Abstract: This story is about Alexander Botafogo. Tradition says this man was the first homosapiens that had thoughts and feelings, and was capable to have certain about himself. Experimenting first time those privileges, thoughts and feelings, gives him immortality. Next paragraphs recovers some words of Botafogo somewhere of Mexico City in 1999.
La tarde del 23 de abril de 1999, conversé con un inmigrante brasileño en el café La Selva, en Coyoacán. Fue una de esas charlas que empieza sin amabilidades furtivas y convencionales ni terminan con despedida. Estaba esperando a mi amigo Victor, pero éste ya tenía más de media hora de retraso. Todas las mesas estaban ocupadas. Serían como cuarto para las siete de la noche cuando al lugar arribó un señor con una personalidad tempestuosa. No hubo persona alguna que no lo volteara a ver; él no miró a nadie, me parece.
Mi mesa era la única ocupada por una persona, en todas había por lo menos dos comensales. Él se acercó a la barra y pidió un café; volteó y con los ojos recorrió el lugar. Con la diestra tomo su café y se aproximó a mi mesa. –Podré sentarme acá, dijo con voz grave y sin el tono clásico de una pregunta. Yo no pude más que asentir con la mirada, pues no me sentí cuestionado y por lo tanto autorizado a negarle un derecho que exigió.
Era blanco y alto, con una larga barba blanca y descuidada. Su rostro me pareció excesivo. Sus ojos tenían la espesura de un arrepentimiento no consumado; su mirada, la de una expiación jamás adivinada. –¿Esperas a tu novia o a algún amigo?, me espetó de pronto y me extrajo de mis impresiones como a un salmón recién pescado en la creciente de un río estadounidense. –A un amigo, respondí, pero parece que no va a llegar, quedamos a las seis de la tarde.
–Me llamo Alexander Botafogo, dijo mientras extendía su mano. –Soy responsable de imperios asiáticos caídos, del descubrimiento de este continente mal llamado América; víctima de una inmortalidad indeseada, culpable de decisiones que costaron miles de vidas. Ahora, dime tu nombre.
Entre la ridiculez de sus palabras y la seriedad de su tono, sólo atiné a decir: José Israel.
De pronto me sentí acosado por el impersonal acento de Alexander. No sé si primero pensé en pedir la cuenta o marcarle por teléfono a Victor, pero no hice nada. Con una timidez llevada a rastras hasta mi boca, le pregunté: ¿A qué se dedica en la vida? Su respuesta fue un desfile parsimonioso y entretenido de recuerdos, que por la forma con que los evocó parecían más invenciones que experiencias. Me acuerdo de esos momentos como se recuerda un libro que nos contaron y que jamás quisimos leer.
He intentado ser lo más preciso posible, pero la memoria sólo me ha licenciado a referir su contestación de la manera siguiente (sé que omito muchos datos y detalles, pero por más que lo he deseado, no he podido recuperar su testimonio intacto).
–En mi vida, que es más fácil contar por milenios que por décadas o años, he ejercido casi todos los oficios de que es capaz un hombre. Recuerdo que antes de la época de los griegos ejercí magistralmente la estupidez. Fue en Tracia, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Todos los jerarcas, yo entre ellos, eran casi sabios y hombres de alta fe. Un buen día descreí de los Ritos Órficos y la sabiduría imperante, que de ellos se desprendía. El rey Seuto, imponente como siempre, decretó mi estupidez; no la negué y no fue por temor, sino que intuí que su palabra no debía ser refutada. Pasaron los años y yo permanecí en mi tierra autoexiliado. Explico que mi estupidez fue magistral porque jamás refuté al rey ni a la doctrina órfica.
En aquel tiempo mi nombre era otro que ya he olvidado.
Luego, rememoro que antes de llegar a este continente en 1315, practicaba el nestorianismo. Para entonces ya había practicado varias creencias y ésta me parecía, por lo menos, coherente con mi manera de vivir.
–Decía que cuando arribé a estas tierras, ya cansado de haber ejercido la estupidez y la filosofía, harto de ejercer de heresiarca y demiurgo, me dispuse a ejercer el desprecio y la lástima. Demasiadas miradas nativas vieron con desprecio en mi cara sus escupitajos; otras tantas, me compadecieron. Al principio no entendía sus palabras y ello me hizo sentir infinitamente ignorante; cuando empezaba a entender la lógica de sus expresiones orales, me sentí humillado. Fui feliz el día que me ofrecieron comida junto a unos perros pelones y flacos.
Casi dos siglos después, llegaron a estas tierras hombres parecidos a mí. Decidí entonces ejercer la indiferencia. Cambié de nombre a Alexander Botafogo (antes de partir de Europa me nombraban Gaspar de Berenice). No guardo ningún suceso entre la llegada de los europeos y las primeras independencias de los países americanos. Bueno, sí los tengo registrados en mi memoria, pero me parecen como una procesión de acontecimientos sin nombres o con nombres, pero sin significado para mí: vi hombres barbados que degollaron a niños privados de llanto, a mujeres que fueron violadas con rencor esmerado. Fui testigo de saqueos y destrucción como no lo veía desde la época de las Cruzadas. Pero te confieso que no me importaba nada en aquél entonces.
En la época de la Revolución Mexicana ejercí la audacia y la traición, fui consejero de Victoriano Huerta y confidente de Henry Lane Wilson. Fui amigo de Zapata y de Villa. También fui emisario de Carranza y use varios alias, entre ellos el de Jesús Guajardo.
Desde hace años ejerzo la mentira, aunque te confesaré que con demasiada torpeza. Después de vivir tanto tiempo, me es imposible mentir; es más, creo que el ejercicio de la originalidad ya me está vedado. Cada vez que pienso algo y que creo que es auténtico, recuerdo que ya lo he visto, leído o vivido. Hace mucho tiempo que mis pensamientos sólo son como las pieles viejas de esa serpiente inmortal que es el tiempo. Eso es lo que más duele de ser un hombre inmortal, ser incapaz de crear. Por eso es que durante los milenios recientes me di a la labor de estos oficios humanos, para acercarme a la creación aunque sea de lejos, aunque sólo sea para sentir el rumor de la originalidad al ejecutar tareas humanas por más ruines que te parezcan. También he ejercido el amor, la pasión y la locura; la paciencia, el valor y la bondad. Pero nada me ha hecho sentir como aquella lejana mañana invernal del Asia, cuando aún nada ni nadie tenían nombre (si supieras como se inventaron los nombres de las cosas que conoces), en la que asusté a toda mi manada al levantar unas ramas que se consumían y con humo negro olían raro.
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