quise mirarme; levanté mis brazos para verlos y constatar mi existencia.

¡El impacto fue fulminante!

No tenía manos sino garras y mi piel era escamada y bermeja: ¡yo era el dragón que buscaba!

Detesté ese momento por todo lo que implicaba. La impresión me hizo trastabillar y me ganó ¿mi propio peso?; caí hacia atrás. Sentí el impacto con la plancha de concretó y alcancé a ver en el aire mi larga y fornida cola.

Todo ocurrió sin percatarme, no sentí la transmutación. No pude incorporarme, no tuve la fuerza para mover ¿mi cuerpo? Fui incapaz de coordinar algún movimiento. La Lógica del silencio me abrumó implacablemente.

Por más que mis pensamientos minuciosamente organizaban un movimiento, no lograba controlar la magnitud de la fuerza que debía aplicar. Me sentía inválido y atrapado en un inmenso cuerpo que no era mío.

¿Cómo distinguirme de este dragón si siento con su cuerpo, si pienso con sus neuronas, si quemo con su fuego? –me pregunté mientras hacía tiempo– Me pareció absurdo iniciar cualquier acción sin entender qué y cómo estaba ocurriendo aquéllo.

¿Qué es un dragón?, me pregunté. Mi memoria me llevó a China y a Grecia; a la infancia y a la adolescencia; a la sospecha y, finalmente, a aceptar mi ignorancia. ¿Cómo había pasado todo esto sin darme cuenta? Primero me quitó mi nombre, luego el de mi mujer y ahora mi existencia. No sabía quién estaba percibiendo el mundo, si el dragón o yo; era claro que el mundo lo registraba a él, de mí no había rastro. Había sido borrado de la faz de la tierra y, sin embargo, ahí estaba, mirando y pensando, mirando y pensando.

En esos primeros momentos, intenté razonar mi condición, pero no hallé la hebra argumental que lograra distinguirme de esa otredad con la que cohabitaba en La Lógica del silencio. No miento si digo que empecé a temer que yo no fuera más yo y que fuera él. Que mi existencia y personalidad sólo hubieran sido una laguna mental de este dragón, o que eso que creí mi vida, hubiera sido producto de su imaginación, y no hubiera más remedio que continuar siendo este mítico animal.

El recuerdo de aquel hombre fue lo que ancló mi cordura a este nuevo cuerpo. Utilicé variadas formas para deslindar nuestras identidades, pero todas conducían a la locura, a la negación o a una esquizofrenia que me impedía razonar con rigor. Tenía que responder a una sola incógnita: ¿qué nos hace únicos, cuáles son las raíces de lo genuino?

Caí pronto en la falsa y pobre respuesta que para este problema brinda la ontología, porque las experiencias del ser son una serie permutaciones infinitas, pero a las que todos tenemos acceso. Creí hallar en el existencialismo una rápida evasión de esa circunstancia porque ofrece canales directos a la individualidad, que tampoco funcionaron puesto que la individualidad no es una certeza cabal, sino una ilusión, casi un accidente producto de la constante interacción con lo que no somos. Con La Lógica del silencio, la individualidad me posicionaba en el mundo donde más nos confundíamos.

Al cabo de unas horas, pude calibrar la fuerza necesaria para mover mis patas, alas y mi larga cola. Pude sacar fuego por la boca y, finalmente, volar. Eso me gustó porque controlé mis enormes garras.

Volé y volé por mucho tiempo, días, meses y años. Me acostumbré a ser dragón y sentí que podía dominar el mundo. No me quedaba claro si había olvidado o desistido de mis deberes, en todo caso fui negligente y me dediqué a disfrutar todas mis habilidades y poderes.

Sacar fuego era lo que más disfrutaba, porque era la forma de cortejar a las hembras.

Una noche, al cabo de mucho tiempo, conocí una de ellas y nos apareamos y recordé que yo tenía una mujer. Recordé que la amaba y sin embargo deseaba a esta otra hembra que no era mía. El dilema no era fuerte, puesto que continué mi vida así, amando a una mujer, recordándola, añorándola, pero cohabitando con otra, terriblemente atractiva; no había reflexión que no me condujera al final del día a su lecho para aparearme. Llegué a quererla, a pensar que la amaba y aunque no tuvimos descendencia, el deseo mutuo fue más fuerte que cualquier otro nexo.

Otra noche, lejana a la anterior, pude sentir que la incongruencia era demasiado fuerte para evadirla; supe que no amaba a esta hembra. Sentí a mi mujer. No sé si fue un aroma o un sonido lo que activo sus recuerdos en mí, pero de pronto percibí una enorme disociación en mi vida. Empecé a cuestionarme sobre la falta de armonía entre lo que pensaba que quería y lo que hacía para obtenerlo; vi con claridad que todas mis acciones me habían alejado de mi mujer durante todos estos años y me derrumbe. En pleno vuelo me vine abajo. Dudé que la caída fuera mía, pero al final los huesos rotos me causaron tal dolor que perdí el conocimiento. Al despertar, el dolor permanecía y no me dejaba mover. Era yo, pero sentía una ruptura fundamental.

Pensé que lo correcto sería negar mi existencia, renegar de lo que había aprendido en mi condición de dragón. Recordé que yo estaba dentro La Lógica del silencio y fue más importante entender todo esto, que intentar negar ese tremendo y dolorido cuerpo. Fue el amor a mi mujer lo que me hizo reaccionar y, en definitiva, saber que ese amor es lo que me hace único. La forma en que solía amarla era la fórmula añorada por mucho tiempo.

Noches adelante, el dolor ni siquiera había menguado, pero tenía tiempo para pensar. Entendí que no necesitaba negar nada para obtener una sola verdad, mi verdad; que ejerciendo mi personalidad y era probable que pudiera sentir mi identidad.

Mientras estos argumentos crecían y se afianzaban en mí. El dolor volvió a intensificarse. Pronto descubrí un patrón proporcional entre mis reflexiones y mi dolor, y estuve tentado a olvidarme del asunto con tal de no sufrir más.

Decidí seguir pensando en mí, en mi mujer, en mi entorno. Al cabo de unos segundos de ejercitar la mente con el cotejo de diversos pensamientos, me develé un pequeño misterio: hay que provocar las cosas que no existen, y la mejor forma de hacerlo es tocar, golpear, decir, hacer, gritar, insistir, insistir; quemar , separar, incrustar, agitar, pulverizar, tirar, romper, romper.

Lo que me mantuvo en la lucha fue descubrir que el dolor ya no provenía de mis huesos rotos, sino de mis entrañas, de mi piel, de mis ojos y mis venas; mi cerebro y mis garras. El fuego con el que incineraba cosas para cortejar hembras, me estaba quemando por dentro. Sentí el ardor y vi la lumbre; luego, me quemé hasta convertirme en cenizas y el fuego se tornó oscuro. Pronto, sin obtener un solo registro de la realidad, estaba ahí, encarando, sin premeditación, a La Lógica del silencio.

Aunque sorprendido, nuevamente, por la transmutación, guardé la compostura. Me sentí seguro y no dejé de mirar los ojos del dragón.

–No somos el mismo ser, a pesar de que hemos compartido el vuelo y el sufrimiento con el mismo cuerpo, y de haber decido y sentido a partir de los mismos razonamientos y pensamientos, somos diferentes –le dije con una honestidad que buscaba más explicar que convencer– Es importante que entiendas que yo he disfrutado lo vivido todo este tiempo, pero esa no era mi vida, era la tuya. No te diste cuenta o no quisiste ver la diferencia entre los dos. No espero una respuesta, en realidad te entiendo, tu nombre lo dice todo.

–Lo que no entiendo es ¿por qué me quitaste mi nombre y el de mi mujer, para qué los necesitabas si tú tienes tu propia existencia, muchas posibilidades de hacer lo que quieres por ti mismo?

El dragón, desesperado, se movía de un lado para otro, pero no decía nada. Amagó con volver a incendiarme, pero no lo hizo. Se acercó y sentí el olor y el calor de sus tremendas fauces. Por un momento sentí que era yo, que ese aliento era el mío, pero reaccioné. Me logré deslindar rápidamente de esa confusión.

Pronto mi diálogo se transformó en una retahíla de reclamaciones y a los pocos minutos, me estaba victimizando ante La Lógica del silencio. Sabía que todo lo que le achacaba era cierto, pero llega un momento en que las acusaciones pierden sentido. Uno cree que busca una disculpa, un arrepentimiento, mas no es así; simplemente no sabemos cómo expresar un dolor reiteradamente negado. Somos incapaces de reconocer que nos duele la ofensa que nos vulneró y que quizás fuimos demasiado confiados, consecuentes, o que quizás simplemente por ignorancia nos atraparon; muchas ocasiones nos choca la idea de nuestra propia indefensión, y somos demasiado severos como para permitir ternura en la autocrítica o en la apología, como si objetividad y la ternura fueran mutuamente excluyentes; así es muy fácil caer en la barranca del machismo en vez de saltar sobre el trampolín de la bravura.

Yo no sabía si el dragón me estaba entendiendo. Uno siempre asume, erróneamente, que todos disponemos del mismo cúmulo de experiencias para asir las circunstancias de la vida. Quizás para el dragón todo lo que ocurrió fue algo natural, después de todo el silencio es la operación más sencilla y preferida del miedo.

Sin darme cuenta me salí de la plancha de concreto. El dragón dejó de moverse y se quedó quieto. Tuve la impresión de que al fin empezaba a entender que no éramos lo mismo. Sentí rencor en su mirada, como si me reclamara mi partida, como si le debiera algo por haberme rebelado, por haberle impuesto mi personalidad. Me di la vuelta y no lo miré más.

Entonces, supe que de muchas maneras seguía sin ser el mismo que platicó con aquel hombre de túnica roja; mi forma de ser aún tenía que ver más con la de un dragón que con la de una persona. Mantenía el instinto de querer quemar todo lo que me obstruyera el camino. Tenía la sensación de desplazarme lento; estaba acostumbrado a volar. Deseaba cosas que se obtenían por la fuerza.

Estaba varado a la mitad, entre la bestia que dejaba detrás y el hombre que alguna vez fui.

Retomé el camino hacia donde suponía que estaba el otro dragón, el que tenía en su poder el nombre de mi mujer.

En el camino me fui acostumbrando, de nuevo, a mis pequeños, pero sólidos pasos; a utilizar mis brazos y piernas para abrirme paso entre la maleza. Toda esa serie de esfuerzos me fueron humanizando, me enseñaron a sentir la humildad y la modestia como atributos compatibles con la inteligencia y la gallardía.

Varias semanas después de haber dejado atrás a La Lógica de silencio, me detuve en lo alto de una colina y miré una parte del bosque que estaba libre de árboles y plantas. Una larga sábana verde se extendía ante mi vista. Sentí un rumor dulce y misterioso que se parecía a la vida, y mi camino reanudé.

sábado, 18 de febrero de 2012

Tres Breves Ensayos sobre Tres Mujeres Ignotas

Cuando era niño, como de siete u ocho años, escuché en una plática de adultos, seguramente amistades de mi madre, hablar sobre el amor y no entendí nada; hoy, 30 años después, lo conozco; lo he experimentado, pero sigo sin entenderlo, aunque sostengo que es innecesario.

En aquella ocasión uno de los interlocutores decía que el matrimonio era resultado de un dilatado proceso de ensayos; recuerdo las palabras justamente porque no supe el significado de ninguna. Quizás este estigma haya permanecido a lo largo de mi vida: retener, casi hasta memorizar, los hechos o dichos que no entiendo. Tal vez por ello es que suelo apasionarme con mujeres a las que me resulta imposible descifrar; ni siquiera digo predecir, sería absurdo, pero sí conocer los principios de sus singulares reacciones.

Ante el sopor que me causa el recuerdo de algunas de ellas, me alivia pensar que el no poder acercarme para aprenderlas no es más que un ensayo, el dilatado ensayo que muchos han sentido de maneras tan diversas en sus vidas.

Hablo aquí de tres mujeres, cuya evidencia de mi existencia en sus vidas es casi nula.

Pero como la excepción hace la regla, he de confesar que sólo una de ellas guarda en su relicario mi pasado; fue mía en la única forma que uno puede poseer a otra persona: en secreto.

La Multiplicidad de sus Bellezas

¿Sabes?, recién me di cuenta: cada vez que miro las distintas bellezas que habitan en ti, se incorporan, desde mis entrañas, las distintas valentías que corresponden a cada una de esas versiones de vos: la guerrera, la ocurrente, la sensual y la carnal. Esas valentías que desgarran los velos de mi inmanencia, también tienen sus nombres: la tenaz, la optimista, la seductora y la carnal. Es un juego de correspondencias, de causa y efecto. La belleza entendida como verdad y la valentía, como recurso de libertad.

Fíjate que nuestras palabras son puente y frontera. A veces dos senderos inventados por nuestras huellas; la lectura de éstas, inveterada estrategia mediante la que nos aprendemos. Lectura y aprendizaje, trampa elegante cuando son falso dilema contra la vida. ¿Ser pacientes y prudentes y aprender su secreto alfabeto?… ¡No, jamás! Yo te quiero decir que si no existiera tu rostro sería la invención de mi deseo; y tu voz, el producto de mis ganas de escuchar que me nombras; y tus ojos, resultado de las ansias por sentir que el pincel de tu mirada, remata con ahínco los trazos de carbón que hay de mí en tus ganas.

En verdad que irte conociendo me ha dejado sentir mis viejas creencias como rejas. Ese ramo de fotos, Pangea de mis pasos, espacio de mi viaje, hidrógeno de mi mente. En él descubrí con sencillez y alegría que al mundo lo puedo sintetizar en tres fotos tuyas.

Pero hablemos de silencios: el de la sospecha causa ansiedad o angustia; el de la ignorancia es bastante terrible e incómodo, casi intolerable; el de la desconfianza, amargo y desgarrador; el de la inocencia es quedo, frágil, casi inexistente, casi consentidor y aterradoramente implosivo. En cambio, tu silencio deliberado es la confabulación de mis equívocos, el festival de mis desatinos y la premura que embarga nuestras afinidades.

Montaña. La Mujer de la Belleza Horizontal

Sí, me gustas, pero eso ya los sabes. Lo que no sabes es cómo me gustas, que es más divertido y entretenido.

Pero una declaración así, por más acompañada del diccionario y la historia, se pierde en las honduras del tiempo, si no es causa o efecto del cruce y engarce de instintos e intenciones; de tactos y humedades.

Quiero hablar de ti, de tu belleza. Probé algunas metáforas que sólo me condujeron a lugares comunes y ninguno trataba de ti. Entonces observé mi error: quería acercarte por medio de canciones y poemas escritos por otros para otras; incluso, esa estrategia empobrecía tu recuerdo. También caí en la cuenta que así te perdía: elusiva mujer de nariz escalena y mirada antigua; tan antigua, que cuando me miras siento que me abren la puerta a un verano europeo decimonónico, con tu nariz como puente.

Tienes varias bellezas; una es obvia: tu belleza vertical, cuyo emblema es esa nariz que funge de puente para acceder a otros tiempos. Pero esa belleza todos pueden verla, aunque no la entiendan; hay otra: tu belleza horizontal. Es posible que sospecharas de su existencia, que la percibieras como a veces sentimos a nuestros muertos queridos, pero sé que no la has descrito ni llevado en acucioso registro. Tu belleza horizontal contiene tus vidas, desde la niña con el vestido sucio y raído hasta la mujer con los muslos atléticos y tibios; como la vaina del ejote que a sus semillas alimenta y cuida. Todas las que eres tú existen en una comunidad que te nombra, arrulla y castiga; ese nombre que te desnuda y que hace que en el desamparo más terrible, adquieras nuevas cualidades para salir inerme y sonriente. ¡Ah, tu sonrisa! Es preciso hablar de ella, porque si bien tu nariz es el puente, tu sonrisa es el acertijo vencido de tu inteligencia y ternura, que permiten el acceso a tu belleza horizontal a la que se entra y sale por tus ojos.

¡Súbitamente, se me impone una ilusión!: Abres y entras por la puerta con fuerza, como una bofetada, como un felino furioso que descarna a su presa, como la primera rabia de un despecho. Caminas en varias direcciones. No me has visto y yo no sé si eres una proyección de mis deseos o soy yo el reflejo de un olvido o de tu descuido menos deliberado. En esa confusión te descubro de diferente manera y ya no puedo dejar de pensarte, entonces se me ocurre esto de tu belleza horizontal. Escribo y me doy cuenta que en ningún momento la defino. Me sorprendo porque en realidad no sé lo que quiero darte a entender con esa frase. Me digo: se escucha bonito, ¿pero no sé qué significa? Regreso de ese ensimismamiento repentino y, al cabo de un par de horas, sé, finalmente, que tu belleza horizontal no es un concepto y la frase no pretende definiciones; que tu belleza horizontal semeja un módulo de tiempos y espacios que incluyen lo que te rodea y a quienes te rodeamos; me implica escribiéndote en este momento: si estás en él todo me gusta más. Esta es una forma de aproximarme a tu belleza horizontal. Sin ti, este mundo, que ya no sé si es tuyo o mío, empieza a ser bizarro, habitable pero inaprensible, y sin embargo, paulatinamente, tú también te vas despojando te ti misma y te vas vertiendo en el mundo que vos, al parecer, creaste y en el que sin planearlo estás empezando a sentirte mejor; también inventada, por la belleza horizontal de la vida.

La Mujer y su Arqueología

El mundo es una invención de tu cama: a veces lo improvisa  y otras lo planea.

Sé que la noche que lo oscurece es arrastrada por tus párpados que simulan cansancio porque no son capaces de contener el sollozo carnal de tu entrepierna. Porque entre tus estertores y jadeos, sufres y gozas, porque eres incapaz de soltar las heridas y con ellas prefiguras tu muerte chiquita.

Soy la sombra que se ampara en tu noche; oscuridad que aprovecho para entrar en ti como un ladrón y en vez de hurtar, depositar testimonios de mi existencia en las grutas de tu ser. Así, en algún momento del porvenir, los arqueólogos de tus sueños e ilusiones te revelarán que siempre estuve ahí; por un tiempo te ocultarán que la historia no es como la venían contando, porque no sabrán cómo explicarte que la sonrisa que mostraste la primera vez que me viste, no fue sino el síntoma de intentar cuidar en mí lo que nadie vio en ti; y como no supiste diferenciar amor y ternura, creíste que te habías enamorado, pero no fue cierto, fue vecindad emotiva, ¡pero qué amo-tiva!

Y pensar esto y otras cosas, mientras platicábamos en la cama, nos fue enseñando a golpes, durante largos años, que el silencio es una de las rutas más directas al sufrimiento.

El amanecer es la evolución de tus párpados cerrados hacia su apertura, con ese perfume rosado ávido por impregnar las sábanas. De día, tus sueños e ilusiones continúan los trabajos de arqueología. Harán el descubrimiento de una colección de nuevas piezas: pinturas, armas y diversos instrumentos cuyas funciones serán inciertas. Pronto te interesarás en ellas. Algunas estarán incompletas; otras, simplemente rotas. Los dibujos parecerán pictogramas, pero eso se sabrá más tarde, cuando lleguen los criptólogos y filólogos. Algunos aventurarán que su antigüedad es considerable, comentario que te intrigará. Estarás muy interesada por los descubrimientos, pero lo más importante es que seguirás buscando un sentido, un nuevo significado a todo eso. Empezarás a sentir, con el pecho henchido y relajándose, que tienen más que ver contigo de lo que puedes imaginarte. Sabrás que hubo vida ahí, dentro de ti, pero en el desamor y la anticoncepción, el pasado de un minuto o de 20 años luce igual, como ruina de la pasión.

En el informe final, los arqueólogos hablarán de la correspondencia, que tus ojos me descubren el mundo, que en tu sexo miro futuro, y que las noches que me duermo contigo y las mañanas que despierto abrazándote, siguen siendo una operación del deseo.