domingo, 21 de diciembre de 2008

1918, la Leyenda de Atanasio en Tlalpan

1918, durante la época en que late el corazón del año litúrgico. Tiempo Pascual. Días de guardar, de reconciliación cultural entre la luna oriental y el sol occidental, en torno de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Días, aún, de guerra civil, pero de asentamiento constitucional en México.

Cerca de la Capilla del Calvario, en Tlalpan, Distrito Federal, se desarrolla la historia de Atanasio, narrada en el libro Cultura y Mitos en la Delegación Tlalpan, de reciente publicación, escrito por el connotado etnólogo Don Augurcio Reyes Nava.

De Atanasio, se desconocen sus apellidos, los testimonios refieren que era originario de Morelos, que llegó con las tropas zapatistas y que fue herido en combate.

Auxiliado por el párroco del lugar, Atanasio encontró reposo y consciencia después de 15 días en que se debatió entre la vida y la muerte. Al amparo de ese hombre religioso, el morelense vivió los siguientes meses trabajando en un establo ordeñando vacas, colectando huevos, entre otras labores.

Llamaba la atención que siendo un joven de armas, hubiera pasado de la retracción a la distracción; algunos afirmaban que en realidad los zapatistas lo habían abandonado por su estupidez. No conversaba, nadie había escuchado su voz, pero el padre Hernán de Alva lo adoptó como a un hijo de la Iglesia.

El jueves Santo, en la fiesta que regularmente se hacía en la explanada frente a la Capilla, ocurrieron los hechos que le dan vigencia, todavía entre los pobladores del lugar, a la leyenda de Atanasio.

Dicen que fue una noche atípicamente invernal en plena primavera. Aún dañada la instalación eléctrica, los comensales disfrutaban de una velada en una casa de madera muy bien iluminada por innumerables candeleros y lámparas con velas. Destacaba en el centro del comedor una gigantesca lámpara colgando a una altura de ocho o diez metros.

Pan, vino y sal circulaban por todas partes. Atanasio estaba nervioso desde la mañana, intuía el porqué pero no quiso decir nada, ni siquiera al padre Hernán. Se acercó a éste para ofrecerle otra copa de vino y amagó con servirle; le sonrió al taciturno joven mientras asentía con la cabeza. Atanasio distraído, hartó la copa del padre y lo salpicó; se asustó, pero de Alva sólo le devolvió una caricia en la mejilla: –Limpia esto, hijo mío–.

El joven, moreno, con rasgos aindiados, se dirigió a la cocina, observó a la hija de la cocinera de la cual estaba enamorado; supo que ella desataría la desgracia y que sería mejor darle un golpe, dejarla inconsciente por unas horas hasta el amanecer. Así lo hizo y la escondió en la bodega; nadie notó esa ausencia, ni siquiera su madre que estaba siendo seducida por un comerciante acaudalado, en una de las habitaciones en la parte superior del lugar.

Asustado por lo que había hecho, Atanasio quiso salir a tomar aire. Quitó la tranca que aseguraba la puerta de la cocina, salió para respirar aire fresco, pero observó una oscuridad anulada por la luna llena; presintió el fin, e inmediatamente se volvió a meter. Olvidó colocar la tranca nuevamente, por la premura que sintió de ver cómo se encontraba la hija de la cocinera; temía haberla matado.

Ella estaba con vida, pero su cabeza no dejaba de sangrar. Cerró bien la puerta de la bodega, y fue cuando escuchó las pisadas que se acercaban a la casa con lentitud. No eran ruidos de pies, ni de patas; no, lo que se acercaba era algo inhumano que jamás conocería el amor más que para nombrarlo y extender su dominio, pensó Atanasio.

Se alejó de la cocina caminando torpemente de espaldas, lleno de pavor. Nadie prestó atención porque la diversión de la fiesta no dejó espacio para ello, y porque estaban acostumbrados a las extravagancias del joven sirviente.

Tumbaron la puerta y entraron a la casa; un lengüetazo de la fría oscuridad apagó casi todas las luces menos la de la gran lámpara central bajo la cual se encontraba Atanasio, estupefacto. Un militar y el párroco se levantaron como si estuviesen siendo estrangulados. Empezaron a matar a las personas entre gritos de auxilio y desesperación.

Atanasio dio un salto que lo elevó lentamente como si estuviera flotando. Cuando se dio cuenta, estaba cerca de la lámpara pero no se sorprendió. Con naturalidad tomó una de las velas y la inclinó. Miraba con parsimonia toda la habitación y cómo muchos círculos blancos se esparcían tomando las vidas de los presentes: –Son como demonios, pensó–. Una lágrima tiritaba en su ojo derecho; temblorosa y tímida se fue despegando de la retina y cayó; Atanasio colocó la flama de la vela en el camino de la gota de tristeza; ésta, cruzó la llama soltando un halo de vapor, y mientras descendía se iluminó como una luciérnaga suicidándose.

Al estrellarse contra el suelo de madera, la lágrima de Atanasio expandió un aro de luz que limpió el lugar. No se sabe si hubo sobrevivientes, sólo se cuenta que todo acabó para siempre. Nadie volvió a saber nada del joven de Morelos, salvo que la cocinera le preparó su itacate antes de verlo partir.

El etnólogo Reyes Nava, al final de cada mito o leyenda, sugiere algunas explicaciones. Para ésta, empieza por cuestionar la explicación histórica que F. Katz hace respecto a este acontecimiento. El reconocido historiador, especialista en esta época, considera dos hipótesis: 1) que es la increíble explicación de una estrategia que pudieron haber tenido los indios para vengarse de de sus patrones y que de alguna manera se fusionó a su inconsciente y, 2) que en efecto llegaron a practicar esta estrategia en algunos lugares de lo que hoy es Tlalpan, ya que se trata de una leyenda local.

Para Reyes Nava, el hecho sugiere el abuso sexual generalizado que los curas cometían contra los indios, pero insistiendo en que culturalmente el pesó no recayó sobre el aspecto sexual, sino sobre la coerción, la subsumisión cultural de la cosmogonía de los indios.

Hoy por la mañana, desayuné con un viejo amigo economista que es Comandante judicial. Hace un par de semanas yo le regalé un ejemplar de este libro. Su versión de los hechos fue muy distinta. Para él, la cocinera envenenó al cura porque abusaba sexualmente de su hija, que era hija de los dos, porque hacía años igualmente había abusado de ella. pero igualmente quería deshacerse del militar al cual amaba, pero no le correspondía. Por su parte, Atanasio, quien también fue presa de los malos tratos del padre, estaba enamorado de la hija de esta mujer, pero sabía que la chica le correspondía a un importante jefe militar presente en la reunión.

Sin embargo, Atanasio no supo sobrellevar su Pasión, dio Muerte a la chica y creyó que al dejarle la puerta abierta a sus compinches zapatistas, la Resurrección revolucionaria y verdadera se reivindicaría.

2 comentarios:

Mamá-Z dijo...

Annuntio vobis gaudium magnum;
SCRIPTOR HABEMUS, y se llama Víctor.

Victor Castillo dijo...

Amigo Agustín: ¡¡¡No me comprometa, compañero!!!, jajaja.

Gracias pos tus impresiones, en verdad. Pasaré a tu Blog a saludarte, no podría hacer menos.

Surte y abrazos.