¡Un trueno. Muchos
truenos! Gente corriendo. ¡Una punzada! Ardor y dolor en la espalda. ¡La
abrupta y espantosa calma! Consciente, sin los sentidos de la percepción.
Mientras caía, descubrió
toda la verdad. Sólo en el sentido de la pérdida, del extravío, el mínimo
razonamiento se torna absoluto; explica todo.
Tendido en el suelo, pensó
en tocar la herida con sus dedos, mas no sintió nada, ni siquiera tenía forma
de saber si estaba moviendo el brazo. Supo entonces que no podía sentir. Una
súbita reacción lo hizo pensar que aún era capaz de recordar, ya no imaginar.
No podía controlar los
recuerdos que se agolpaban en su mente, pero descubrió que podía elegirlos:
–¿Me vendes un cigarro,
por favor? –Mientras lo encendía, no dejó de mirar la esquina de Vértiz y
Olvera. Sintió en su pierna la vibración del celular. –Número desconocido, leyó
y aceptó la llamada.
–¡Tienes que irte, han
descubierto nuestra misión! ¡Están subiendo las escaleras! ¡Intentaré escapar;
no volveremos a vernos! Conocen el plan, tu paradero; ¡vete y no olvides que…
–se cortó la llamada, tras un fuerte estruendo–.
Aventó su celular por
debajo de un puesto de periódicos abandonado y se marchó en dirección a
Cuauhtémoc. A la altura del Hospital General, sólo estaban los familiares de
los internados. Miraba continuamente en todas direcciones; se sentía
perseguido, pero su ojo avezado, no logró distinguir nada irregular.
Son demasiados recuerdos
–pensaba–, y qué tal si son alucinaciones; hay escenas y rostros de los que no
me acuerdo, pero ahí aparezco:
–¿Por qué me miras así?
Ya no lo hagas, me pones inquieta –le dijo esperando que él la mirara así por
el resto de su vida–. Él se acercó y le besó el brazo y sus pómulos.
–¿Por qué haces eso?
–Para que la próxima vez que hables de ti –le refutó sin chistar–, te acuerdes
de estos besos y no de dónde te golpeó tu ex marido. Luego la besó en los
labios; con sus manos tomó su cabeza, con sus dedos acarició su rizada
cabellera, sin dejar de besarla y así se quedaron largo rato.
–Mi novio está celoso de
ti, desde que te ayudé a hacer tu mudanza –dijo
ella con voz débil, mirando a cualquier dirección.
–Tu novio es un imbécil,
y tú y yo unos cobardes ocultando esto todo el tiempo –respondió sin dejar de mirarla–.
–Es que no estoy
totalmente segura –arguyó
volviéndose hacia él, mirándolo fijamente–.
–No estás segura porque
sigues enamorada de tu padre; yo no estoy seguro porque me recuerdas a otra
mujer que amé… –los dos se echaron a reír; sabían que esa plática los conducía
a un callejón sin salida que de sobra conocían. La risa les funcionó un tiempo
como la tangente que les permitió un romance que nadie conoció.
Se metieron al
automóvil. Él encendió el motor, la miró y le preguntó: ¿Entonces, el viernes
nos escapamos de la ciudad?
–Sí, podemos irnos a
vivir a mi casa de Zamora. Sólo me preocupa Germán, también es violento, no
quiero que te haga daño, porque él me dijo que…
Podría jurar que desde
hace miles de años no siento nada y sería tan verdad ahora. Cada vez me
esfuerzo más para ver esos recuerdos. Pienso que no siento nada; curioso, no
puedo recordar cómo se siente sentir o cómo transcurre el tiempo, pero sigo
vivo sin duda. ¿Quién me habrá disparado, por qué ahora?
Recuerdo que me gustaba
fumar. No entiendo por qué. ¿Qué es fumar? –pensaba reiteradamente,
esforzándose por ubicar un pensamiento que le diera más información–. Nunca he
pensado en objetos o actividades sin imágenes, olores, sabores, texturas o
sonidos.
El rostro de ese tipo...
No, nunca lo conocí. ¿Qué más da, siempre o nunca, en este momento son lo mismo
que ahora:
–No fueron accidentes…
Creí que era mentira lo que me dijo. La señorita Dagmar Heckler, antes de
morir, nombró a su abuela heredera universal de sus bienes en México. No fue
hasta que abrimos el segundo testamento, que vi los documentos. En los
setentas, la señorita Heckler vendió las acciones de su padre; son millones de
marcos, euros, como quiera verlo.
–¿Y quién pudo haber
matado a mi familia materna, quién sabría todo esto?
–Su abuela murió en
2001. ¿Si en estos 10 años suponemos que los accidentes o la mala suerte no
fueron tales?; ¿si le digo que unos inmigrantes alemanes con ese apellido están
en México desde 1999?
–¿Y qué me está
diciendo, abogado; que me cuide las espaldas? Me suena muy fantasioso todo esto
de la amiga de mi abuela. Sí vivieron muchos ricos inmigrantes en Tacubaya,
donde mi bisabuela, La Chula; ella se relacionó y cocinó para los
generales de la Revolución. Una italiana muy bella, por cierto, pero no sé…
Ya no veo los recuerdos,
pero ahí están todavía, los puedo escuchar. Sí. Wagner. Sí, La marcha fúnebre de Sigfrido;
el último recuerdo hecho música… Mi último recuerdo es un recuerdo musical;
¡qué fácil es pensar la música! Ese momento en que los metales se aprietan y
agudos hacen el anuncio de que todo puede volver a empezar, y sin embargo
termina para no volver. Toda vida es irrepetible.
§
–Má, ¿por qué lees y
relees tanto las “ocho” de ese diario que nunca comprás por amarillista?
–Un paciente que tenía que
ver ayer; apenas me entero que lo mataron en un fuego cruzado entre dos bandas
y la policía, antier en el centro de la ciudad. Hubo 15 heridos, entre civiles,
policías y sicarios; sólo un muerto con una bala.
–¿Te caía bien?
–Era muy divertido y le
gustaba el rock argentino –respondió como hablándole a nadie.
–¿En qué pensás, Má?, te
quedaste pensativa mucho tiempo.
–No, en nada, no me hagas
caso:
–Cuéntame de ese cuarto
sueño que te despertó ansioso y sudando.
–Sólo he escrito cuatro
sueños, los únicos que recuerdo en los últimos 10 años. Todos se parecen en la
trama, no en los escenarios; el cuarto es donde se resuelve todo. En los
primeros tres, alguien me persigue o quiere atentar contra mí. Yo busco
escapar, no por salvarme, sino para salvar algo o alguien: una causa política,
una vida amorosa y errante, un dinero ignoto… En el cuarto sueño,…
–¡No me digás!, te
convertís en el líder del cónclave revolucionario y todos te aclaman; te quedás
con la mina y descubrís tus raíces aristocráticas, ¿cierto?... –ambos
estallaron en carcajadas unos segundos.
–No te burles… En el
cuarto sueño descubrí el desenlace de los primeros tres. Soy yo el traidor.
Delaté y fragüé el asesinato del líder revolucionario, mi mejor amigo, y
boicoteé un levantamiento popular; enamoré a esa mujer porque me gustaba
seducir y abandonar; yo inventé, y hábilmente enteré a mis familiares sobre el
testamento Heckler para que entre ellos se eliminaran, mientras yo estudiaba
fuera del país.
–Al final del sueño y
años después, la Revolución ha triunfado a pesar de mí. Estoy solo en un
calabozo. Durante meses me interrogan; durante años nadie me dirije la
palabra. De pronto, un día, la embajadora de Argentina en México, negocia mi
libertad con las autoridades, expresándose en italiano. Luego de un breve
diálogo en alemán conmigo, me revela su apellido: Heckler. Sé que corro
peligro. Escapo, aunque me alcanza a dar un balazo.
–Una mujer de mi edad,
en el sueño, a quien no reconozco, me auxilia; me subo a su automóvil y me
lleva lejos. Estoy perdiendo mucha sangre, pero no veo que haga algo por mi
salud. Pasan muchas horas; agonizo sobre una cama. Ella mira la televisión y
rompe el silencio para decir: –Me escapé contigo hace muchos años; juraste
que me amarías toda la vida. Al menos estaremos juntos el resto de tus días.
Muero, despierto.
–Y tú no te salvás en
ninguno de los cuatro sueños, lo cual es bueno, si se quiere, desde el ángulo
del psicoanálisis lacaniano.
–Má, si no te conociera
pensaría que no te importa. A ver dame el diario, déjame leerte.
–Mirá lo que dice. Tienen
mucho dinero estos narcos:
"La Policía Federal y
el Ejército decomisaron armamento de alto calibre alemán, entre ellos 5 fusiles
de asalto Heckler & Koch G36, 3 camionetas Hummer, 2 granadas de
fragmentación MK2 y cientos de cartuchos. Los detenidos al parecer son oriundos
de Zamora, miembros de una célula de la Familia Michoacana."
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