Me desperté cuando sonó el teléfono móvil, éste estaba hasta la cocina, pero lo escuché tan lejos que ni siquiera intenté levantarme. Hice una serie de cálculos matemáticos con base en los cuales concluí que tan sólo el acto de incorporarme me llevaría alrededor de 47 minutos; llegar a la cocina y contestar el celular, 132 minutos más. Resolví, además, que bañarme y desayunar me llevaría alrededor de dos meses y medio; en los primeros días de abril iría acordándome, apenas, que hoy es 17 de enero.
Consecuentemente con esos cálculos matemáticos, decidí seguir recostado en mi cama, y quizás, con un poco de suerte, volver a dormir.
No tuve suerte, decidí imitar a Funes el Memorioso, transitar el reloj saganiano de la vida, inventar una nueva doctrina escatológica –hay dos significados sobre la palabra escatológico, me refiero a la que trata sobre el conjunto de doctrinas relacionadas con el fin último del ser humano, no a la que estudia los excrementos– que justificara mi actitud. Para entonces ya estaba leyendo un libro sobre el orfismo.
Si no se tiene nada qué hacer o si se practica la irresponsabilidad durante dos o tres días consecutivos, irremediablemente nos daremos cuenta de que es verdad todo eso que hemos aprendido desde que éramos escolares: la rotación y la traslación del planeta, que en el invierno no hay hojas verdes, que la televisión abierta es bastante ineficaz si lo que pretendemos es tan sólo un poco de instrucción. En fin, uno empieza a anhelar la rutina que nos retrae de un mundo que apenas conocemos.
Llegó la noche, y puse en el DVD una película que no había tenido oportunidad de ver a pesar de vagos e inconstantes intentos: Lost in Translation.
Creo que es una de esas películas en donde los actores le pertenecen a los personajes, no podía ser de otra manera. La cara de Bill Murray es la sinopsis del filme. Sentado sobre una cama destendida, con su bata y sus pantuflas, con una mueca que expresaba insatisfacción, soledad, cansancio, aburrimiento, desesperación. Es la primera vez que veo una cara que dice todo eso en un único instante. La segunda vez que vi una cara que expresaba todo eso fue al terminar la película, cuando la pantalla se cubrió de negro y me vi sentado en el sillón con una chamarra sin abrochar y unos zapatos bastante cómodos, en verdad que me sentí como Bob Harris. Sólo me faltaba una fugaz Charlotte.
Uno puede tener detrás de sí una vida de treinta o cuarenta años, de recuerdos felices, modestos y fracasados y exitosos, pero ocurre que un solo acto puede cambiarnos la vida para siempre. A todos nos ocurre; unos deciden olvidar ese acto, y está perfecto, pero otros optan por quedarse con él, recordarlo, explotarlo, explorarlo, incluso implorarlo como si del guión de la vida se tratara. Y se va la vida y nos cubre de olvidos o de recuerdos. Estoy acá esperando salir del hotel japonés y cazar esa despedida que nos hace sonreír, que nos hace pensar que la vida sin rutinas también vale la pena.
jueves, 22 de marzo de 2007
Filmografario / I
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5 comentarios:
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