domingo, 23 de agosto de 2009

Boulevard Miguel Ángel de Quevedo

Cerró con seguro la puerta del departamento; se quedó mirando la puerta…

«Se casó y se divorció; se volvió a casar y tuvo una hija». En los recientes días, a Alberto Curador Oceguera, le había dado por pensar, y le preocupaba, que algún improvisado opinador, pudiera definir así su vida. No es que ello sea mentira, pero por lo menos es una descripción incompleta que, según la versión del propio Alberto, no se ajustaba del todo a la realidad.

Cuando nació Paulina, su visión del mundo cambió para siempre. Desincorporó de su rutina, algunas costumbres adquiridas desde la secundaria, como voltear a verle el culo a toda mujer que pasara cerca de él y recitar, sigilosamente en su cabeza, ingeniosos piropos que nunca decía. Ese era, quizás, el secreto más valioso y baladí de Alberto; ni siquiera se lo había revelado a su confidente, su primo Manuel.

Fueron de los pocos hábitos que antes o después de Paulina, permanecieron en Alberto, quien solía ser de esas personas que creen que la manutención de un secreto provee una especie de autoridad sobre los demás. Era un coleccionista de secretos pequeños o grandes; algunos mediocres y poco interesantes.

Con los años se había vuelto un estupendo catador de misterios; era capaz de distinguir, de entre varios de ellos, cuál de todos le conferiría el secreto más genuino. Aunque no siempre fue capaz de asequir a la información deseada, también es cierto que la propia búsqueda le brindaba un placer casi parecido a aquél.

Uno de los aspectos que más admiraba de él mismo, era la pericia que había logrado alcanzar al abordar el tema de los secretos. Más allá de la etimología y la semántica, Alberto sabía que el secreto es un material que sólo puede ser resguardado por la mentira o por la omisión; que la primera es un artilugio de los principiantes en estos menesteres, pero la omisión… ¡ah, esto era otra cosa!: un arte, una labor de orfebres atentos y sensibles.

Para él, la distinción era clara. La mentira era semejante a actuar como un férreo cancerbero; en cambio, la omisión se correspondería con el comportamiento de un consumado repartidor de barajas, con la tácita diferencia de que en estas circunstancias, el azar tuvo que haber sido domeñado con antelación.

Cerró la verja. Caminó por la calle de Pino y dobló en Miguel Ángel de Quevedo, rumbo a Universidad. Se colocó los audífonos y confirmó que…

“Arde la ciudad” de La Mancha de Rolando, se había convertido en la nueva canción favorita para él, no la del mes sino la de todo el año. Ni siquiera “Carnaval de Brasil” de Calamaro, lo hacía sentirse tan vivo. Los acordes y la voz de Manuel, la bataca del Tano, los requintos de Franchie y el poder de Carlitos; Conde que no dejaba caer la rola en el vacío, en ningún momento.

–Estos tipos sí que hacen arder mi ser–, pensó Alberto…

Recordó que hacía una hora había estado bailando por toda la casa, mientras escuchaba y cantaba esa canción, aprovechando que Adela se había llevado a Paulina al Gymboree. Este era otro de los secretos que nadie sabía, excepto Manuel. Sí, Alberto bailaba como nunca en público, las canciones que lo encendían. Aunque él se sentía otra persona al bailar, intuía que sería algo similar a ver danzar a C3PO o a Chaplin.

Aunque México y Argentina son pueblos latinoamericanos, Alberto identificó una diferencia abrumadora entre los conciertos de las bandas de ambos países. Allá está muy relacionado el Rock y el Fútbol. Nada más ilustrativo que la alianza cabal entre las barras del Boca Juniors y los fans de los Redonditos de Ricota, por un lado, y las de River Plate y Soda Estéreo, por el otro. «Es que los argentinos ya han sido campeones del mundo», pensaba Alberto, al justificar esa diferencia.

Acá en México, no sólo no ocurría eso, sino que consistentemente pasaba lo contrario. La fanaticada de las Chivas y las Águilas, en el mejor de los casos, son salseros; cuando no, reggaettoneros. Esto fue uno de los factores que influyeron para que Alberto detestara el soccer pues creía que él no podía rebajarse a compartir una afición con gente inculta y sin sensibilidad musical. Por ello había optado por el fútbol americano, además que, según él, le dotaba de un círculo de aficionados más selecto en todos los sentidos. Este era otro de los secretos que nadie, ni Manuel, lo sabía; aunque Alberto vislumbraba que las personas más allegadas a él, lo sospechaban.

Alberto cruzó avenida Universidad, y llegó a un parque en el que se internó por sus variadas veredas; se acordó de una mujer que sedujo ahí mismo, antes de llevársela al hotel; no recordó su nombre.

Era la séptima vez que repetía la canción “Arde la ciudad”; creyó entender que no había nada más potente que escuchar cantar a Manuel Quieto ese verso: “…la banda grita tu nombre y ves cómo la popular se va a caer.” Caminando en ese enredado parque, recordó cuando en la adolescencia, junto a su primo Manuel, grababan canciones de la radio, canciones que no podían conseguir de otro modo. Por que no tenían dinero para comprar los discos que les gustaban. Qué culpa tenían ellos que a los once años no les gustara lo que les presentaba Raúl Velasco o Gloria Calzada. Era tanta su pasión, que le hurtaban a sus padres los casetes originales de diversos cantantes; les ponían cinta adhesiva en las muescas laterales de la parte superior, y ahí grababan sus canciones favoritas de Rock 101 o de Espacio 59. La más de las veces les quedaban incompletas, o con la voz de los locutores, pero no les importaba con tal de escuchar la voz y los acordes que los llevaban lejos, más de lo que habían llegado hasta ahora en su vida.

Ahí, los dos como un par de Indiana Jones, se ponían horas y horas a escuchar la radio, hasta que anunciaban Real de Catorce, The Police, Al universo, Uriah Heep, Charly García, Black Sabbath, Los abuelos de la Nada, Deep Purple, Nacha Pop, Pink Floyd, Gabinete Caligari,…

En aquel tiempo, el concepto de favorito estaba asociado a la escasez material y temporal; ahora –reflexionaba Alberto– con puchar unos botones del Ipod, podía repetir las veces que quisiera su canción preferida.

Se paró frente al monumento a Álvaro Obregón. Una de las áreas de las ciencias sociales en donde Alberto es experto, es la Historia. Sin embargo, nunca se había parado frente a ese homenaje de concreto. No se cuestionó esa falta, simplemente subió las escaleras y se internó en ese monolito.

Ahí estaba Alberto, escondido del mundo siendo un secreto, pero no lo pensó así. Había algo que no le gustaba y era su rutina laboral que no le permitía ver despierta a Paulina. Diariamente, llegaba del trabajo a las once de la noche; su angelita dormida y su mujer a punto de dormir. Ese horario estaba impidiendo corregir algunas de las fallas que su padre tuvo con él y que esperaba modificar con Paulina. Entendió un poco más a su padre, pero no lo perdonó, si es que el perdón es un un gesto más cercano a la moral que a la lógica.

Salió y miró el parque; troncos raros, rarísimos, si es que lo raro y lo rarísimo son formas de la imprevisión. Después de mirarlos detenidamente vio el reloj y pensó en tomar un taxi para regresar a casa. Optó por caminar de regreso hasta Gandhi, fue hacia los libros de Filosofía, tomó algunos ejemplares editados por Siglo XXI, su editorial preferida. Por un instante recordó cuando juntaba diez o doce domingos que le daba su padre, y con ello compraba libros sobre historia, astronomía o física; ahora era fácil dar el tarjetazo.

Leyó el índice de un par de libros, y ello le bastó para saber el contenido, por lo menos lo más sobresaliente. Recordó que Manuel le había dicho que últimamente ya no era más un lector de libros, sino un “revisor de ediciones” «es que sólo te limitas a revisar si está sin errores la edición y ya ni los lees, Alberto». Y era cierto, los últimos tres años no había leído más que 25 libros.

Recordó que en casa tenía seiscientos libros sin leer, y desistió de comprar alguna de las ediciones revisadas y aprobadas por el sello Curador.

Escuchó por trigésima vez “Arde la ciudad”. Pensó en Paulina y todo problema fue relegado; pensó en Adela y la vida la sintió más fácil…

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