sábado, 31 de enero de 2009

Canciones en la Cama

El azar no hace conjeturas… Mantenía sus ojos cerrados, pero estaba despierto. El anaranjado oscuro que el tamiz de los párpados le permite a los ojos, cuando se mira la luz del día. Y otra vez esa oración, El azar no hace conjeturas… No sabía de dónde venía pero despertó con ella. Repasó en su memoria los libros leídos, las películas vistas, las reuniones recientes, mas nada, no lograba ubicarla.

Una mano se deslizó por su abdomen hacia el sur.

–Hey, ¿qué es lo que está usted haciendo? Mire, que podría acusarla de abuso de confianza, invasión en propiedad privada y de actuar con premeditación, alevosía y ventaja. No alcanzaría fianza–.

–Sólo me estoy despidiendo–, dijo ella, mientras provocaba un amotinamiento sanguíneo. –Voy a extrañar la piel firme de tu cuerpo. A mi edad todo languidece, la piel, los sueños, las posibilidades. No es lo mismo–.

–Sabes que eso no es verdad. Tu piel es tersa, pasé toda la noche acariciándola–, comentó él, sin abrir los ojos y con esa primera voz ronca de la mañana; ella no le creyó, aunque sabía que era honesto. Hay ocasiones que no creemos lo que nos dicen porque sabemos que nos están mintiendo, pero ella no le creyó, simplemente porque ya no sentía sus palabras. De muchas maneras él ya no estaba ahí, por lo menos no para ella. Se sabía sola recostada a su lado, acariciándole el cuerpo y el cabello.

Hablar de despedidas en la cama es como jurar no volver a beber, durante la resaca, salvo que en ningún instante hay hartazgo. Decir por última vez, es querer continuar lo que se pretende dejar. Ella lo sabía perfectamente, pero la soledad en los cuarentas causa efectos similares que la negligencia de los veintes, y la cama… la cama es el mejor lugar para disolver un diccionario y el mejor sitio para acuñar un lenguaje.

–Hoy todavía es ayer por la noche, ¿no crees?–. Abrió los ojos y la vio desnuda. No podía negar que el tiempo en ella se despedía con elegancia; esa piel inundada de lunares y que a pesar de todo ya no deseaba como antes. Esto lo supo porque durante algún estertor nocturno, se sorprendió en otro lado, no con otra mujer, sino en otro lado.

Él no habló de despedidas, hablar de ellas en la cama puede lastimar sin aclarar, porque es el escenario donde se actúa sin guiones, sin previos ensayos; es, por el contrario, donde se realiza el ensayo humano por antonomasia.

El azar no hace conjeturas… –Sí, antier, fue antier, que estaba en casa de Oscar, que al mirar lo que escribía, mientras me despedía de él, vi esa oración en el monitor de su PC. Sí... fue ahí, pensó y sonrió–.

–¿En qué piensas?–, preguntó ella sin esperar que le respondiera. Ya no era como antes, ella lo sabía, pero lo malo es que la mente se entera mucho tiempo antes que el cuerpo; puede que éste jamás se percate y es entonces que empieza un duelo de neuronas contra hormonas, del pasado contra el presente, de los sueños contra la realidad, de la alegría contra la nostalgia. A uno se le cae una guerra encima en la cual hay que tomar partido porque es justo cuando se corre el riesgo de que nos pase lo que advirtió hace tiempo Emile Cioran: En tiempos inmemoriales hubo una gran batalla entre ángeles; muchos optaron por uno y otro bando; los indecisos, cayeron a la tierra.

Acá no se trataba de elegir entre el bien y el mal, ni siquiera había uno u otro bando; se trataba de legir que en ella se agolpaban todos los bandos, todas las indecisiones. Ni siquiera estaba celosa, sabía que no había nadie más, y fue ahí que le pegaron sus cuatro décadas. No era cuestión de hembras, era el tiempo quien poco a poco, le arrancó a su amante; no sabía instrumentar una respuesta, su desnudez ya no era suficiente, no porque no fuera bella; no era cuestión de estética sino de expectativas.

–Esa posición en la que estás, me recuerda la portada del disco Alevosía, de Aute–, alegó él con una sonrisa de frágil deseo. Ella lo miró y empezó a tararear: Sin ti lo que me resta por morir es sólo un dato… contigo sé que volveré a sentir, el arrebato, el arrebato de vivir… Ella con un gesto le indicó que continuara cantando la parte que seguía; él sólo atinó a decir: –la he olvidado–.

Se quedaron mirándose a los ojos y las sábanas dejaron de ser lo que alguna vez: esas velas extendidas para ser impulsadas por los vientos de tormentas nocturnas, y mantener el rumbo marítimo a pesar de las olas insurrectas y dejar que la brújula que forman dos cuerpos de bruces contrapuestos, nos hagan llegar a esa isla de ensueño, donde sólo se puede decir: aaahh.

–Recuerdas esta canción–, y ella empezó a tararear: Desde hace algún tiempo te siento distinto. No se qué será, pero no eres el mismo. Observo en tus ojos miradas que esquivan la mía. Cansada de tanto buscar tus pupilas. Pidiendo respuestas a cada por qué. Pero adivino en ti algo que empieza a huir y no quiero entender. Cuando un presentimiento no crea razón, sólo infunde terror. Siento que te estoy perdiendo, siento que te estoy perdiendo, siento que te estoy perdiendo… perdiéndote.

–Sí, claro que la recuerdo; Aute. ¿Y vos recuerdas?: No es que ya no me intereses pero el tiempo de los besos y el sudor; es la hora de dormir... Duele verte removiendo la cajita de cenizas que el placer tras de si dejó

Ahí, desnudos, ni uno de los dos se atrevía a decir llanamente, como afirmación o como pregunta: se acabó; se conformaban con evocar canciones para decirse cómo se sentían. No fue cobardía; era su código, cada pareja tiene el suyo y suelen utilizarlo por amabilidad. Cada uno lo entiende sin creer que lastima al otro, aunque en el fondo es para sentirse uno mejor, para intentar dejar la culpa de lado.
.
–O esta otra–, asertivo dijo él: Qué sucedió, qué pasó, yo no lo sé. Sólo Dios es testigo de cuánto te amé. Quisiera dormir pero no lo consigo, no puedo dejar de pensar, ayer estabas aquí conmigo; hoy no te quisiera encontrar... Recogiendo tus cosas, tus libros, tu ropa; lo siento, me tengo que ir y te miro en silencio llorando por dentro, pensando por donde salir. Sin saber que decir, sin saber que decir.
.
–No…, digo, sí la recuerdo, Calamaro, pero me viene a la mente esta otra: Me iré despacio un amanecer que el sol vendrá a buscarme temprano. Me iré desnuda, como llegué, lo que me diste cabe en mi mano. Mientras tú duermes deshilaré en tuyo y mío lo que fue nuestro y a golpes de uñas en la pared dejaré escrito mi último verso… Cuando me vaya, cuando me vaya.
.
–Serrat, claro, imprescindible. ¿Y qué tal esta otra?–: Nada puede hacerte olvidar que anduvimos el mismo camino, y las cosas que hicimos fue porque quisimos estar de nuevo en este lugar. A pesar de los errores, a pesar de los defectos y virtudes, guardo en mí los mejores momentos que van a quedar en lo profundo del alma. No te compliques más, siempre hay una razón. Tratar de revivir, tratar de estar mejor.
.
Curiosamente, esa canción, terminaron cantándola juntos: –Diego Torres, no podía faltar, sonrió ella. Cierto, confirmó él–.
.
Ella lo miró cómo retándolo. –Esta no la vas a recordar–: No fuiste el amor ni el hombre de mi vida; has sido un amante ideal, preferiste mi balcón sobre mi puerta y mi voz sobre mis letras.
.
–No,… no la ubico–, desencantado balbuceó, él. Pero a que no te acuerdas de esta: Me enamoré de ti sin intención, no para ser tu gran amor o tu salvación; en el hondo mar de mi circunstancia, me enseñaste a ser quién soy.
.
Ella tampoco recordó esa canción. Lo que ocurrió es que al fin se declararon algo, de manera velada, pero lo hicieron. Ambos lo supieron, no se cuestionaron a fondo, prefirieron la suposición a la certeza; otro código.
.
No volverán a verse más. No lo tenían planeado, en ese momento pensaban en que seguirían viéndose como amigos, pero hay lazos que no se estiran, sólo se rompen. Pero cuando esos lazos se rompen, algo truena y es estruendoso y permanece un polvo estático y perpetuo en el espacio y el tiempo, como un diente de león, como un hilo de humo, como el azar, que no hace conjeturas.