sábado, 21 de marzo de 2009

En la Mente del Mensajero

Pinturas: Amor sin barreras / José Manuel Mateo Grau y La condena / Marcos Rey.
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1º de enero de 1959. Primer discurso del Comandante Fidel Castro en Santiago de Cuba.

Santiagueros; compatriotas de toda Cuba: Al fin hemos llegado a Santiago… Duro y largo ha sido el camino, pero hemos llegado…

Casi toda la gente aplaudía y gritaba. Un hombre se abría paso entre la multitud y estaba contento, pero preocupado, si es que la preocupación es un afán demediado e inacabado. Como una hebra de estambre cruzó toda la informidad hasta quedarse cerca de una bocina, como si intentara ahogar sus pensamientos con la voz del Comandante.

Los malos entendidos dieron su suerte a la Biblioteca de Alejandría, a Héctor ante Aquiles y a Artemio Siqueiros, la suya, en la ciudad de Santiago de Cuba. Claro, los malentendidos pueden ser deliberados, pináculo de la confabulación o simplemente eso, malos entendidos.

Artemio pensaba: ¿Qué es un fusil?, sino la extensión de un brazo; ¿qué es una bala?, sino la prontitud de un puño. En todo caso ¿qué era una canción en Cuba en 1959?, sino la búsqueda de la libertad y el amor, aunque a veces no coincidieran.

–Claro Comandante, llevaré su mensaje a Santiago; en persona se lo diré al General Cantillo–.

–Es un mensaje de la Revolución y no mío, recuérdalo bien Artemio–.

Y se fue Artemio para Santiago, y se fue cantando aquélla de Carlos Puebla “…Escúchame una vez, sólo quiero hablar contigo, quiero que me atiendas, aclarar las cosas y dejarlas como son…”

Fenecía la Cuba en donde Siqueiros se ganaba la vida en un casino-burdel, cuidando a la puta de Oswald Sanders, dueño del negocio.

Artemio se debatía entre el estilo de vida al que pudo aspirar al lado de Sanders y el que se le avecinaba con el inminente triunfo revolucionario. Dinero o libertad, él o todos. No todo es blanco y negro cuando a la postre se observan y se juzgan los hechos, pero cuando se tienen en frente, todo es dicotómico y la síntesis sólo es una ocurrencia que degrada los argumentos.

En un momento, se le ocurrió que todo malentendido podría ser expiado, pero se sentía culpable, ni siquiera responsable; sólo y solo atrozmente culpable. Y aunque su acto no modificó la historia de Cuba, sí cambió la suya.

Se le descartaban las posibilidades como en los juegos de baraja que observaba durante las noches, mientras Soraya estaba trabajando. No era cuestión de tumbar la Revolución o dejarla ser; no estaba en sus manos. La Revolución era y es una necesidad humana para reinventarse cuando los ideales dejan de corresponderse con el desarrollo humano.

Es curioso el camino de las ideas, figuras etéreas que en el movimiento de su realización concreta se desvirtúan invariablemente. Es como si las personas estuviéramos incapacitados para lograr ideales.

El ideal de Siqueiros ya se había desvanecido. No habría futuro como el segundo de Sanders, pero tampoco le satisfacía la incertidumbre que venía con el Comandante. Pero eso no era el motivo de su aflicción; en realidad, Artemio estaba angustiado porque Sanders partiría para Estados Unidos y se llevaría a Soraya; y él estaba enamorado de ella.

Por eso, durante todo el camino, tarareó aquella canción de Carlos Puebla: “…Escúchame una vez, sólo quiero hablar contigo, quiero que me atiendas, aclarar las cosas y dejarlas como son…”.

¿Irse o quedarse? Igualmente Soraya no le correspondería, a lo mucho seguirían manteniendo su amor de polizón; incluso en Estados Unidos, donde que todo era posible.

Discurso:

… Ocurrió entonces una cosa muy curiosa. Además de la nota, que era muy breve, le mando a decir al jefe de la Plaza de Santiago de Cuba con el portador de la misma, que si las hostilidades se rompían porque los acuerdos no se cumplían y nos veíamos obligados a atacar la Plaza de Santiago de Cuba, entonces no habría otra solución que la rendición de la Plaza, que exigiríamos la rendición de la Plaza si las hostilidades se rompían y el ataque se iniciaba por nuestra parte…

Sintió una daga en su mente, que el Comandante lo miraba y lo acusaba. No se pronunció su nombre, pero se sintió solo en la Plaza. Esa terrible soledad de no estar solo y sentirse así. La pasión y el tumulto eran sucesos lejanos, como cuadros de película muda. Artemio Siqueiros era parte de la Revolución pero no se sentía así; no gritaba, no vitoreaba, no aplaudía.

Discurso:

Pero ocurrió que el portador de la nota no interpreta correctamente mis palabras y le dice al Coronel Rego Rubido que yo decía que exigía la rendición de la plaza como condición para cualquier acuerdo. Él no dijo lo que yo le había afirmado, que si iniciaba el ataque; pero no que le había puesto al General Cantillo como condición que se rindiera la Plaza.

Cuando Artemio escuchó esa parte del discurso, se sintió como un traidor. La traición, una de las infamias que sí suele ser visitada por alguna virtud, pero al fin y al cabo una infamia. Pero él no había traicionado a nadie, sólo fue un malentendido.

Sin embargo, cuando uno empieza a sentirse traidor, ya no hay marcha atrás, ni las razones ni la distancia funcionan como paliativos. A uno se le cae el alma y el arrepentimiento es un Palinuro que no acepta monedas.

Artemio, mientras caminaba por Santiago de Cuba, a unos minutos de su encuentro con el General Cantillo, siguió las órdenes del Comandante. Pero su vacilante mente tenía otros planes. Cuando el amor y los ideales asumen caminos distintos frente a la bifurcación, el inconsciente nos lleva por el atajo del desencuentro.

Y es así que Artemio Siqueiros le dijo, ni siquiera al General Cantillo, sino al Coronel Rego Rubido:

–El Comandante exige la rendición, a toda costa.

Soraya estaría pisando suelo continental, la Revolución triunfando por todos lados y Artemio, un simple hombre que no fue nombrado por el Comandante en el primer discurso que dio en Santiago de Cuba, vio su vida en dos Cubas distintas y distantes.

Murió el pasado 23 de enero, en Miami; solo con una foto de una vedette en la mano y en el reproductor, un disco de Carlos Puebla; muy escueta la nota del New Herald Miami.

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