jueves, 16 de diciembre de 2010

Primogénitos Reflejos

Tenía perfectamente grabadas las imágenes en su cabeza. Las de una película de Stanley Kubrick que de niño vio en la videocasetera vhs que su padre llevó a la casa; era la última novedad en materia electrónica. En dicho film, un par de exploradores cruzaban a pie un desierto desconocido. En algún momento se encontraron con un extraño hoyo sobre la carpeta de arena.

–¡Tom, Tom, I've found water… I've found water! –Le gritó desesperado William K. McCormack a su compañero Thomas Mikelsson. McCormack tenía todo su brazo hundido en un agujero de unos 30 centímetros de diámetro. Cuando sacó su mano para mostrársela a su compañero, ésta se encontraba completamente seca.

–¿It's a joke, Will? Just look at your fucking hand –Le gritó Thomas a McCormack quien miró su mano y se quedó estupefacto, a medio camino entre la burla y la duda.

Tom se acercó y metió la mano en el agujero. Sintió con asombro que sus dedos eran humedecidos por una fuerte corriente de agua fresca. Se le enchinó la piel del brazo y rápidamente lo sacó para mirar sus dedos. Se quedó azorado y con el razonamiento trémulo sólo alcanzó a balbucear.

–This water doesn't wet, doesn't wet –Se repetía mientras alzaba su brazo cuyo puño cerrado se interponía entre su mirada y el sol; la mirada de William también se apostaba en él.

Era todo lo que Román recordaba porque la película no estaba completa; siempre que la ponía terminaba ahí; defecto del videocasete. A él le inquietaba el porqué esos exploradores tocaban agua que no los mojaba; le pareció mágico, sensacional que hubiera un agua que no mojara. Era la época en que leía cómics en las revistas. Héroes y villanos con poderes magníficos, extraordinarios.

Pero nada se comparaba con la obsesión por saber qué era esa agua, de qué estaba hecha. Pasó años imaginando incontables hipótesis. Un niño de seis años que en vez de estar corriendo y haciendo travesuras con sus compañeros de la cuadra o de la escuela, se la pasaba leyendo monografías que compraba con los domingos que le daba su padre. Porque antes de echar a volar su imaginación sintió la necesidad de enterarse de muchas cosas, saber y conocer lo que es el agua, la piel, las sensaciones corporales; la humedad y sus consecuencias en los objetos sólidos y secos.

Luego, quiso comprender y leyó algo de filosofía y ontología. Pasó de estudiar objetos concretos a informarse sobre las abstracciones para saber sobre la sustancia del ser de los objetos y sujetos. Nuevamente, regresó a los aspectos concretos del ser, pero ahora concentrándose en los fenómenos físicos de aquéllos; le interesó la materia y la energía y su devenir dialéctico. Descubrió que existían leyes que explicaban algunos de los fenómenos que más le impresionaban: la termodinámica, la gravedad, la relatividad o la hidrodinámica. Le preocupaba mucho la Ley de la entropía universal, la del ser; algún tiempo eso lo angustió.

Aunque nada de lo que leyó pudo darle pistas sobre un agua que no mojaba, sí le dio un cimiento teórico que le afinó la intuición y la imaginación sobre cómo plantear posibles respuestas. Sus favoritas fueron las más inauditas que se le ocurrieron; no le gustaban las lógicas.

A los 15 años descubrió la poesía y el sexo de la mujer, porque para conocer a las mujeres aún le faltaba mucho por vivir. Una vez le dijo a una vecina que le gustaba mucho.

–Tu aroma es como el recuerdo de una vida imaginada; no existe, no moja, pero cómo me enamora.

Al terminar de pronunciar ese verso de A. Botafogo, se acordó del agua que no mojaba, de la película. Tenía más de tres años que no pensaba en ella. Pero encontró un símil entre esa agua desértica y lo que pasaba cuando les leía poemas a sus amigas o pretendidas. Ellas quedaban encantadas cuando escuchaban a Román recitar, un tanto por la gravedad de su voz y otro tanto porque memorizaba los versos con facilidad. Pero él no sentía esa magia que supone la recepción de los versos del poeta. Sólo se aprendía las coplas y las recitaba para ver las dulces sonrisas en las caras de sus amigas o las chicas que le gustaban; no era capaz de sentir, de participar o conmoverse con los textos de los vates. No encontraba esa pasión-amor por el género; en cambio, esa fama de juglar lo llevó rápidamente a tocar una vagina. Había besado a muchas chicas, se las había fajado, cachondeado, pero nunca había posado sus dedos dentro del sexo de una mujer. Esa vez mojó sus dedos y tuvo una fuerte erección, pero no perdió su virginidad.

Tiempo después cambió los poemas por el Rock. Dejó de recitar y se dedicó a coleccionar discos y revistas de sus bandas preferidas. Conoció la mariguana, mas se estacionó en el alcohol. Esta música lo llevó a los antros y en éstos conoció a gente diferente con gustos diferentes. Se involucró con muchas mujeres, incluso estuvo en orgías. Conoció más drogas, pero sólo se estacionó en el alcohol. Al conocer a más mujeres empezó a conocer a la mujer; al estar con muchos amigos encontró a su mejor amigo para siempre.

Pero ni los discos ni las revistas de Rock lo empaparon. Sucedió algo similar que con la poesía, únicamente que ahora en vez de encontrar placer en las sonrisas dulces de las chavas, lo encontraba al coger con ellas; cayó en la cuenta de que no había tenido relaciones con ninguna mujer en sus cinco sentidos, siempre estaba drogado o pedo o crudo por lo menos; volvió a caer en la cuenta de que no sentía en su cuerpo ni su mente al Rock; tampoco le gustaba estar drogado. Había estado imitando inconscientemente a uno de sus muchos amigos; el mayor, al que admiraba desde que lo conoció. Llegó a sentirse atraído por él, pero sus prejuicios sexuales le impidieron, incluso, sostener la idea en su mente por más de unos segundos.

No fue una juventud vacía ni desperdiciada; no podía explicarse de ninguna manera el hecho de haber disfrutado el cuerpo de tantas mujeres y los efectos de tantas drogas y, sin embargo, a la vez estar insatisfecho. Fue una época placentera, sí, pero igual no se sentía pleno. Tenía todos los discos oficiales de Led Zeppelin, todos sus bootlegs de alta calidad, pero no los escuchaba. Tenía toda la colección de Frank Zappa y aún desconocía varios de sus discos básicos. No se sentía un farsante, pero se le parecía mucho.

Pensaba en muchas de estas cosas cuando se quedó mirando el poster de Conecte que estaba pegado en la puerta de madera de su habitación. Aparecía Ritchie Blackmore empuñando su guitarra frente a una multitud, la cual no se veía, pero su lira tapaba parte de un reflector. Dicha escena lo condujo inmediatamente cuando Thomas Mikelsson tapaba el sol con su puño cerrado.

–Esta agua que no moja… no moja –Se repetía en voz baja Román una y otra vez, mientras su mirada se perdía en la Excálibur del roquero inglés.

La inercia de la promiscuidad de Román se reflejó en su primer matrimonio. No amaba a su mujer, pero la admiraba mucho y, sobre todo, se llevaban muy bien en la cama. A los tres años se separaron. Causas pueden ser muchas o ninguna. Para Román fue el hecho de la responsabilidad paternal. No quiso ser padre, pero ella no le dio alternativa porque simplemente lo tuvo. Él se fue de la casa, no quiso siquiera conocer a su hijo.

Se fue para Sonora, en el autobús iba pensando en su hijo y en su ex. En realidad ambos eran sólo el muro que no lo dejaba ver lo que en realidad sentía: un profundo miedo o aversión a dejar de vivir como lo había hecho hasta entonces. Este temor, a su vez, era la pantalla para no dejarlo ver ni sentir un horror más profundo: que su hijo pudiera hacer lo que él no. Sin embargo, este horror, era la forma simbólica con que su mente representaba su fobia mayor: su hijo tal vez lograría mostrar al mundo su mano mojada contra el sol. El viaje por carretera no le alcanzó para llegar a estas brumosas instancias; se fue pensando que recuperaba cierto grado de independencia al separarse de su familia.

En Sonora volvió a probar drogas que no consumía desde años atrás. Se emborrachó muchas veces y conoció a muchas mujeres. Se aburrió a los dos meses. Lo único memorable que se trajo de allá fue un libro de un amigo poeta que acababa de publicar y una cicatriz en la ceja derecha, producto de una riña con un sicario de algún cártel, que no se animó a matarlo.

Cuando llegó al Distrito Federal, no buscó a su familia. Llegó a un hotel de paso y antes de acostarse se miró en el espejo. No era el de antes, pero se sentía con la misma vitalidad.

Se fue a dormir y soñó que estaba escribiendo en una libreta los diálogos entre Thomas Mikelsson y William McCormack, sólo que en el sueño éste le explicaba al primero que no se trataba de agua sino de una corriente subterránea de energía. Entonces Román comprendía, dentro del sueño, que esa caminata por el desierto en realidad era la búsqueda deliberada de ese agujero, que los exploradores habían tenido éxito en encontrar la corriente de energía. Luego se le reveló que ese era uno de los puntos esenciales para dominar secretos poderosos de la vida.

Will y Tom conversaban sentados frente al agujero en la arena.

–The question is: from where comes this flow? –Comentaba un circunspecto McCormack.

–I don’t know, Will. Certainly not we know from where, but neither where it goes –Tom miraba el cielo negro y estrellado, con un rostro que reflejaba contrariedad.

Alguien le contaba a Román, alguien ubicuo, quizás la arena, tal vez el cielo negro y estrellado, que el sol o la luna o cielo; no, el desierto son los restos de la indecisión, en donde la inoperancia divina y la negligencia humana convergían. Román despertó.

A los 52 años, su sabiduría lo dejaba donde estaba, pero su inteligencia lo jalaba a otros lugares, de su pasado y de su presente. Podía decir que se conocía como nadie, pero se quedaba callado cuando alguno de sus amigos hablaba de sus hijos. No es que no supiera qué decir, sólo no quería decirlo.

Nunca se arrepintió, pero sí modificó algunas actitudes. No se sintió solo y para sostenerlo, buscó y enamoró a una mujer mucho menor que él. No se dio cuenta de que ella fue la que lo enamoró. No se percató de que empezaba a tener ganas de mojarse por esa mujer. Ni su instinto ni su olfato permitieron que advirtiese que se había convertido paulatinamente en la mano de Will y de Tom, pero tampoco dejó de ser ese espectador taciturno lleno de gallardía que cuestionaba la película.

Con los años había construido un diálogo enorme con esa película; durante algunas fases fue explicador; otras, un simple testigo. La mayoría de las veces fue el agua inexistente, incapaz de mojar. Quiso ser Thomas y luego William, pero jamás dejó de ser el desierto, hasta que una mañana fue la mano en ¿la corriente de agua?

Amó a su mujer, la deseó. Quiso hacerle el amor en una noche invernal de principios de siglo; la embarazó. No supe más del caso, pero imagino que Román se dejó mojar por la vida y la mojó. Es posible que en la humedad él encontrase el punto de partida y el destino de esa corriente subterránea, la trama que aviva el suspirar.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los Arrestos de Lucrecia

¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! ¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

Lucrecia abrió los ojos y supo que había estado soñando que una voz le gritaba cerca de la oreja: ¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! Tenía los ojos abiertos pero no veía nada, ni la luz del farol que entraba con fuerza por la puerta de vidrio del balcón ni la opacidad brillosa que aquélla ocasionaba en el reloj de pared que estaba frente a su cama.

Pronto se percató que afuera estaba lloviendo y sobre el vaho que empañaba la puerta de vidrio del balcón, estaba escrito: reconocerte es la ruta donde muere mi furia; carne mía que con tremendo amor ahogas mi ser.

Se espantó, sintió cómo el frío le cerraba los poros de la piel. Sintió un calambre que en la oscuridad es como la ponzoña de un insecto fugaz y horroroso. La invadió el pavor como una impaciencia constipada. Miró nuevamente a la puerta del balcón; nada, no había nada escrito, ni siquiera el vaho. Sólo entraba a la pieza la luz naranja del farol que iluminaba la calle empedrada.

Lucrecia, agitada, volvió a abrir los ojos; se incorporó y quedó sentada sobre su cama. Despertarse por segunda vez era sumamente extraño. No recordaba su sueño pero estaba segura que era importante hacerlo; pocas veces en su vida había despertado con la desesperación por recordar lo soñado. Con la linterna que guardaba en el cajón de su buró, iluminó las manecillas del reloj de pared: las 4:30 de la mañana; aún le quedaban un par de horas para dormir.

Era una clara mañana de verano, cálida también. Lucrecia madre había dispuesto el desayuno sobre la mesa, para que Lucrecia hija no tuviera que esperar mucho antes de irse a trabajar. Empezaron a desayunar sólo las dos, como todos los días entresemana.

Un par de horas después, como todos los días, Lucrecia fue ayudar a arreglarse a su esposo que diez años atrás tuvo un accidente en la fábrica y había quedado postrado en una silla de ruedas.

Su pensión no alcanzaba más que para mantener su alcoholismo quincenal y alguno que otro cachivache; sólo tomaba a la mitad y al final de cada mes. Fechas en las que sin excepción recordaba y se lamentaba de no haberse ido con su primo Jesús a Estados Unidos. Allá por los años cuarenta, cuando el programa Bracero, cuando aún los dos compartían la audacia como actitud e ilusión. Fechas en las que recordaba con algo de amargura, que su primo también estaba pensionado con 680 dólares mensuales, y no los cochinos 2 mil 100 pesos mensuales que el Seguro le tenía reservados cada día primero. Más de 20 años de trabajo, igual que su primo.

–Lucrecia, no puedo más… quisiera morirme… irme lejos… –Dijo el esposo arrastrando la voz y la mirada en el techo.

–Cállate José, siempre con lo mismo cuando estás borracho, solía reclamarle ella con tono y ritmo de contestadora telefónica.

Lucrecia, salvo de camino al trabajo y de vuelta a su casa, ya casi no se acordaba de su hermana mayor que había fallecido; según los doctores, de cáncer. Sabía perfectamente que fue de tristeza, la que le dejó la partida de Julián. Lucrecia fue la única que supo de la doble vida de Julián, y la única que vio llorar a su hermana porque él vivía con su familia y no estaba mucho tiempo con ella. La vio doblarse de desamor cuando le contaba que él, estaba con su esposa. Lucrecia jamás entendió cómo fue que su hermana llegó a enamorarse tan enfermizamente de un hombre que jamás la tomó en serio.

Los pensamientos de Lucrecia estaban dedicados casi por completo a Ricardo. La noche previa éste le había propuesto matrimonio. Ella aceptó de inmediato.
En la noche, al llegar a casa y ver a sus padres frente a la televisión, juntos, le pesó que dependieran económicamente de ella, le pesó en su futuro porque no sería fácil dejarlos, aunque les destinara una mensualidad.

La escena fue preambular porque sin haber expresado la noticia a sus padres, y de manera inconsciente, Lucrecia estaba empezando a boicotear sus propios sentimientos. En ese espacio que media entre el corazón y la cabeza, ella reproducía y derruía su compromiso matrimonial. La culpa disfrazada de compasión se le aparecía a Lucrecia en la sala, en forma de lástima.

No hay peor/mejor manipulación que la infusión argumental a través de ojos egoístas. La versión más fina de esto ocurre cuando se logra sembrar una idea en otra persona y previamente se ha acondicionado a su alrededor un invernadero; en su versión más burda y precaria, la manipulación se instrumenta por medio de la imposición de una orden al amparo de cualquier autoridad.

–Mamá, ¿puedes venir tantito?, tengo que hablar contigo –Dijo mientras se acomodaba en el comedor de la cocina.

–¿Cómo te fue en el trabajo?... Ya ni te dije nada, pero asaltaron a Magos…

–Me voy a casar Mamá.

Lucrecia se quedó muda al escuchar y Lucrecia se quedó muda al decirlo.

No sabía si felicitar a su hija. Sin duda alguna la noticia la afectaba en diferentes y opuestos sentidos. Pasaron algunos segundos y decidió hacerlo con un fuerte abrazo.

Lucrecia se sintió mal. No soportó el abrazo de su madre y empezó a pensar en voz alta.

–Tengo miedo, no sé si vaya a funcionar o a resultar como la vez pasada. Tengo miedo, pero estoy contenta. Creo que puede funcionar –Reflexionaba como quien le cuesta creer lo que dice.

–Piénsalo muy bien, hija. Yo quiero que estés tranquila, serena; que ya nadie te haga sufrir como Fernando.

–Sí Mamá, lo sé.

–¿Qué le respondiste?

–Que sí, que me quiero casar con él.

–Ay, hijita…

–Qué, por qué lo dices así. Pareciera que estás en desacuerdo.

–Es que te noto muy insegura, hija. Sólo quiero que sepas que siempre vas a contar conmigo, con nosotros, que nunca vas a estar sola.

Las palabras finales de su madre, la hicieron sentirse profanada en su intimidad. Sintió a su madre en su mente, fuera de lugar, pero le pareció a la vez tan familiar la sensación que pronto olvidó esta reflexión. Se fue a despedir de su padre y se metió en su habitación con lentitud, esa que sólo la inseguridad es capaz de proveer, como si se ganara algo con no hacer ruido por la vida, como si el silencio fuera una fuente de sortilegios para perpetuar la tranquilidad.

La decisión que le comunicó su hija fue como un golpe de martillo porque suponía cambios en su vida, en la de su familia, en lo suyo.

¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! ¡Aaaaaaah!... ¡Aaaaaaah!...

Lucrecia abrió los ojos y supo que había estado soñando que una voz le gritaba cerca de la oreja: ¡Para no escucharte voy a gritar más fuerte que tú! Tenía los ojos abiertos pero no veía nada, ni la silueta de su marido al lado ni las manecillas fosforescentes del reloj de su buró.

Pronto se percató que afuera estaba lloviendo y sobre el espejo de la pared, escrito con lápiz labial, se leía: reconocerte es la ruta donde muere mi furia; carne mía que con tremendo amor ahogas mi ser.

Se espantó, sintió cómo el frío le cerraba los poros de la piel. Sintió un calambre que en la oscuridad es como la ponzoña de un insecto fugaz y horroroso. La invadió el pavor como una impaciencia constipada. Miró nuevamente al espejo; nada, no había nada escrito. Se escuchaban solamente los ronquidos de su marido a fin de mes.

Lucrecia, agitada, volvió a abrir los ojos; se incorporó y quedó sentada sobre su cama. Despertarse por segunda vez era sumamente extraño. No recordaba su sueño pero estaba segura que era importante hacerlo; pocas veces en su vida había despertado con la desesperación por recordar lo soñado. Miró su reloj de muñeca con manecillas fosforescentes: las 4:37 de la mañana; aún le quedaban un par de horas para dormir.

Era una clara mañana de verano, cálida también. Lucrecia madre había dispuesto el desayuno sobre la mesa, para que Lucrecia hija no tuviera que esperar mucho para irse a trabajar. Desayunaron juntas.

–Oye Mamá, no quiero ser grosera, pero no quiero que invites a Julián a la fiesta. Yo sé que ha pasado tiempo, que ahora es viudo, que nos hemos encontrado con él por casualidad, pero eso no es motivo para que lo invitemos a esta reunión –El tono de Lucrecia era represivo y no lo disimulaba con sus gesticulaciones.

–Pues yo no sé por qué reaccionas así, Lucrecia, ya sabías que iba a invitarlo. Me hubieras dicho con tiempo; la reunión es en dos días –Respondió sabiendo a dónde conducía esa reprimenda.

–Ya sabes lo que pienso de él…

–Pero por qué eres tan rencorosa con él si nosotros nunca hemos sido así con nadie. Él quiso mucho a tu hermana; no se dieron las cosas, pero sí la quiso. Ella era feliz tan sólo con hablar de él.

–Mamá, hablas como si el rencor fuera algo malo. Es una reacción bastante lógica después de lo que le hizo a mi hermana, ¿sí recuerdas lo que te dije, verdad?

–Ay, hija, pero no podemos vivir así por siempre.

Lucrecia no continuó con la charla y se limitó a darle el dinero a su madre para las compras.

–Con esto alcanza hasta para los vinos; seremos sólo siete personas –Lucrecia se dio media vuelta y salió de la casa sin despedirse.

No puso el dinero sobre la mesa ni sobre el televisor como acostumbraba; se lo puso en la palma de la mano. Era una instrucción sorda, pero estruendosa para Lucrecia. Cerró su mano al sentir los billetes y las monedas, con un gesto de anémica frustración, similar al conformismo.

Era un juego, su juego; el juego de las Lucrecias. La manipulación era el pretexto para seguir expresando erráticamente soledades que a Lucrecia madre le venían del pasado y a Lucrecia hija, del futuro.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Tu Aroma y tus Sedas Marrones

Tu aroma es un éxito de la naturaleza,
que aprueba el desborde de tu pasión;
también prestidigitador que reta mis destrezas
en las artes para estimular tu flor.

Tu aroma me inventa como el destinatario
ignoto que cursa tus sedas marrones.
Mi amor trasmina el desaliento del sedentario;
lacta mi hombría por tus corredores.

Extiendes tu sensualidad por tus brazos y tus piernas;
El futuro es difuso en la cama.
Tus labios son pinceles, la luna es tu acuarela;
hoy mi cuerpo es tu lienzo; pinta en él las secuelas.

Tú te mueves y descansas inmanente a mi pieza.
Yo ensayo sobre tus sedas marrones.
Sos impasible y tormenta; luego, húmeda tierra;
el remanso de mis avatares cada que despiertas.

Tu aroma es un éxito de la naturaleza,
que aprueba el desborde de tu pasión;
también prestidigitador que reta mis destrezas
en las artes para estimular tu flor.

Tu aroma me inventa como el destinatario
ignoto que cursa tus sedas marrones.
Mi amor trasmina el cansancio de los sedentarios;
lacta mi hombría por tus corredores.

jueves, 16 de septiembre de 2010

El Síndrome de la Tortolita

Voy caminando por las calles empedradas de la ciudad de Guanajuato. Calles de subida y de bajada. Voy llegando al cruce de Camino Lotario y Municipio libre, doblo a la izquierda sobre ésta. Llegamos a esta ciudad hace más de 80 años; esto sólo eran laderas verdes. Al finalizar, giro a la derecha para agarrar Avenida Ashland. Acá murieron mis padres, mis hermanos y mi esposa, a quien conocí en San Miguel. Casi llego al Parque de las Ranas; esta calle tiene una pendiente bastante inclinada y en descenso; por fin llego, Avenida Miguel Hidalgo.

Suelo venir todas las mañanas a caminar por la vereda que rodea al parque. De viejo, uno se acostumbra a tantas cosas con demasiada facilidad. A las señoras que vienen a ejercitarse y que al verme pasar me sonríen o saludan, pero con quienes jamás logro platicar. O aquel joven que siempre está corriendo y viendo su reloj, y que nunca me mira. Las gorditas, madre e hija, que nunca empiezan a correr y nomás se la pasan caminando alrededor del campo.

Entre tanta cosa que uno puede ver en el parque, perros, zanates, ardillas y demás, lo que más llama mi atención son las tortolitas. Desde niño, en Guadalajara, las miraba, pero sólo significaban aves que comían y volaban; hoy, advierto en estos animalitos muchas más cosas que su simple forma graciosa de caminar. Con base en años de observación, he logrado descubrir cierto sistema en su comportamiento.

Las tortolitas caminan y caminan como si estuvieran calibrando la calidad de recepción de un radar interno. Sus miradas no ayudan mucho a deshacerse de esta impresión, porque parece que un hilo invisible las ata al mundo que las circunda; miradas que rara vez son interrumpidas por un parpadeo.

Lo interesante sucede cuando, por alguna desconocida razón, las palomas se enganchan de algún objeto en movimiento; una vez que lo detectan y que les interesa, avanzan hacia él. Pareciera que pretenden ser sagaces cazadoras y mientras más se acerca el objeto elegido, más apresuran su paso que no por rápido deja de ser gracioso. Luego la velocidad se les sale de control y más que avanzar con prisa lucen precipitadas, como si un apéndice de la fuerza de gravedad las dominara. Cuando la colisión parece ineludible, abruptamente lo esquivan y se alejan ilesas, como si fueran las víctimas de una confabulación urdida bajo la frágil penumbra de que es capaz una persona, casi al mediodía. Se alejan espantadas y salvadas, casi agradecidas de lo que ellas mismas iban a provocar. Buscan su miedo para reafirmarlo y confirmarlo; no lo niegan, no lo esconden, no lo curan.

No son muchas las cosas que puedo hacer a los 87 años de edad, pero de las pocas con que aún me licencia la vida, es poder observar y creer que sigo aprendiendo. Cosa curiosa, en los viejos la duda es una virtud; en los jóvenes, una inseguridad. La juventud, la infancia, son recuerdos como de otra vida. Como si mi niñez me la hubiera leído mi madre en aquel libro que siempre tenía en mano cuando me llevaba a dormir, y que jamás pude leer. Alcanzo a recordar su cara y sus ojos mirándome; la luz de las velas iluminando su rostro, pero no recuerdo sonidos, olores, o el tacto de sus manos sobre mi frente y pelo, sólo recuerdo esa mano posándose ahí; de eso ya no hay rastros en mi vida. Ni siquiera siento nostalgia, sólo el puro pensamiento. Únicamente cuando alguno de mis hijos o nietos me preguntan por ella, es cuando las remembranzas se iluminan un poco y logro recordar sonidos o alguno que otro detalle. Quizás no, quizás sólo sea el efecto de la alegría que me da cuando los veo interesados en mi pasado. Decir el nombre de mi madre en silencio o hablarlo frente a mis nietos es algo totalmente distinto.

Dios mío, ¿qué soy yo?, un viejo de 87 años que a veces se olvida hasta de su cumpleaños. Cansado de caminar y de los caminos empedrados; cansado y descansando en este columpio que sirve para divertir niños que tienen tanto por vivir. Ahora los jóvenes se suicidan; en mis tiempos eso no pasaba, son males que trajo este nuevo siglo.

La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón. Casi todos mi amigos se fueron poquito a poco. José y su dicho: “si el agua destruye puentes y caminos, qué no hará con mis intestinos”, previo a cada borrachera que se ponía. Lo hacía parecer tan fácil. El único que se fue de una sola vez fue Artemio y eso por tanto deber en el juego; lo mataron. Y yo me quedé viejo y solo, cada vez más terco, cada vez más ingenuo; porque a los viejos es casi imposible que nos convenzan de algo, pero sumamente fácil que nos engañen.

La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón. No me da miedo, pero a veces pienso que eso de irse a cuentagotas es mejor porque a uno le da tiempo de irse despidiendo, de irse haciendo a la idea; que los demás se vayan preparando, pero irse de sopetón; así, sin avisar. Nula justicia de un fin así, para una vida tan saludable como la mía; sin embargo, lo prefiero al dolor constante que gestiona con urgencia la muerte.

La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón. Siempre llego al mismo lugar: mi muerte que parece tan ilusoria como mi lejana infancia. No tengo ya de dónde agarrarme. La muerte, morir. Hace años que no me enfermo. A veces pienso que me voy a ir de un solo jalón.

Voy a sacar la foto de mi nietecita.


Puta madre, otra pinche vueltecita y dejo de correr. No logro recordar cuánto dura esta canción de Rx Bandits, pero creo que eran casi siete minutos. Ya, con esta vuelta entonces llevo corriendo más de 15. A ver… méndiga tortolita, hazte a un lado… ¡no te cruces, no mames!…

–A ver chavo, deja te ayudo a levantarte. ¿Qué onda, estás bien? –Me pregunta este señor, preocupado; parece que no vio que evité pisar a la tortolita.

–Sí, gracias amigo. Lo que pasa es que por no pisar a la tortolita, me hice a un lado sin perder el paso, y pise mal este borde y me caí –Le respondo sin decirle que estaba sintiendo inflamado mi pie izquierdo. En unos minutos me empezaría a doler, pensé.

¿Por qué doy tantas explicaciones? Seguramente para que este tipo se le ocurra preguntarme si me lastimé y poderme quejar con amplitud. El tipo se va y yo cojeo hasta llegar a unos columpios; en uno de ellos está un señor ya grande. Se parece al actor Eli Wallach. Lo miro, pero no deja de mirar una foto. Ni se inmuta por mi presencia, ni sabe que estoy lastimado.

Tal vez me deba tomar el día, es viernes y para el lunes ya estaré sano de mi pie. Estas torceduras son latosas, no dejan trabajar en paz, son una distracción y ahora con las bases de datos no me puedo dar el lujo de trabajar distraído.

Lo malo es que andan recortando personal, pero no creo que me toque. No es que sea Imprescindible, pero casi-casi.

Mejor le voy a hablar a Silvia que hoy no voy a trabajar, para que se venga. Son casi las doce; de León acá es hora y media. Aunque con esta pata mala… Bueno.

Quedarme sin trabajo, desempleado. Al chavo que vino de México lo cortaron por purito capricho de Leonel. No me llevo bien con él, pero no creo que empiece a utilizar esta tercera falta en el semestre como excusa. Soy gente del delegado regional, un hombre del sindicato magisterial, prácticamente intocable.

–Jefatura de Prospectiva, buenos días.

–Hola Claudia, soy yo. No voy a ir a la oficina, estoy enfermo. Sólo te pido que le comuniques a Constancia si no hay problema, y después te vas a mi PC; cuando estés en Excel, me marcas al celular, ¿vale?

–Muy bien licenciado.

Silvia. ¿Cómo te fuiste a enamorar de mí? Estás casada y estás sola. ¿Por qué no me enamoré de ti? Para qué me hago güey, sólo la quería enamorar y lo logré y aún así no es suficiente. Podría querer que deje a su marido, que se venga a vivir conmigo, ¿y luego qué?

Y la secretaria de Leonel que es más coqueta que las de Rebelde. Pero no, ese pollo es del él; ahí sí con todo y mis contactos se iría sobre mí, el perro.

El siguiente pinche sexenio voy a estar más cerca de la dirección general, ¡agüevo!, me cae.

Quedarme sin trabajo, desempleado. Eso no puedo permitirlo. No puedo desaprovechar mis contactos; mi tío es íntimo del delegado, no. Tal vez no sea tan buena idea dejar de ir a la oficina.

Sólo tengo que apretar el botón para que Silvia venga. Sólo tengo que apretar el botón para decirle a Claudia que voy para allá. Quedarme sin trabajo, desempleado.

Hace tiempo estuve dos años y medio sin poder encontrar empleo. A veces uno se pregunta de qué sirve estudiar cuando lo que se busca es dinero. Claro, parece una pregunta recurrente en los estratos sociales medio y bajos. En los altos segmentos socioeconómicos el estudio es una herramienta para consolidarse; en los medios y bajos, un utensilio para este alpinismo, nada más.

–Claudia, olvídalo; voy para allá.


Pablito tenía cinco años, le gustaba correr en el parque, le gustaba mecerse en el columpio; le encantaba subirse a la resbaladilla, pero no por las escaleras como sus amigos, sino por la propia resbaladilla resbaladiza. Pablito no iba a la escuela. Se la pasaba con su madre todo el día. Pablito disfrutaba mucho, pero había una cosa que dejaba para el final de sus juegos matutinos: la persecución de tortolitas.

Era divertidísimo para él intentar agarrar una. En varios meses de práctica, sólo una vez lo había conseguido.

La primera cuestión grave que Pablito se planteó en su vida fue: ¿si yo ya puedo correr y estoy más grande que la tortolita, por qué no puedo alcanzarla? Si él asistiera a la escuela o su madre se preocupara por leerle algunos cuentos, seguramente hubiera aprendido algunas palabras más y sus significados, que le pudieran ayudar a razonar que no era una cuestión de velocidad, sino de habilidad. Pablito podía intuirlo, algo en su cabeza le decía que algo faltaba para alcanzarla, algo que no conocía. Era cuestión de tiempo, experiencia o de palabras, conceptos y razonamientos.

–Pablo, no te alejes tanto que no puedo verte –le grito su madre desde la tienda que atendía.

Pablito estaba persiguiendo una tortolita y luego otra y otra. No lograba tomar ninguna.

Te agarro. Me agacho. No. Así. No. Así. Ya casi. Ven tortolita. Ven. Ay. Me canso. Déjate alcanzar. Ya. Sí. No. Pasto. Tierra. Sus patitas muy rápidas. Es más rápida. No puedo. No quiere. Me canso. Ven tortolita. Mejor otra. Ven tortolita. Ya casi. Ay. Me pegué. Me duele. No está Mamá. No lloro. No está. Me arde. Corro. Te agarré tortolita.

Me sorprendió Pablito. Sin necesidad de aprender otras palabras, conceptos y razonamientos, su cuerpo y su mente lograron entender qué hacer para agarrar a las tortolitas. Es increíble ver el momento del aprendizaje; la aprehensión misma en su devenir. Ocurre como un milagro de la naturaleza. La narración de ese hecho empobrece el acto; únicamente me arriesgo a decir que vi a Pablito aprehender su método para agarrar tortolitas.

Él soltó a la tortolita, pero se veía seguro de ello y persiguió a otra y logró agarrarla también. No únicamente aplicó velocidad, sino que aprendió a usar un movimiento de cadera con el que lograba adelantarse a la tortolita en cuestión, cuando esta cambiaba abruptamente de camino. Pero además, aprendió a correr un poco en cuclillas, lo cual evitaba que perdiera tiempo en agacharse; cedía algo de velocidad a cambio de acortar un poco la distancia. Pero también pasó algo inaudito, por lo menos inesperado para mí.

Pablito estuvo agarrando cuantas tortolitas se propuso. Pronto, se dio cuenta que su madre no lo estaba mirando y se fue corriendo a la tienda. Al llegar, abrazó a su madre, le rodeó las piernas con sus bracitos.

–¿Qué pasó hijo, pudiste agarrar alguna?

–No mamá, quiero que tú me veas con ellas.

–Está bien, mi amor; el domingo que no trabajo venimos y jugamos con ellas, ¿está bien? –le respondió ella amorosamente, mientras le decía a un cliente, que se le había caído una foto al suelo.

–Pablito, dale esa foto al señor, mientras voy a cambiar este billete.

–A ver niño –Le habló el señor con una gran sonrisa.

–Debes tener la edad de mi nieta, es la de la foto.

–¿Sabes?, deberías decirle a tu madre lo que aprendiste hoy.

domingo, 5 de septiembre de 2010

El Barrio

Llegué tarde… pero ya estoy aquí.


Estar en el barrio era cabrón; crecer en el barrio estaba más cabrón. En el barrio eras puto o eras chingón y si te dejabas hacer el iris no te bajaban de pendejón. Así de cerrada era la alternativa de ser, como cerradas eran las calles al caminarlas si querías pasarlas; su achicamiento me sorprendía; las paredes y cortinas de metal se te iban encima si intentabas escapar. Las calles de ciertos barrios, una vez que te han mojado, no te dejan volar más allá del vecindario.

El barrio siempre dejaba lecciones, pero había pendejos que nunca las entendían y astutos que las sabían aprovechar y, muy de vez en cuando, lograban escapar de la calle.

En el barrio no se crecía, ni se obtenía respeto o se inspiraba temor con el paso de los años; a éstos se los tomaba de volada, se los amachinaba.

Soy el menor de tres hermanos; Joaquín y Osvaldo, a pesar de ser los mayores, no eran más altos que yo; no en el tiempo en que yo empezaba a juntarme con los valedores de la cuadra. Yo era gordo y lento, a diferencia de ellos que iban al Gym.

Un día que jugábamos fútbol en la calle, me tenían de portero porque era muy torpe con las patas. Un vale del equipo rival, al que le decíamos el Botana, se acercó muy rápido y cerca de mí disparo a portería; no tuve tiempo de meter las manos y me dio en la cara; me ardió muchísimo el cachete izquierdo. Disparó tres veces más y todas pegaron en mi cuerpo; fui incapaz de instrumentar respuesta con mis brazos, había sido fusilado, pero el cabrón no metió gol.

Quedé abatido y batido en la calle, entre las dos piedras que marcaban la portería. Los de mi equipo fueron por mí. Pensé que se burlarían.

–Pinche Montoya, ahora sí te la rifaste, pinche gordito… –decía alguien, pero no sabía quién porque todos se empezaron a amontonar en torno a mí. Al final me hicieron bolita, pero desde esa tarde todo empezó a ser diferente.

Por la noche, mis carnales me dijeron que para pararle los cañonazos al Botana había que tener güevos. Me miraban como si hubiera pasado con diez todas las materias de la escuela.

Al otro día mis valedores ya no me cargaban calor, de hecho hubo mucho silencio porque siempre yo era el blanco de la carrilla. Entonces, alguien más empezó a ocupar ese detestable lugar. Incluso el Botana me empezó a saludar; antes ni me miraba.

Cuatro o cinco años después, el Jaramo era el nuevo líder de la cuadra; al Botana lo habían matado en una riña afuera de un congal que estaba cerca de la casa. A mí se me había quitado lo gordo y me había puesto mamado. Mis hermanos se habían ido de mojados a Houston, al gabacho. Por la fama que dejaron en el barrio, conmigo nadie se metía.

Otra tarde jugábamos fútbol, el chavito que era nuestro portero estaba más güey que yo, pero no había otro. Al despejar, voló la pelota a una casa abandonada. El pobre tenía la cara toda asustada, estaba muy nervioso y ni modo.

–¡Órale pinche Ardiles, lánzate por la pelota! –gritó el Jaramo fuerte y muy serio, mientras nos veía a todos dijo: –¡Y que nadie le ayude!

El pobre Ardiles, no sabía ni qué hacer. Ahí estaba paradito y lastimándose las manos con la reja sin poderse aferrar a las varillas sueltas para empezar a escalar la verja y luego saltarse al otro lado. Estaba muy alto para él, con sus bracitos enclenques. En eso agarré y me levanté; fui hasta donde estaba el chavito. Entrelacé mis dedos con las palmas hacia arriba y formé un escalón: –Vas Ardiles.

Pronto aventó la pelota desde el otro lado de la reja, y su regreso ya fue más fácil, porque agarró confianza.

La bronca fue que al voltear a ver dónde caía la bola, sentí un puñetazo en la cara; el Jaramo se me abalanzó. Pues cómo no, si no lo había obedecido. Me le dejé ir y por puro instinto le acomodé dos o tres guamazos en su cara, pero al final me surtió bien chido. Me partió los labios y me dejó el ojo de cotorra.

Nuevamente todo cambió. Ya no se metían conmigo sólo por ser hermano de Joaco y de Oz, sino porque me había peleado con el Jaramo y, como decían mis hermanos mayores: hay que tener güevos para eso.

Incluso varios chavos me empezaban a seguir o me preguntaban que qué hacíamos; pero no, el Jaramo seguía siendo el líder; además, nos hicimos amigos desde esa pelea que tuvimos.

Una noche nos cambiamos de casa porque mi madre se casó con un señor muy educado y de buena posición socioeconómica. Vi que quería mucho a mi madre y lo empecé a admirar por otras razones, también empecé a imitar sus reacciones y razones. Mi vida cambió por completo. La casa a donde nos fuimos a vivir era muy grande y estaba ubicada en una colonia diametralmente opuesta, en todos los sentidos, a la del barrio donde me crié. El ambiente escolar también fue distinto; mucho mejor. Tuve compañeros y amigos muy diferentes. Años después me di cuenta que era uno de esos juniors que tanto criticábamos en la infancia mis hermanos y yo, cuando estábamos sentados en los parques cercanos a la casa. Dejé de utilizar las palabras de la calle, el caló, las señas; muchos códigos y los sitios de reunión.

Mi madre vivió sumamente contenta todo este cambio; nunca la había visto así desde que mi padre vivía con nosotros. Mi padrastro fue muy buena persona con ambos. A mí me pagó los estudios; incluso financió parte de los viajes para estar ahora frente a esta universidad londinense con la carta de aceptación en mano, en esta fría calle Portugal, frente a la Waterstones bookstore.

Del barrio conservo las lecturas de la vida y de la gente; nunca olvidaré que en la callé aprendí a leer los rostros, los ademanes y las gesticulaciones; mejor aún, los tonos de la voz y el movimiento de los pies. La traición o la mentira no tienen olor, pero son tan pesados, complejos y sofisticados que, por esta composición, comportan demasiada arrogancia, y por ello son fácilmente identificables. Si uno sale del barrio, no lo hace ileso. Éste enseña, pero también induce muchos vicios; uno de ellos es el miedo en su forma más mordaz y tenaz: la desconfianza.

Todavía, cuando voy caminando por ahí y alguien grita “¡Ese Montoya, chinga tu madre!”, por alguna lejana y emotiva razón, aunque sé que no se refieren a mí, suelo voltear con lentitud sin sentirme aludido; en ese trayecto muscular, mientras mis pies avanzan y mi cabeza gira hacia atrás, mi cuerpo se va convirtiendo en la abrupta y fugaz charnela de dos mundos que se distancian cada vez más y más…

domingo, 29 de agosto de 2010

El Jazz de Heráclito García; Ensayo

Heráclito García caminaba, como todos los días, para llegar al trabajo mientras pensaba cosas y en situaciones increíbles, porque sentía que en su vida lo que prevalecía era lo contrario: lo posible, imaginable, hasta lo probable. Semanas atrás había aprendido a vivir sin unos cuantos complejos, mismos que le habían servido para interactuar con los demás aunque de una manera deficiente si lo que pretendía era comunicar.

Dos actos signaban su vida desde el pasado hondo de su juventud. Él pensaba que eran hechos aislados, pero esa impresión no era más que una estratagema de su miedo que podía resumirse así: “Era maestro de música porque tuvo miedo de realizar su amor”.

No temió al rechazo ni a la aceptación; simplemente desconfió, dejó de creer en Carolina. Ni siquiera tuvo dudas; fue un giro abrupto, un argumento de su soledad para materializar un fracaso ¿sorpresivo? Ya era el miedo por el miedo; éste se le había convertido en un artefacto casi voluntario. Hay momentos en los que el miedo precisa de situaciones y objetos para manifestarse; empero, cuando se independiza de aquéllos, es cuando empieza a mediar y justificar lo actitudinal.

Pero esto fue hace muchos años, tantos que ya no quedan rastros tangibles en su personalidad y forma de conducirse. Hay otro suceso que marcó su vida para siempre y que probablemente sin él, Heráclito ahora sería un ermitaño que ni siquiera aspiraría a ser nombrado.

Sabía que el auditorio estaba lleno; ya había interpretado dos piezas. Ahora todo dependía de 15 minutos más. Por aquel tiempo conoció a Carolina. En la segunda cita, se dejó arrebatar por la audacia y la besó y pasó la noche con ella. La pieza que iba a interpretar era de su autoría y aunque el tema no era ella, no había nota ni rincón del pentagrama que no estuviera humectado de esa chilena pelirroja.

Mientras subía al escenario, tuvo una idea. El segundo movimiento era demasiado lento y no confiaba más en él. En el tercer escalón decidió omitirlo e improvisar. Se jugaba todo el certamen, el prestigio que empezaba a construir. Recordó la primera vez que tomó una guitarra, cuando su madre le enseñó a tomarla. Sintió nuevamente la tensión de la sexta cuerda, el dolor en las yemas de sus dedos y en sus muñecas. Terminó de ascender los escalones y caminaba por el escenario.

Los acordes, los arpegios, el truco para ahogar el sonido de la primera o segunda cuerdas al intercambiarlas indistintamente, en un movimiento brusco. El contrapunteo, la escansión y la cuerda que casi se rompió. Fue estruendoso el aplauso recibido. Supo que aunque no ganara el concurso, era ya el mejor guitarrista en esa gran sala, incluyendo a los del jurado.

Heráclito García ya estaba cerca de la vieja Escuela Nacional de Música y se detuvo un rato frente a ella para terminarse su cigarrillo.

Los siguientes años a la ruptura con Carolina, no hubo una conexión nítida entre ese pasado y lo que fue Heráclito después. Él lo sabía, pero no abundaba en eso porque era meterse en honduras no aptas para el silencio con el que había decidido vivir.

Todo cambió la última noche de agosto de 2008 cuando, desde la ventanilla de su auto, vio a Carolina caminando por la calle. No iba sola, pero eso no le importó; lo conmovió no tener los arrestos para mirarla. Se sintió invadido por una cobardía ajena. Por fin se dio cuenta de que se había equivocado, que 20 años era mucho tiempo, pero que no era toda su vida, y que si aún tenía un día más de vida, sería suficiente para intentar el cambio.

Desde esa noche tomó la costumbre de pensar en cosas increíbles, fantásticas, complejas; también desde esa noche se volvió más predecible. Aún no sabía que en el territorio de la simpleza se pasea la maravilla.

Empezó a asistir a sesiones con una psicoanalista. Le tomó mucho tiempo comprender que entre la improvisación en el concurso de guitarra y la desconfianza que antecedió a la ruptura con Carolina, había tantas cosas por revisar y que aquéllas no eran más que las fronteras con las que desde entonces había limitado su vida; aún más, que se trataba de un sólo síntoma.

Se empezaba a enojar con mayor facilidad; eso le agradaba porque suponía una respuesta, una sensación que había desaprendido en todo ese tiempo. Luego se dio cuenta que su terapeuta le había enseñado a leer y escribir con un lenguaje distinto, que no había sospechado. Supo que la improvisación en el concurso y la desconfianza que sintió por Carolina, venían del mismo lugar. Fueron rumores del mismo viento: el miedo.

Heráclito se quedó pasmado. Fue como detenerse y descubrir que del cielo ha caído un megalito y a penas se hubiera salvado de morir aplastado. Dio varios pasos para atrás, para poder cuantificar y calificar lo que estaba observando. A medida que retrocedía, la enorme piedra iba adquiriendo diferentes significados; de pronto, la advirtió como un sistema complejo y que varias incógnitas tenían solución múltiple. Alcanzó a distinguir alfabetos que no requerían de fonación alguna. Identificó varios aromas del pasado, de aquel dulce de higo que preparaba la abuela, de aquellos gases que tuvo su primera novia cuando se enfermó. Mientras más se alejaba, el megalito se iba descomponiendo hasta que quedó sólo una lente de cristal impecable, y empezó a ver la vida con ésta. Luego, se dio cuenta que él era esa lupa.

Dos noches atrás, estuvo en una reunión y no supo ser “él” porque ya no era más “él” porque “él” se había vuelto una palabra que ya sólo apelaba a quien había sido hasta hace poco. Fue incapaz de relacionarse con viejos amigos porque lo había venido haciendo por medio de los complejos del miedo. Había aprendido, sin estar consciente de ello, a afianzar sus amistades con los andamiajes del temor. Como aquella noche en la terraza cuando creyó que le expresaba su admiración a uno de sus colegas, en realidad le estaba comunicando de una manera tangencial y eufemística, que le tenía pavor.

–Eleazar, amigo, ¿cómo has estado, cómo va la nueva producción? –le dijo mientras le estrechaba la mano e inclinaba un poco la cabeza.

–De maravilla, García. Estamos trabajando con la Filarmónica de la UNAM… No, no, no… te va a encantar, maestro; te mandaré el cd por correo. Deja voy por un trago y regreso –Heráclito se despidió con esa especie de patética reverencia con que solía saludar y despedir, sólo a sus colegas.

Ya no ocurría más eso. Las sesiones con su terapeuta si bien le enseñaron una nueva lectura de la vida, también le quitaron el instrumento con el que solía relacionarse y vivir. Esa noche aprendió que la trama es más interesante que el desenlace; que importa conocer, pero aún más la variedad con que se conoce. Sin el miedo de por medio, muchos de sus amigos le parecieron insulsos; otros, unos patanes. Al final, únicamente disfrutó de la compañía de dos de ellos, porque entendió que la admiración parte del reconocimiento propio y del otro, y no de una categorización ajena y circunstancial, que está más cerca de la mitificación. Se seguía enojando con facilidad.

Esa noche creyó enamorarse; conoció, casi al salir de la reunión, a una mujer casi totalmente diferente a Carolina, pero no fue así. Lo que ocurrió es que los ojos y mirada de esa mujer fueron para él, ahora sí “él”, como cuando se riega la tierra seca, y al cabo de unos segundos, lo que parecía inerte empieza a desprender un ancho aroma que con fuerza respiramos esperando que nos inunde el alma y el cuerpo; olor del que sabemos la fórmula para lograr y sin embargo no lo hacemos.

Esa noche creyó enamorarse, pero no, simplemente sintió y empezó a reconocer su pasión. De alguna manera esos ojos y esa mirada le devolvieron la pasión por componer, por inventar. Ver una mujer hermosa sin el miedo como instrumento de aproximación fue el acto más simple y sensible.

Se fue a su casa. Antes de dormirse había decidido dos cosas, componer un jazz y renunciar a la escuela de música. Le costó algo de trabajo conciliar el sueño. Tenía demasiadas ansias por interpretar nuevamente ese jazz azulado y de darle la carta de renuncia al director que, por lo demás, no le caía nada bien en los últimos días.

Entrada la madrugada se despertó, y por primera vez en su vida se carcajeó de haber sido descalificado del certamen por omitir todo un movimiento e improvisar sobre el escenario. También, por vez primera, lloró como un escolar la pérdida de Carolina.

Apagó el cigarro en el tacho de basura en la entrada de la escuela; vio el árbol de jacarandas y el naranjo, imponentes; se acordó del tango y fue empezar de nuevo otra vez.

domingo, 21 de marzo de 2010

MIÑOL Y LA REALIZACIÓN DE LA CONTINUIDAD

I
«Eso es, la continuidad como una expectativa y no, una justificación del pasado; como un tramo de esperanza y no, de melancolía; como un recurso ante la muerte y no, ante el hubiera-sido».

Esta forma del solipsismo habitaba los pensamientos de Prat, Plutarco Prat. Hombre de 52 años. Periodista que colaboraba regularmente en un diario de izquierda. No era muy dado a ese tipo de pensamientos, pero solía tenerlos en momentos de gran tensión.

Su hijo, Alfredo, recién le había comunicado que iba a casarse dentro de tres meses. Para Prat, la noticia no significaba sorpresa alguna; lo que lo tenía a punto de enroque era el nombre de Magnolia; más que su nombre, sus significados, sus consecuencias.

14 años sin verla, sin saber nada de ella, salvo los datos y señas que Alfredo continuamente le daba: se fue de viaje, está enferma, cocinó tal cosa en Navidad. Saber de ella mediante la lejanía era algo similar a escribir en el diario que el mundo estaba peor, es decir, seguiría viviendo con dos o tres cargos de conciencia y nada más. Pero saber que la vería de nuevo, eso sí cambiaba las cosas.

«La realización de la continuidad. ¿Por qué nos cuesta trabajo aceptar que el capitalismo ha fracasado? Cuando ocurrió con el socialismo, bastó con difundir la sentencia y ese sistema ya estaba enlatado. Claro, nosotros estamos de este lado del telón de acero. ¿La realización del capital es la ganancia y/o garantizar su proceso en el mediano y largo plazos?».

«Por principio de cuentas el socialismo y este tipo de corrientes de pensamiento, fueron una respuesta teórica al capitalismo, con algunas experiencias europeas. Éste, en cambio, fue o ha sido parte del devenir histórico. Las fuerzas sociales, las relaciones de producción y las distintas integraciones de los regímenes políticos, han desembocado, primero en el mercantilismo y después en esto que llamamos capitalismo».

«Nada nuevo, sólo que los sistemas de producción crean y se recrean con la cultura; pequeño detalle que no consideraron o que subestimaron los teóricos del socialismo: ¿Cómo instaurar un sistema económico que no guarda armonía con la cultura de sus propulsores? En otras palabras: ¿Cómo pretender que individuos formados al amparo de instituciones como la propiedad privada, la competencia y el usufructo, se adapten, de buenas a primeras, a un sistema económico que se funda en la igualdad de recursos, competencias, oportunidades?».

–¡Però quines merdes estic pensant! –Gritó mientras súbitamente se levantaba del asiento–.

Raras ocasiones a Plutarco se le salían las palabras que de niño le escuchaba a su padre, inmigrante que llegó a México a finales de la década de los años treinta. Prat estaba ofuscado porque en su vida sólo había conocido a una persona capaz de hacerle perder los estribos en un pestañear: Magnolia. Después de tantos años, otra vez lo provocaba desde ese lugar indefinido que por comodidad llamamos distancia.

Ya no podía dejar de pensar en ella, en que la vería de nuevo, a pesar del empeño por escribir algo para el diario. El asunto que más lo distraía era el aspecto. ¿Ella, cómo luciría ahora, después de tantos años; qué impresión tendría ella de él? Prat se acercó al espejo y se miró de frente y perfil; sumió su discreta panza e inflamó su pechó con un profundo respiro. Fue hacia el minibar por un whiskey.

«–Hey, Miñol, baja y ven que te escribí algo.
–No, dime un catalán y voy –Dijo ella con tono retador–.
Manoteando con la diestra y sin dejar de mirarla, Plutarco la instruía –¡Pero, ostia, Magnolia, ya te he dicho que es mi padre quien nació en Cataluña, no yo!–
–Me da igual, si no me dices algo en catalán, me meto a la casa–.
–Farem l'amor aquesta nit–.
–Ay, Plutarco, lo dices tan bonito; bueno, nos vemos mañana–.
–Espera Miñol, espera. Te escribí un poema; baja para que te lo recite al oído. Voltéate, y pega tu espalda a mi pecho.
–Oye, pero ese no es tu pecho ni esas mi espalda –Alcanzó a susurrar con malicia–.

–Calla y cierra los ojos–:

Vendré a buscarte, no para decirte sino para ser nocturno timonel
en tu clara barcaza de huesos y piel
que son mi patria y ya no Castelldefels.
Vendré a tus manantiales a experimentar esa maculada turgencia
llénarme de ti, y disipar mi ausencia
con los murmullos nocturnos: concupiscencia.
Esta noche haré de tu espalda el arco extraviado de mi Cupido
dejaré en tu vientre fermentar mis retiros
hasta entregarme a actos ya sin sentido.
Esta noche ocultará nuestra ópera prima, en un arranque de celos
porque lo que tú y yo daremos en un desvelo
a ella le costó la luz del Big bang, su estreno.

–ens veiem en la nit, Miñol
–¿Qué cosa, amor?
–Que nos vemos en la noche–».

Al terminar de evocar esa parte de su pasado, le dio un último trago a su whiskey; se sirvió otro. Recordó que esa noche Magnolia quedó preñada; se acordó de lo nerviosos que estaban los dos en la habitación. También, que prolongó demasiado el cachondeo, pero no por pericia sino por retardar el momento de la desnudez; su primera vez.

Plutarco se sirvió otro whiskey, mientras con la mirada repasaba y buscaba un libro en el anaquel. Creyó ubicar lo que buscaba; se acercó y extrajo un volumen de pasta dura y negra. Era un libro de poemas. Se dio vuelta y se fue a sentar al sofá.

«En realidad no quería casarme con Miñol; estaba enamorado de ella, pero no quería casarme. En aquel entonces empezaba a creer que eso del matrimonio era una intromisión del Estado en la vida privada. Una forma de legalizar la apropiación de una persona, misma que justificaba y predisponía a los involucrados a la competencia: por una casa, por un auto, qué se yo; todo ello redituaría (el usufructo) en un estatus social».

«Pensaba en el paralelismo entre el matrimonio y el capitalismo. Empecé a dedicarle más tiempo a esas reflexiones que a Miñol. El hecho de que nuestros padres nos obligaran a casarnos, no afectó nuestro amor, pero tampoco lo fomentó. Creo que siguió existiendo, pero a la deriva; no sabíamos querernos como marido y mujer, seguíamos siendo un par de novios encerrados en una rutina matrimonial que nos ahogaba. Poco a poco el deseo fue cediendo terreno a la ternura que me empezó a despertar la maternidad de Miñol, sus pies hinchados, sus nauseas, sus antojos; su vientre redondo y liso. Alfredito y sus pataditas».

«Todo se fue al diablo aquélla tarde».

«–¡No mames cabrón, ¿qué no te pudiste aguantar?! ¿No te pudiste aguantar?… ¿Por qué tenía que ser una de las vecinas? ¿No te pudiste meter con alguien que no fuera de por acá? O sea ¿quieres que cuando la gente nos vea juntos, diga: “ahí va la pendeja de Magnolia con su maridito que se anda cogiendo a su vecina”? ¡Qué poca madre!… –Magnolia le reclamaba con lágrimas de rabia y parecía no saber si huir o golpear a Plutarco–».

«Plutarco sabía qué decir, pero no qué hacer; estaba pasmado por la reacción de Magnolia –Espera, Miñol… vamos a hablarlo, no te vayas… No, no… no, espera. No vayas a aventarme ese libro, es de mi padre, es su favorito… ¡No!».

Plutarco estaba sonriendo y, sin percatarse, con los dedos frotaba la cicatriz en su frente; la mirada enfocaba el duro lomo del libro de pasta negra, cuyo borde estaba hundido; clara marca de un viejo golpe. Seguía sonriendo con malicia.

II
–¿Papá, ya estás listo? ¿Por qué te miras tanto en el espejo, si yo soy el que se casa?–.

–No, por nada. ¿Cómo estás tú, hijo; estás listo para dar este paso? ¿No tienes ganas de escaparte, salir huyendo? Yo te cubro –se carcajeaba un rimbombante Plutarco–.

–Papá… estoy enamorado–.

Plutarco vio en la mirada de su hijo, aquélla que nunca pudo brindarle a su padre. Sintió ganas de llorar y lo abrazó hermosamente.

De pronto, Prat estaba sumamente nervioso, pero otra vez no por la boda; a lo lejos recién había escuchado la carcajada de Magnolia; inconfundible. Otra vez esa tensión, que no se parecía a la de los momentos previos a la primera cita con la chica que le gusta a uno. No. Era más una angustia que parecía no tener fondo, un sitio del cual no podía reconocer algún rasgo para intentar controlarse. Estaba más nervioso que su hijo.

La boda fue como todas las bodas; el vals, como todos los valses; los invitados, como todos los invitados.

En algún momento de la fiesta, mientras los novios se despedían, las miradas de Magnolia y Plutarco se encontraron. No fue cuando bailaron con los novios, aunque todo indicaba que así sería porque justo cuando Plutarco bailaba con Karina, Alfredo lo hacía con Magnolia. Durante el resto de la tertulia, se estuvieron buscando esquivamente para evitarse con eficacia. Para después de media noche y muchos tragos de whiskey, ya era insostenible esa actitud.

Plutarco, de un sorbo vació su baso; se levantó y se dirigió hacia donde estaba sentada Magnolia, quien no le quitó la mirada durante ese trayecto. ¿Qué ocurre en la mente de dos personas que alguna vez juraron compartir sus vidas hasta hacerse viejitos? No lo sé, pero por la forma en que se miraron, supe que no lo alcanzaría a sentir esa noche; acaso lo entendería.

En un instante el mundo se tornó en una vereda imaginaria que los pies de Plutarco inventaban a cada paso; un sendero que la complicidad de Magnolia, ayudaba a convertir en una alfombra de flores en las cuales el polen de la angustia fue esparcido por el rubor de una juventud yellowstoniana.

–Llevas nueve segundos parado. ¿Vas a sacarme a bailar? –Magnolia se mostró segura, pero se portaba así o se quedaba callada frente a Plutarco–.

–Et veus molt bonica aquesta nit –Le dijo Plutarco al extenderle la mano para sacarla a bailar–.

La ansiedad o la angustia de los enamorados, da paso inmediato a las expresiones amorosas; Magnolia y Plutarco ya no estaban enamorados, ni siquiera se seguían amando. Cuando uno recurre a la descripción para expresar algo, significa que se trata de situaciones o cosas poco comunes, excepciones de la vida. Ellos dos al bailar eran el tacón en el danzón; el movimiento de cadera en la cumbia; el contratiempo corporal en el tango. Pero también elaboraban algo más importante: la realización de su continuidad.

–¿No me has perdonado, verdad Plutarco? –Le dijo sin querer mirarlo, distraída por un camarero–.

–No tengo nada que perdonarte, no hiciste nada que yo no te hubiera hecho– Él fue seco; no perdió el paso, aunque eso sintió.

–Plutarco, ambos sabemos que no fue tan fácil… Para mí no lo fue. Yo te perdoné lo de la vecina. No supe bien en qué momento–.

–Fue mucho tiempo después, Miñol, cuando ya eras otra vez feliz con…–.

–No lo sé, no… Bueno, Plutarco, lo que creo es que tú nunca me perdonaste, pero fue distinto, yo no te engañé…–.

–No, no se trataba de engañar o no, Miñol; hay situaciones en que la omisión hiere más que el engaño. Porque éste de alguna manera te permite pensar o reaccionar; la omisión te mantiene en la pasividad, en no saber que estás perdiendo al amor de tu vida, en ni siquiera estar enterado que esa mujer empieza a mirar a otro hombre–.

–Pero ya estábamos separados, Plutarco; además, tú dejaste de buscarme; yo pensé que ya no me querías –Asegurar que en sus palabras había un tono de arrepentimiento sería incorrecto, pero sí permeaba un ligero tufo de nostalgia–.

–No, mujer, no… No tiene caso hablar de esto después de tantos años, después de todo lo que ha pasado. Mejor disfrutemos esta pieza.

–No, Plutarco, para mí sí es importante. Porque siento que también he sido injusta contigo. Yo te perdoné lo de la vecina porque sabía que no iría más allá, porque sabía y sentía que me amabas. Yo mucho tiempo te exigí, sin decírtelo, que me entendieras, no que me disculparas. Yo encontré la felicidad con Julián y creo que eso cambió mucho las cosas… No fui justa contigo. Aunque no me gusta la idea, ni como suena, pero es la verdad: no me has perdonado porque fui feliz lejos de ti.

–Sentirte mal después de tanto tiempo, no Miñol. Así es la vida, después de tantos años he aprendido que de nada vale ese dicho: “al que le toca le toca”. Menos en estas cuestiones. En el amor hay que pelear, llorar, decir, sobre todo decir. Muchos años sentí rabia, no sé si contra ti o contra Julián o contra los dos, porque lo que él hizo, también fue una traición…–.

–No hablemos más de él, Plutarco. Murió hace tiempo –La tomó de la cintura y siguieron bailando–.

–Sabes Miñol, me gustaban los tiempos cuando decías “él” y te referías a mí–.

Por primera vez sonrieron juntos, sin verse las caras; una de esas sonrisas que no resuelven nada, pero que suelen menguar soledades y salvar distancias; una de esas sonrisas que se sienten en el hombro, sobre la espalda y que también es otra manera de realizar la continuidad.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Imaginaciones Vertebradas I: El Pensamiento Religioso y la Ley de la Gravedad

Cuando era joven platicaba con mi abuelo; le gustaba escribir, tenía una imaginación prodigiosa. A él le gustaba discutir conmigo acerca de mundos imaginarios que fueran más interesantes que el nuestro. No se le ocurrían burdas variaciones de la realidad, sino pequeñas y casi imperceptibles –esas son las peligrosas porque confunden y provocan eso que llaman “razonar”, –solía decir con esa sonrisa pícara de quien tramó una mentira fenomenal–. En ese sentido, le daba la razón pues una invención tosca lo primero que genera es rechazo, cuando no sorpresa; jamás reflexión. Es fácil pasar de la sorpresa a la aceptación, sin visitar el análisis.

Mi abuelo narró un mundo en donde el pensamiento religioso fue antes una religión. Por lo menos la palabra “religión” es original (detalle que siempre caracterizó a los cuentos del abuelo). Cuando le inquirí sobre la acuñación de palabra tan peculiar, me respondió que su construcción obedecía a un doble sentido etimológico.

–Por una lado, el prefijo “re” denota una mayor fuerza del movimiento o cosa de que se trate; lo interesante es que desde el latín con “ligare” o desde el griego “legere”, toma forma la palabra. Mira, “ligare” significa atar y “legere”, escoger. De ahí se pueden desprender todas las connotaciones que se te ocurran. El sentido que le doy a la palabra “religión”, también es doble; por un lado su significado relacionado con lo sagrado y objeto de culto, ese movimiento que con fuerza nos ata, pero que también con fuerza nos hace buscarla. Es como escrutar esa fuerza con el albedrío. ¿Te das cuenta como en ese mundo tendrían que asociar la palabra “libre” a albedrío para empezar a pensar en una libertad que no sienten por siglos de subsumisión al uso político que del pensamiento religioso permite la religión, el culto a lo divino?–

–Y en la historia del mundo que imaginé, la religión fue utilizada para dominar, controlar a pueblos enteros. Algunos se aprovecharon de esa doble fuerza, la que emana de los seres humanos y la que impone una figura superior–.

El abuelo pasaba muy rápido de la efusión a la tristeza cuando se refería a ese mundo. Me resultaba imposible creer que hubiera personas empecinadas en entender mundos que no existían, pero así era mi abuelo.

–Egdar, tú sabes que religioso es un adjetivo para caracterizar una forma de pensar el mundo, pero también es una de esas palabras sin sustancia, es decir, no hay objeto, acto, pensamiento, etcétera, cuyo nombre irradie religión, esto es, objeto de culto. En el mundo que propongo, hay objetos de culto, de devoción. Imagínate que hasta una persona puede ser considerada como una deidad. ¡Sería fantástico, ¿no te parece, Egdar?!, estaba radiante el abuelo.

Yo, siempre pragmático, usualmente trataba de darle explicaciones multisésticas, cierto, precarias, pero para intentar aceptar sus propuestas.

–Abuelo, para que ello fuese posible, la química hormonal de los habitantes de ese mundo debió segregar ciertas sustancias para generar los impulsos electrobioquímicos de una exagerada ambición, que trascendiera las fronteras de lo necesario para vivir, pero me suena muy descabellado; por otra lado, también tendría que estar su contraparte, una serie de agentes químicos que fomentaran la sensación de querer tener más de lo necesario, también para vivir, pero desde una necesidad distinta. Dos necesidades, una material y otra intangible; lo curioso, ambas trascienden la propia humanidad inmediata.

–¿Qué complicado eres, abuelo?


Él sólo se carcajeaba cuando escuchaba mis alegatos.

–En un mundo como el que te cuento, Egdar, el uso de la religión por unos cuantos, retrasó la evolución técnica y tecnológica de sus pueblos. Quemaron la sabiduría milenaria y esos cuantos impusieron pocos textos para ser obedecidos, aprovechando el impulso natural de los seres humanos para acceder a la trascendencia, misma que su persistente necesidad, usualmente, les negaba–.

–Y fíjate el detalle, Egdar, que esos pueblos basaron su avance técnico y tecnológico, siglos después, en corregir, prevenir; eran pueblos que hicieron de la previsión un modus operandi: su cultura. No por nada…, se me acaba de ocurrir, creó artefactos que almacenaban información, indicadores; esos ordenadores de datos funcionaban para evitar ese trauma histórico. Una parte era la capacidad de almacenaje; la otra, su socialización, es decir, no ubicar la información, lograrla ubicua: como su antiguo Dios, en el nombre del cual unos cuantos destruyeron toda la información… ironías de la vida, ¿no Egdar?

A mí me pareció pueril el comentario del abuelo… ¿hombres empecinados en crear artefactos que ordenan información, indicadores?... ¿Para qué? Somos personas que podemos memorizar e inteligir desde los seis años todos los nombres de los sistemas solares de nuestra galaxia; a los veinte, todas sus características atmosféricas, la química de sus superficies; a los cuarenta nos enamoramos y amamos sin perder capacidades de memorización; a los sesenta, antes de la universae entregae, somos capaces de empezar a sentir lo que siente el otro y, entonces sí, educar a nuestros hijos producto de la universae entregae.

Vaya imaginación del abuelo. Para evitar que pudiéramos aprehender lo que nuestros sentidos nos brindan, tendría que haber un trauma sociogenético muy profundo: ¿la sexualidad?

Bueno, hace muy poco accedí a la memoria histórica de nuestra especie, pero ¿por qué podría ocurrir algo así, además de la química fisiológica? No se me ocurre nada, pero al abuelo vaya que sí.

–Egdar, tú apenas lo sabes pero en nuestro mundo, primero llegamos al pensamiento filosófico, luego al científico y, finalmente, al religioso y al mitológico. Lo que se me ocurrió al iniciar este cuento es que invertí el orden de los acontecimientos. Me imaginé un mundo que haya llegado a Dios antes que a la Ley de la Gravedad; que las estructuras del pensamiento religioso hubieran sido previas a las del científico–.

–Lo importante y trascendente del pensamiento científico no es la densidad de sus aseveraciones (ya sea que se basen en el método de búsqueda o en la consistencia de resultados), la importancia radica en sus consecuencias ulteriores para la intencionalidad del ser humano y en la generación de confianza. Ambas se derivan de algo que sobra en ese otro mundo: el afán de lucro. Acá confiamos tanto en cada uno de nosotros y en nosotros mismos, que no ha sido necesario que un sólo científico repita experimento alguno, o dude de las conclusiones del otro. En casi 200 años de civilización y pensamiento científico, ya hacemos viajes intergalácticos; en aquel mundo, primero el uso de la religión y luego la comercialización de los resultados científicos, estancaron todo, una nata del tiempo–.

–Ahora que tienes poco de haber cumplido los 20 años, paulatinamente entenderás lo hermoso y trascendental que es la Ley de la gravedad para nosotros. Esa ley nos permitió transformar mil milenios de viaje sideral en casi un attosegundo, no sin antes aleccionarnos sobre la relatividad de la fuerza en el espacio y el tiempo, y del sesgo medible que persiste entre la microfísica y la macrofísica–.

–Egdar, el pensamiento religioso fue una necesidad porque el avance técnico y tecnológico de que constantemente nos proveían los métodos científicos, nos dejaron casi sin orientación y perdimos por un tiempo la brújula: ¿y a dónde vamos con tanta técnica y tecnología? Podemos llenar la historia de encuentros con galaxias y más galaxias, de conocimientos y saberes diferentes y nuevos, ¿pero para qué?

–Fue cuando me di cuenta que ese tipo de preguntas “qué y para qué o Cómo y cuándo”, prefiguraban un mundo como el que imaginé. Entonces el pensamiento religioso nos salvó, no sé si para siempre, pero nos salvó de nuestro avance desorientado, porque todas nuestras fuerzas intelectuales fueron catalizadas por esa hermosa atadura a una divinidad necesitada y buscada que nos enajenara la inmediatez práctica del conocimiento generado, sin el lucro–.

–Pero sabes Egdar, el uso político de la religión tuvo virtudes para esos pueblos, aunque no lo creas. Los dotó de coherencia en su convivencia social. Gracias a los miedos que generó y a las virtudes que procuró, se forjaron códigos sociales que trascendieron o cruzaron a todos los grupos sociales, a todos los segmentos económicos; la religión cohesionó a esas sociedades–.

–Pero, abuelo, lo mismo hubiera hecho el pensamiento científico, ¿no?

–No, Egdar, en ese mundo la religión fue para todos, chicos y grandes, pobres y ricos… ojalá hubiera una palabra para decir que era de todos, pero me sigues, ¿no? Allá hubo desigualdades de todo tipo, lo que se tradujo en que conforme las personas crecían, iban dejando la escuela, de estudiar. Así, cuando llegaba el momento de que el pensamiento científico ofreciera a las personas fundamentos éticos y de progreso, pues casi nadie llegaba ahí; la desescolarización, Egdar, fue el gran problema de acceso al pensamiento científico. Si no es por la religión todo hubiera degenerado antes, mucho antes. El colapso fue retrasado por la religión. Muchos se quejaron de ella cuando la civilización alcanzó cierta madurez, pero no vieron que sus argumentos fueron solapados y auspiciados por la religión y, para ser burdos: facilitados por índices bajo sotanas que ordenaron matanzas. Eso no los hizo ni peores ni mejores, simplemente personajes de lo que te cuento.

–No entiendo, abuelo.

–Egdar, es como decir que tu nombre significa “el hombre que defiende su territorio” y, que hace varias décadas hubo un rey sumamente querido que en una borrachera decretó que la “g” iría antes que la “d”; antes era Edgar.

sábado, 2 de enero de 2010

Mi Hermano Mayor

Estoy sentado frente a mi escritorio y recuerdo, simplemente recuerdo. Cuando éramos niños, miraba con tremenda admiración la altura que alcanzaban los pedazos de tronco o los palos que mi hermano lanzaba hacia arriba, intentaba pegarle a las ramas de las palmeras y en ocasiones lo lograba. Yo con todas mis fuerzas intentaba que mis lanzamientos obtuvieran las mismas alturas, pero era inútil, Oscar era más fuerte y alto que yo: era el mayor.

Quería mucho a mi hermano y lo digo en pasado porque ya falleció. Ahora lo que siento por él es muy diferente, en la misma magnitud, pero no hay una palabra, por lo menos no siento que querer sea el verbo adecuado, tampoco recordar. Insisto en que lo quería porque durante mucho tiempo lo envidié. Fue en la juventud cuando mis padres exponían mi pereza o incompetencias por medio de la comparación con él.

–Oscar a tu edad ya se había titulado, ya tenía novia, trabajo… –Me sermoneaban mis padres, que a pesar de todo sé que me querían–.

El amor a veces no fue suficiente, por lo menos para mí y, entonces, llegué a detestar a Oscar.

Mi padre, en particular, fue de derecha, conservador y panista. Cuando Oscarito se enroló con el Partido Revolucionario Institucional y fue Senador y luego secretario de Estado, pensé que sobre él penderían las críticas de mi padre; no fue así, se limitó a escucharlo y guardar silencio. Yo no entendí por qué no lo reprendió con la fuerza que hubiera hecho conmigo, si hubiera sido el caso.

Reconozco su inteligencia, su sagacidad para la política, ¡pero qué acaso mis padres no pudieron ver que yo fui y soy muy hábil para los negocios!; he logrado triplicar el capital que nos dejó mi padre.

Mi hermano murió hace un par de años y no sé por qué diablos siento que mis padres, antes de fallecer, me miraban con cierto… no sé cómo llamarlo. No es que hubieran preferido que yo falleciera en vez que Oscar, pero cuando me miraban sentía algo similar. Entre los tres ya sólo había una especie de administración del amor.

Lo que me interesa decir es que, no obstante que a Colosio le impusieron a Ernesto como coordinador de campaña presidencial, fue Oscar quien realmente la operó desde antes del 10 de enero de 1994. Oscar y Luis fueron muy unidos desde que se conocieron. En aquellos días, el tema de conversación en las reuniones de trabajo entre los cuatro, era el levantamiento zapatista. Zedillo, cuyo rostro prefiguraba una inteligencia que nunca mostró, intentó dirigir y cimentar la campaña con los discursos pro indigenas. Siempre se iba temprano y hablo de encerronas de 10 ó 12 horas, a veces en la casa de Oscar y otras en la de Ernesto, Luis o la mía, dependiendo si estaban o no en la capital.

Pero Oscar y Luis eran muy apasionados, podían pasarse toda la madrugada planeando los actos de campaña del mes. Era muy chistoso ver, cuando tuve oportunidad de presenciarlo, la cara de Ernesto cuando se enteraba que todo lo acordado en una sesión de trabajo, había sido totalmente modificado por los otros dos, en el transcurso de la madrugada.

Sólo una vez los mandó al carajo y estuvo a punto de abandonar la nave, si no es por una intervención de Carlos. Él continuó hasta el final de la campaña y posteriormente le dieron la Embajada en Estados Unidos. Recuerdo bien que a mediados de febrero se redactó la agenda de trabajo por el norte del país, para el mes siguiente. El domingo por la noche, Zedillo se fue de la casa con ese plan; a la mañana siguiente, Oscar y Luis ya habían rediseñado la agenda, adelantaron la visita a unos estados y pospusieron la de otros.

Ernesto reventó y perdió la compostura. Gritó, manoteó, amenazó; pobre, no lo culpo, se ha de haber sentido anulado. Yo en su lugar hubiera renunciado. “Así es esto de la política, guanaco”, solía decirme mi hermano con su sonrisa “sabelotodo”, cuando pasaba algo que yo no entendía o no quería entender y me encabronaba por ello.

Fungí toda la campaña como “asesor” de Oscar, en realidad era la boca, ojos y orejas del grupo de empresarios más importante del sur sureste del país, al cual yo pertenecía y presidía en mi calidad de Presidente del Consejo de Administración de la cadena farmacéutica más importante de esa zona.

A finales de marzo, creo que el 22 ó 23, se dio la charla más interesante y que a la postre marcó la diferencia para el país. Yo estaba, preparando una serie de propuestas para cuando visitáramos Yucatán y Quintana Roo. De pronto lo escucho decir:

–Vamos a ganar, Luis. Cuauhtémoc está muy débil, Diego está en el mercado; es hora de apostarle al fomento del aprendizaje social organizado; vamos a repartir el poder, hasta cierto punto, mediante una profundización de la descentralización de la gestión gubernamental. De los estados a los municipios, hasta donde se pueda–.

–Subsidiariedad –Apuntaló, Luis, como si una sola mente pensara y hablara con dos bocas–.

Empezaron a armar todo un andamiaje político y administrativo, como un par de escolares jugando al Tente.

–Nadie cree que los chinos vayan a mantener este ritmo de crecimiento durante 10 años más, pero casi nadie sabe que en los próximos quinquenios el Estado chino va a empezar a invertir en la parte occidental de ese país. Casi todo su crecimiento se ha basado en inversiones en la parte oriental –Luis caminaba por todo el estudio, como si buscara en los rincones o en los anaqueles, algunas frases con que continuar su discurso–.

–Sí, serán los estados del sur mexicano la punta de lanza de la inversión física estatal y privada –Oscar volteó a verme como diciendo, ahí vamos–; –el Estado mexicano será reconstruido. Esto será una labor que trascenderá el sexenio–.

–No sólo eso, Oscar, tendrá que romper con rutinas burocráticas y limitar los poderes fácticos. Carlos lo hizo con el petrolero, yo lo haré con el educativo –Luis se quedó unos segundos mirando el techo y después, para concluir sólo dijo: –televisoras y bancos, también–.

–El pedo va a estar en las dos secretarías más importantes del país: Hacienda y Gobernación–.

–Sí, la tensión será mucha porque ahí no vamos a tener margen, será otra gente la que se quede con ellas–.

–Pero se pueden hacer muchas cosas con las otras, en especial con las de Educación, Agricultura y Desarrollo Social… Ah, y el Banco Central–.

–Y en términos jurídicos, ¿cómo ves estas propuestas? Con la mayoría en el Congreso, pasan–.

Oscar y yo leímos un par de cuartillas en las que Luis plasmaba las ideas generales de una serie de reformas políticas. Ahí, Luis decía que en las elecciones presidenciales participarían todos y cada uno de los mexicanos mayores de edad y que se harían, igualmente, cada seis años con posibilidades de reelección.

También, que cada 20 años, habría votaciones sobre el modelo de crecimiento económico que conviniera al país. En éstas, sólo podrían votar los profesionistas. A partir de estas elecciones se determinaría la aplicación de un modelo en donde preponderara el Mercado o el Estado y, en última instancia, se definiría el tipo de inserción de México en la regionalización y mundialización económicas.

–Luis, ¿cuál sería el objetivo de esta propuesta?; la veo políticamente inviable –Comenté mientras Oscar con el índice tallaba su barbilla Se levantó y dijo.

–Justamente porque es inviable es por lo que debemos subirla al Congreso, y convocar a elecciones de modelo económico a más tardar en 1996. Si nos esperamos al 97, el tipo de democratización que se está dando en el país, va a derivar en un periodo de por lo menos 20 años en los que el Congreso parecerá mercería y ninguna reforma de fondo va a pasar o será alterada con otros fines. Una democracia tarda quinquenios en cristalizar y la forma que adquiere depende totalmente del tipo de “autócratas” que precedieron y fomentaron el cambio–.

–Si logramos separar el calendario presidencial del modelo económico, se habrá ganado mucho, ¿no creen? –Preguntó ansioso por escuchar nuestra reacción.

–¿No creen que la gente sentirá que es una medida que discrimina a la mayoría de la población? La prensa hablará de discriminación social o socioeconómica, harán escarnio de nosotros –Luis esperaba que Oscar lo refutara–.

–Habrá que defender la idea en público. Puede que sea discriminatoria, ¿pero acaso no es peor hacerle creer a la gente, a un pueblo que tiene en promedio cinco o seis años de estudio, que está preparado para "administrar la abundancia", que vamos a entrar al "primer mundo" por medio de un tratado de libre comercio, que son perfectamente capaces de "diferenciar la oferta política" de los tres grandes partidos? Me parece que tenemos parque para armar un buen discurso en la defensa de esta idea, ¿no les parece? –Dijo convencido mi hermano mientras los tres nos miramos con complicidad–.

Oscar agregó que, por otra parte, la propuesta podría funcionar como un catalizador que ayudara a darle perspectiva a una clase media que carecía de ella, de postura uniforme, de asociación. La mayor parte de los profesionistas del país pertenecen a la llamada clase media, pongamos los deciles V y VI de la distribución familiar del ingreso; los que ganan entre 25 y 40 salarios mínimos, desde el punto de vista del ingreso personal.


Esa noche no dormimos, pero fue muy prolífica.

Se llevó a cabo el plan de Luis y Oscar. Hoy, 15 años después, el Producto Interno Bruto (pib) de los ocho estados del sur sureste ronda 23% del total nacional; de esos estados, sólo Chiapas y Oaxaca permanecen con alto grado de rezago social, el resto están entre bajo y medio. El país tiene cinco años creciendo a 6% anual y la inversión física bruta ronda 27% del pib.

Ha habido alternancia en la silla presidencial, en ella ya estuvieron los tres partidos fuertes; al que mejor tiempo le ha tocado es al prd, pero en realidad se debe al proyecto de modelo económico que no ha cambiado desde 1995 y por lo menos no lo hará hasta 2015, cuando se repita el periodo de elección de modelo económico.

Ayer me encontré a Luis en una reunión y me dijo como quien guarda un secreto: –Esto debes tenerlo tú, Julián, es parte del trabajo que realizamos tu hermano y yo, pero ya no alcanzamos a concretarlo, de hecho ni siquiera lo divulgamos–. Me entregó, un disco compacto que dice: Estructuras de pregobierno.

Lo guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta y nos despedimos. He prendido la laptop y estoy por abrir el archivo.

Estoy sentado frente a mi escritorio y recuerdo, simplemente recuerdo con tremenda admiración la inteligencia que tenía mi hermano, lanzaba ideas que a veces pegaban y otras simplemente no. Él, hasta antes de su aventura con Luis, siempre intentó imaginarse un país menos desigual, pero decía que le costaba trabajo porque la posibilidad ni siquiera era real. Yo con todas mis fuerzas intentaba que mis ideas obtuvieran los mismos resultados, pero era inútil; yo luché, toda mi vida lo hice, por mi familia, a lo sumo por un grupo empresarial; Oscar siempre fue más solidario. Mi hermano mayor.