sábado, 7 de febrero de 2009

La Pobreza sin Números

Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo. Hay momentos en los que si no se dice ni hace, no pasa nada, pero queda un ligero tufo de incapacidad que es codificada como un pilón de la rutina, de la costumbre, y no pasa nada.

Y es que el vagón del Metro lo abordó un tipo como de 1.50 metros de altura, pero con unos 90 kilos; un abordaje así no merece mayor reflexión, y es que en el Metro ya casi nada sorprende: suicidios, asaltos, manoseos, cantantes, payasos, recitadores, músicos, vendedores, etcétera. Hay de todo. Pero el tipo de los 90 kilos que arribó, daba la impresión de ser un individuo que resumía el ¿infortunio deliberado? de multitud de ciudadanos.

Entró y se sentó en uno de los asientos vacíos del vagón. Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo. Eran las cuatro de la tarde, había mucha gente, las ventanas estaban cerradas y atoradas. Esto fue evidente porque un señor bien trajeado y aseado, intentó abrir una de ellas, más no pudo, pese a que su silueta sugería años de gimnasio.

Ese esfuerzo le arrancó un sudor y un leve bochorno. Vayan ustedes a saber si éste se debía a que no pudo abrir la ventanilla y el “qué dirán, que no soy tan fuerte como me veo”; o quién sabe, en estas situaciones uno tiende a imaginarse cosas, muchas cosas. Por ejemplo, cuando viajo solo en el Metro, me es casi inevitable imaginar o pensar; no logro concebir que esos viajes se limiten a ser un carnaval de rostros que delatan ausencias, preocupaciones, corajes. ¡Y las miradas!, se han fijado en las miradas: perdidas entre recuerdos o ilusiones. Por otra parte, sostenerle la mirada a alguien ahí, es como retarlo; incluso, un codazo accidental puede terminar en una trifulca.

Yo prefiero inventar historias, atribuirles historias a las personas de al alrededor, algunas fantásticas, otras muy dramáticas.

Es por ello que antes, hará unos diez años, me gustaba viajar en el Metro con mi tío Douglas. Él era dueño de un impresionante repertorio de piropos. Una vez, que el convoy llegaba a la estación Tlatelolco, una rubia se levantó y aprisa se bajó; casi al pisar el andén, Douglas le gritó: –Adiós rubia artificial. Pero antes de que las puertas cerraran, aquélla le respondió: –Adiós, pendejo natural–.

Le pregunté por la elección de ese piropo tan trillado: –No me acordé de ningún otro, wey–, fue todo lo que dijo con el rostro desencantado por haber sido burlado.

El tipo de los 90 kilos se sentó y empezó a sudar. No pasó ni un minuto cuando los pasajeros aledaños a él, sintieron una pestilencia que hasta ese momento, me hubiera parecido insoportable. Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo.

Cerca de él, estaba parado un tipo que agachó su cabeza, seguramente para tratar de hundir su nariz entre su camisa y oler el perfume que seguramente utilizó antes de salir de su casa. Creo que su estrategia fue inútil por el rictus de asco que en su cara persistió.

El tipo de los 90 kilos sacó un pañuelo gris que algún día debió haber sido blanco, y se empezó a ¿limpiar o embarrar? el sudor; sin embargo, sus sienes parecían diminutas cascadas de grasa sobre piedras ocres.

Una señora que estaba sentada a su lado cerró los ojos, no se movió. No sé, a lo mejor por pena no se levantó. Sólo cerró sus ojos y aparentó estar dormida.

Frente a ellos dos, estaba sentado un joven, tal vez de mi edad. Estaba leyendo Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis. Su reacción fue similar a la de la señora, y prácticamente se echó un clavado a las calles del centro de la ciudad de mediados del siglo pasado.

El señor bien trajeado estaba a punto de vomitar, su cuerpo amagó con arcadas jamás realizadas; intuyo que deseó estar constipado.

El convoy siguió su marcha, y estación tras estación, todos los presentes, lo sé, porque hay circunstancias en las que, aunque nadie se mueva, uno sabe que todos quieren moverse; bueno, pues todos ahí esperaban que ese tipo de 90 kilos, se largara de una vez.

Todos se miraron pero nadie dijo nada, y no sólo eso, tampoco hicieron algo. Ahí estaban aguantando vara como buenos mexicanos, esperando a que las cosas cambiasen por sí solas. Por momentos daba la impresión que al final, cuando todo terminara, en sus estoicas mentes, se congratularían por haber soportado lo insoportable. Vaya pinche forma y momento en que a veces solemos mostrar el aguante; o será que en definitiva malentendemos lo que son la solidaridad y la compasión.

El tipo de los 90 kilos se quedó dormido en la estación Viveros y oh, tremendo dios vengativo que arrojaste tu ira contra esos pobres desgraciados: el Metro se paró más de cinco minutos. El conductor adujo fallas generales en toda la Línea 3 del Metro. Pero déjenme aclararles que cinco minutos bajo esas circunstancias, es como decir una hora en cualquier otro lado.

El tipo que quiso esconder su nariz entre su camisa, miró sus zapatos, y se quedó pensando, no como si recordara algún suceso, más bien como si tramara algo.

El de los 90 kilos no olía a basura, ni a caca; apestaba a días sin bañarse, de caminar por las calles bajo el sol, sudando, impregnándose del humo de camiones que ya no deben circular. De llegar a dormir sin lavarse las manos porque no hay agua, o por que no se tiene el hábito. Y es que los hábitos se crean cuando hay servicios o disciplina para ir a cargar cubetas con agua. Pero la disciplina también requiere cierto grado de compromiso, y éste se adquiere con algunos mínimos de educación. Pero este gordo, me parece, no sabía leer ni escribir. Vaya, no creo que en su vida vaya a llegar a estas reflexiones sobre su nauseabunda condición.

La pobreza tiene dos versiones complementarias, una cuantitativa y otra cualitativa; ambas se entrecruzan al reflexionar. Pero la cuantificación, para los tipos que parecía resumir el de los 90 kilos, es una región privativa para ellos; reservada, desgraciadamente, para personas que no pertenecen al universo resumido en esa catastrófica y estridente imagen que ahí, frente a todos esos pasajeros, se imponía. Pero ese gordo abominable, también, significaba la síntesis de la pasividad ante un mundo fraguado por hombres que sólo visitan el Metro para inaugurar sus Líneas.

Ahora que reflexiono, el tipo que quiso esconder su nariz entre su camisa, me recordó a los chavos banda que describió y entrevistó Jorge García Robles en su libro ¿Qué transa con las bandas? Jóvenes de los años ochenta de barrios pobres, de ciudades perdidas. Muchos de ellos con la primaria o la secundaria sin concluir; que se reconocían pobres y transas, pero con convicción, es decir, electores de su destino. Este gordo ni eso.

Cuando se es parte de una banda, muchos de sus integrantes sienten que tienen familia, identidad, disciplina. Quieren verse bien, quizá limpios para sus rucas, para sacarlas al toquín. Tienen expectativas, aunque sean poquitas. No sé, a lo mejor para irse al otro lado. Sí, todos son unos cábulas y culeros, pero tienen identidad. Y no falta entre ellos el valedor que lee y que sabe un chingo y al que todos le preguntan. Tampoco falta el valedor en la cuadra al que todos respetan porque estudia y sale adelante, porque todos hubieran querido tener un hogar para que los obligaran a estudiar y no ser los pinches pránganas que se sienten. Y en verdad sienten chingón que alguien de su barrio la haga.

Tampoco falta el ojete que se cree el más chingón y se quiere chingar al que sobresale por encima de él, meterle la pata, pero así es la calle.

El tipo que quiso esconder la nariz entre su camisa, miró a otro tipo que estaba a un par de metros, y ambos voltearon a ver al señor fuerte de traje. Entonces creí entender y confirmar lo que tramaba desde que lo percibí pensativo, pero todos solemos mirarnos y no decimos nada, y no sólo eso, tampoco solemos hacer algo.

11 comentarios:

Mamá-Z dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Mamá-Z dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Victor Castillo dijo...

Agus:

Entiendo y anoto todo lo que me has dicho. Francamente no me queda más que corregir.

Cuando terminé de escribirlo, algunas cosas no me agradaban, pero realmente no pude identificarlas con la claridad que las has expuesto.

Ahora veo que el principal error, de donde se derivaron muchos otros, fue intentar escribir desde el protagonista sin ser dueño de la lexicología apropiada; ese par de cosas, como dices, permearon el ritmo del resto del texto.

Bueno, por cuestiones de trabajo y estudio, las correcciones que merece este texto las haré máximo mañana. Sin embargo, Agus, no está de más comentar que la tónica que permeará este año en Carta Abierta, es que trataré de que abunden personajes que no tengan que ver con el umbral de mis valores, es decir, intentaré inventar personajes: mujeres, ancianos, ladrones, políticos, niños, etcétera,... en los que no esté mi visión, o por lo menos reducirla al máximo.

La idea es mejorar la técnica para recrear otras visiones y comportamientos, que por lo menos ciertos personajes dejen de ser autorales.

Y, por supuesto, tendré que tener cuidado con la lexicología y tendré muy presentes todos tus señalamientos que, por lo demás, han sido muy pertienentes e importantes para mí.

Pues un saludo mi buen Agus, gracias.

Suerte y abrazos.

Mamá-Z dijo...

Llegará el día en que, sentado en mi vejez, detenga mi lectura del más reciente libro de Víctor Castillo, Premio Cervantes 2029, dé un sorbo a mi vaso de whisky y piense: ¡Vaya, y pensar que yo me atreví a levantarle la voz a este muchacho genial!

zafreth dijo...

jajajaja pinche col tu relato esta chingonazo, asi debes de escribir wey

y el wey de las nalgas eras tu yo vi como te torteabas a la ruca jajajajaj

zafreth dijo...

y ademas te regañaron jajajajaja tomala barbon jajaja

Diana dijo...

Nunca se me ocurrió corregir algo. Ahora tengo miedo...Premio Cervantes...no es tan descabellado como suena.

Mamá-Z dijo...

Bueno, vale. El probable delincuente se queda sin palabras: ahora es observado.

Victor Castillo dijo...

Coltrane:

Qué bueno que te gustó el texto.

Suerte y abrazos.

Victor Castillo dijo...

Agus:

Hombre muchas gracias por los comentarios. Hoy en día te agradezco más lo de muchacho que lo de genial; los años no pasan en vano, y ahora no sólo niños de 9 ó 10 años, me llaman señor, sino también chavos de 15 ó 16, jaja.

Por otra parte, muchas gracias por tus atinadas observaciones.

Como siempre, un placer; ya nos veremos por el Ruta, deja que acabe el trimestre o que me dé una escapada.

Suerte y abrazos.

Victor Castillo dijo...

Diana:

Muchas gracias por tus comentarios, hace mucho que no paso por tu Blog, creo que es hora de hacerlo.

Besos y abrazos.