domingo, 23 de diciembre de 2018

El Avatar


Nada es definitivo, inexistente es el destino;
lo que falta es consciencia y voluntad para tener tino.

Un hombre camina y llega hasta un escritorio, donde otro lo espera sentado. Se inclina y susurra: —El país fracasó, señor Director. De nada sirvieron las acciones de los ciudadanos, los gobiernos,… de las corporaciones.
—¿Qué sugieres?, le dice con curiosidad al Maestro, mientras se incorpora y camina por su alcoba.

—Buscar al Avatar. Es lo único que no hemos hecho. El Director deja de caminar y se vuelve hacia al Maestro. —Eso es cosa tuya, no estoy de acuerdo; no tengo nada que ver con su búsqueda, le dice mientras vuelve al escritorio.
Cientos de hombres se dan a la tarea de buscarlo. No saben cómo es. Unos confían en su sabiduría para identificarlo; otros, en que una premonición se los indicará. Se forman grupos y sectas que permiten que el azar guíe su búsqueda; algunas de ellas, creen que el amor es el imán que los llevará hasta él. Todos fracasan.

Luego de algunos años, una minoría hereje está convencida de que el Avatar no existe. Uno de sus nuevos integrantes, incluso, califica la idea de ridícula. Este último es quien lo encuentra.
Su Jefe le pregunta cómo pasó. El Tipo responde que desde que lo vio por primera vez, supo que ese indigente era el Avatar. Arguye que lo encontraba diario, como una advertencia ligera y negligente. Un día externa que ese indigente es a quien estaban buscando y todos le creen.

El Jefe conduce al Avatar con el Maestro, quien lo mira de arriba abajo, como cuando toda la vida se ha tenido fe en algo y al descubrir que es cierto, uno lo niega retrayendo levemente el cuerpo, casi anhelando el pasado de incertidumbre. Las personas se hacen fuertes para lograr algo. Al conseguirlo, temen perder ese fuelle que los hace sentir grandes. En un mundo de extremos, nadie quiere ser el débil y así se olvidan muchos valores.
El Maestro lo conduce con el Director, quien se enfurece al escuchar de qué se trataba el asunto.

—¡No es posible, esto no puede ser! ¡El destino, la fortuna de un país no puede depender de un hombre y de cómo se le trate!
El Maestro no sabe qué decir, permanece quieto, sorprendido por la reacción del Director.

—Voy por el Tipo que lo encontró para que nos explique —dice el Maestro y sale.
El Director va al fondo de su alcoba y toma un fuete. Se cierne sobre el Avatar y empieza a golpearlo con furia. Sus ojos y gestos esculpen un rostro iracundo, un espanto harto de recriminaciones y discriminaciones.

La agresión se prolonga. Las mejillas y las ropas del Director están salpicadas de sangre y el Avatar pide auxilio y se retuerce de ardor y dolor en sus piernas, cara, espalda y brazos. Sus lamentos enloquecen al Director y de su bolsillo saca una navaja y le corta su lengua.
—¡A ver si así sigues gritando, maldito… maldito... maldito!, grita fuera de sí, al momento que el Maestro y el Tipo, entran a la pieza y lo apartan.
—¿¡Qué bárbaro, que locura está usted haciendo!?, dice el Maestro espantado, sin dejar de mirar al Director. El Tipo carga y se lleva al Avatar lejos de ese lugar.

Minutos después, el Director recobra sus cabales y con un tono extraviado, se dirige al Maestro.
—Si destruimos a este Avatar que ya no sirve, quizás encontremos a otro en mejores condiciones.

—No, así no funciona la cosa de los Avatares —le recrimina—. De hecho no creo que alguien sepa cómo funciona, si hasta hace poco empezamos a necesitar creer en ellos, en él, el nuestro,… porque todo lo que parece ser lógico fracasó.
—¡Quiero ayudarlo,… voy a cuidarlo!, dice el Director alarmado, pero el Maestro lo detiene y le afirma que es mejor que no salga más de su habitación, hasta que todo empiece a mejorar o sucumba por completo. El Director, resignado y cansado, acompaña hasta la puerta al Maestro y se retira a su cama.

El Maestro no detiene su marcha. Las palabras del Director le dan vueltas en la cabeza. Circunspecto, piensa en la conveniencia de la muerte del Avatar. Súbitamente todo le parece absurdo; lo que han hecho en los años recientes, la inversión en algo aparentemente disparatado como creer que cuidando con amor a un hombre, podrán salvar a su pueblo. Siente un fuerte bochorno, pero continúa.
—Y bien, ¿cómo está?, le pregunta al Tipo.

—Le indujeron el coma, tiene fuertes heridas en su cuerpo, pero su mente peligra.
El Maestro sabe que la agresión pone en riesgo el proyecto; quizá ya lo arruinó.

—Tú fuiste quien lo encontró, ¿cómo supiste que este hombre era al que buscábamos? —Sólo lo supe, Señor. —¿Lo supiste o lo creíste? —No lo sé, Señor.

El Maestro, se sienta; se pasa la mano por la cabeza, escudriñando su cabello.
—Cuéntame desde el principio, ¿cómo supiste que este hombre era el correcto? Céntrate en lo que sentiste y pensaste.

—Nunca he creído en el Avatar. Ni siquiera siento que este pobre hombre lo sea. Sin embargo, soy una persona leal y con principios; jamás pensé en darles gato por liebre. Sabía que después de tanto tiempo y fracasos, nuestra gente, los pocos grupos sobrevivientes, se encontrarían debilitados y vulnerables; tanto, que creerían cualquier cosa con tal de terminar su búsqueda y saber, aunque sospecharan engaño, que lo habíamos encontrado.
—¿Entonces qué te hace pensar que él es?

—Justo esa es la palabra, Señor. Pensar... Pienso que es él porque soy un hombre con intereses simples y ordinarios. No soy conformista, pero sé distinguir entre aspiraciones y ambiciones. Mis aspiraciones están al alcance de mis manos y pies. Me importan la tierra y las plantas; el mar y los peces. Amo a mis hijos, a mi mujer; a la familia y a los amigos. Adoro un buen vino y un pan. Disfruto el atardecer, la luna y el petricor.
—Continúa— Señor, yo he escuchado a los que saben, gente como usted. Dicen que si el poder no se usa, no existe; que al poder hay que controlarlo, y todas esas cosas poco claras para mí. Yo pienso que el poder es una sustancia que va más allá de nosotros, que estamos hechos de él; todos, vivos y muertos. Pienso que el poder tiene memoria e imaginación, pero no se sabe conducir a sí mismo. Pienso que siente y nos teme.

—¿Pero qué me estás diciendo? Eso no es un razonamiento, el Maestro le espeta porque le sorprende que el Tipo, ordinario y sin pretensiones, le plantee un par de inferencias en niveles distintos.
El Maestro lo escucha y piensa que es sincero y decente; sin muchos conocimientos, pues identifica también incongruencias en sus argumentos; ya no lo cuestiona más. Le dice que se retire y se duerme.

El Maestro sueña a una mujer, que desde altamar, lugar sin referencias, le dice.
—Ustedes se creen que por nombrar las cosas que existen son dueños de ellas, que por tener palabras para lo que ven, conocen todo de las mismas. Vaya, sois tan engreídos que hasta tienen palabras para lo que no conocen y tan sólo su existencia suponen.

—¿Te referís al Avatar?, le dice retrayendo el cuerpo.
—No sé, dímelo tú, replica ella acercándose, retándolo.

—Si es él, estamos perdidos. Lo han golpeado salvajemente y dudo que sobreviva. No sé cuánto tiempo más tendremos que bancarnos esta situación. Por otra parte, si no es él, también estamos perdidos. Tenemos que tomarlo por verdadero, engañar…, ella lo interrumpe con una sonrisa condescendiente.
—Pobre pueblo atormentado por la incertidumbre de su destino, por tener como líderes a unos pringaos, que no hayan qué hacer. ¡Qué angustia, qué pena me dais, joder!

—Ey, ¡pará un poco!; ¿quién te crees que sos para venir y armar este quilombo? —Querido, te sobran palabras y te falta amor, la mujer le dice alejándose y acercándose con la marea.
El Maestro despierta súbitamente. Apenas se despabila, ordena preparar los equipajes y víveres para dos personas. Solicita que se presente el Tipo.

—Mira, es mejor que te lo lleves. No deben estar más aquí, esta casa que ves ya no sirve más para que él sane, dijo el Maestro, levantando la mirada y pasándola por el alto techo de mármol con detalles de finos vitrales.
—Elige el camino de la izquierda. —¿Cuál izquierda Señor?, le pregunta porque en el horizonte se pierde sólo una vereda.

—A buen paso, luego de la quinta luna verás la bifurcación. Toma el camino de la izquierda —Al terminar de decir eso, el Maestro se aleja; frunce el ceño.
El Tipo se sube al auto. El Maestro se apresura hasta él y le pide bajar la ventanilla. Está ansioso porque en ese momento se entera que el herido en coma no es a quien han estado buscando. El Tipo es el Avatar, pero no se lo dice.

—Sal un momento, por favor. Te puedes ir por la carretera, pero voltea; también se pueden ir en barco. ¿Por dónde prefieres irte?
—No lo sé, Señor, responde el Tipo, quien sonríe pues por dentro elige el mar; ahí conoció a la mujer que ama. No dice nada, sonríe mirando al mar sin hablar.

—Me voy, elige el camino que quieras.
¡Eureka! —el Director despierta abruptamente—, ¡El Maestro es el Avatar!

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