domingo, 25 de marzo de 2012

La Lógica del Silencio

Podía ser cualquier lugar, la Taiga siberiana, el bosque tropical de Borneo o el de Arrayanes en la Patagonia. Estaba en lo alto de una colina, apeado junto a un hombre cuyo nombre nunca supe; tenía barba cana e iba ataviado con un manto rojo. Mirábamos el bosque. Desde esa altura, sólo se alcanzaban a distinguir las copas de los árboles que se extendían hasta donde la vista daba.

La persona a mi lado me explicó que me habían quitado mi nombre y el de mi mujer; enérgico gritó: –¡Para continuar tu camino, debes recuperarlos!

Esa idea se fue apoderando de mí, doblegó mi ignorancia y postró ante sí cualquier indicio de voluntad. Fue como haber descubierto un destino reiteradamente negado.

Para recuperar mi nombre y el de mi mujer, tenía que internarme en el bosque que estaba frente a nosotros. La empresa no era sencilla porque nuestros nombres estaban dentro del cuerpo de cada uno de los dos dragones que desde esa altura podía mirar. A la distancia uno parecía bermejo y el otro sepia. Ambos se agitaban sobre sendas planchas de concreto. La lejanía los dotaba de un aire inofensivo.

–Te hablaré del primero –dijo con autoridad aquel hombre–. Antes que nada debes nombrarlo para que lo obligues a distinguirse de ti. Es fundamental que cada uno mantenga su distancia identitaria. Es indispensable que al primero lo convenzas de que su nombre es La Lógica del silencio.

–Eso no es un nombre –Alegué de inmediato.

–Es su nombre, pero si no lo convences de ello, se confundirá y te confundirá; ambos extraviarán sus identidades y pronto no sabrán qué de sus actos corresponden a lo que piensa y decide cada uno –dijo, con cierto aire de soberbia.

–¿Acaso no tienen consciencia de quiénes son, de que son dragones? – socarronamente le pregunté.

–El corazón de los dragones –dijo, como quien dicta cátedra– late porque refleja la actitud del hombre que los encara. Es importante que sepas que tú no perdiste tu nombre, no fue accidental, el dragón te lo quitó. Descubrir el porqué es parte de la aventura.

–¿Y el segundo dragón por qué me quitó el otro nombre? –perspicaz, le inquirí.

¡Porque las palabras que nombran lo que amas no tienen sentido si tu personalidad no es capaz de cristalizar en tu identidad, dentro y fuera del bosque! –aseveró con la furia del impaciente mentor que no observa entendimiento alguno en su discípulo.

Dicho esto, dio media vuelta y caminó; desapareció bajo la oscuridad de una cueva.

Después de esas palabras, emprendí el descenso para enfrentar a La Lógica del silencio. Mientras avanzaba, vi a lo lejos un río ancho de lenta corriente. Vi cómo el viento escamaba su superficie, como si miles de lenguas aerobias lamiéranlo a la vez: ¿el aliento del dragón?

Al cabo de una jornada de seis o siete días de camino, cayó una singular noche y con ella el confortante aroma de la tierra humedecida por el agua de una oscuridad inacabada por luna llena. Mis pies se hundían en el lodo; mi andar era lento, tenaz y accidentado. Me gustó sentir el lodo bajo las plantas de mis pies, entre los dedos. Continué así, Iluminado por la luna que parecía de cera pues goteaba su luz para marcarme el sendero, mientras su brillo menguaba. Escurrió su luminiscencia hasta extinguirse. De pronto, sentí un temblor en el cuerpo porque pisé la plancha de concreto; sabía que La Lógica del silencio estaba a unos pasos de mí.

Caminé sobre la plancha de concreto, su área serían unos 200 metros cuadrados; la tracción de mis pasos me dio una falsa sensación de seguridad. No había muros sobre la superficie de ese bloque de concreto No había lugar donde La Lógica del silencio pudiera esconderse. Me agazapé y miré hacia arriba, como si supiera que estaba por caer un meteorito. Nada.

Por puro instinto volteé hacia atrás y una bola de fuego me cubrió, me incendió, me convirtió en cenizas y me hizo volar; el fuego se tornó grisáceo. Fui el fuego; mis pensamientos fueron lumbre y mis recuerdos, calor. Dejé de existir orgánicamente. Fui consumido por el fuego del dragón, por La Lógica del silencio.

Desaparecí con el fuego, pero de alguna manera yo seguía ahí, mirando la plancha de concreto, bajo el cielo oscuro; escuchando el ruido del viento que movía las ramas y las hojas de los árboles. Tenía una sensación extraña; aún podía recordar lo que hacía ahí: estaba buscando a La Lógica del silencio. No lo vi más, había desaparecido. Con la mirada recorrí toda la plancha de concreto. Miré hacia arriba, a los lados. Por un instante me sentí un fantasma, un recuerdo terco y aferrado al espacio.

Quise mirarme; levanté mis brazos para verlos y constatar mi existencia.

¡El impacto fue fulminante!

No tenía manos sino garras y mi piel era escamada y bermeja: ¡yo era el dragón que buscaba!

Detesté ese momento por todo lo que implicaba. La impresión me hizo trastabillar y me ganó ¿mi propio peso?; caí hacia atrás. Sentí el impacto con la plancha de concretó y alcancé a ver en el aire mi larga y fornida cola.

Todo ocurrió sin percatarme, no sentí la transmutación. No pude incorporarme, no tuve la fuerza para mover ¿mi cuerpo? Fui incapaz de coordinar algún movimiento. La Lógica del silencio me abrumó implacablemente.

Por más que mis pensamientos minuciosamente organizaban un movimiento, no lograba controlar la magnitud de la fuerza que debía aplicar. Me sentía inválido y atrapado en un inmenso cuerpo que no era mío.

¿Cómo distinguirme de este dragón si siento con su cuerpo, si pienso con sus neuronas, si quemo con su fuego? –me pregunté mientras hacía tiempo– Me pareció absurdo iniciar cualquier acción sin entender qué y cómo estaba ocurriendo aquéllo.

¿Qué es un dragón?, me pregunté. Mi memoria me llevó a China y a Grecia; a la infancia y a la adolescencia; a la sospecha y, finalmente, a aceptar mi ignorancia. ¿Cómo había pasado todo esto sin darme cuenta? Primero me quitó mi nombre, luego el de mi mujer y ahora mi existencia. No sabía quién estaba percibiendo el mundo, si el dragón o yo; era claro que el mundo lo registraba a él, de mí no había rastro. Había sido borrado de la faz de la tierra y, sin embargo, ahí estaba, mirando y pensando, mirando y pensando.

En esos primeros momentos, intenté razonar mi condición, pero no hallé la hebra argumental que lograra distinguirme de esa otredad con la que cohabitaba en La Lógica del silencio. No miento si digo que empecé a temer que yo no fuera más yo y que fuera él. Que mi existencia y personalidad sólo hubieran sido una laguna mental de este dragón, o que eso que creí mi vida, hubiera sido producto de su imaginación, y no hubiera más remedio que continuar siendo este mítico animal.

El recuerdo de aquel hombre fue lo que ancló mi cordura a este nuevo cuerpo. Utilicé variadas formas para deslindar nuestras identidades, pero todas conducían a la locura, a la negación o a una esquizofrenia que me impedía razonar con rigor. Tenía que responder a una sola incógnita: ¿qué nos hace únicos, cuáles son las raíces de lo genuino?

Caí pronto en la falsa y pobre respuesta que para este problema brinda la ontología, porque las experiencias del ser son una serie permutaciones infinitas, pero a las que todos tenemos acceso. Creí hallar en el existencialismo una rápida evasión de esa circunstancia porque ofrece canales directos a la individualidad, que tampoco funcionaron puesto que la individualidad no es una certeza cabal, sino una ilusión, casi un accidente producto de la constante interacción con lo que no somos. Con La Lógica del silencio, la individualidad me posicionaba en el mundo donde más nos confundíamos.

Al cabo de unas horas, pude calibrar la fuerza necesaria para mover mis patas, alas y mi larga cola. Pude sacar fuego por la boca y, finalmente, volar. Eso me gustó porque controlé mis enormes garras.

Volé y volé por mucho tiempo, días, meses y años. Me acostumbré a ser dragón y sentí que podía dominar el mundo. No me quedaba claro si había olvidado o desistido de mis deberes, en todo caso fui negligente y me dediqué a disfrutar todas mis habilidades y poderes.

Sacar fuego era lo que más disfrutaba, porque era la forma de cortejar a las hembras.

Una noche, al cabo de mucho tiempo, conocí una de ellas y nos apareamos y recordé que yo tenía una mujer. Recordé que la amaba y sin embargo deseaba a esta otra hembra que no era mía. El dilema no era fuerte, puesto que continué mi vida así, amando a una mujer, recordándola, añorándola, pero cohabitando con otra, terriblemente atractiva; no había reflexión que no me condujera al final del día a su lecho para aparearme. Llegué a quererla, a pensar que la amaba y aunque no tuvimos descendencia, el deseo mutuo fue más fuerte que cualquier otro nexo.

Otra noche, lejana a la anterior, pude sentir que la incongruencia era demasiado fuerte para evadirla; supe que no amaba a esta hembra. Sentí a mi mujer. No sé si fue un aroma o un sonido lo que activo sus recuerdos en mí, pero de pronto percibí una enorme disociación en mi vida. Empecé a cuestionarme sobre la falta de armonía entre lo que pensaba que quería y lo que hacía para obtenerlo; vi con claridad que todas mis acciones me habían alejado de mi mujer durante todos estos años y me derrumbe. En pleno vuelo me vine abajo. Dudé que la caída fuera mía, pero al final los huesos rotos me causaron tal dolor que perdí el conocimiento. Al despertar, el dolor permanecía y no me dejaba mover. Era yo, pero sentía una ruptura fundamental.

Pensé que lo correcto sería negar mi existencia, renegar de lo que había aprendido en mi condición de dragón. Recordé que yo estaba dentro La Lógica del silencio y fue más importante entender todo esto, que intentar negar ese tremendo y dolorido cuerpo. Fue el amor a mi mujer lo que me hizo reaccionar y, en definitiva, saber que ese amor es lo que me hace único. La forma en que solía amarla era la fórmula añorada por mucho tiempo.

Noches adelante, el dolor ni siquiera había menguado, pero tenía tiempo para pensar. Entendí que no necesitaba negar nada para obtener una sola verdad, mi verdad; que ejerciendo mi personalidad y era probable que pudiera sentir mi identidad.

Mientras estos argumentos crecían y se afianzaban en mí. El dolor volvió a intensificarse. Pronto descubrí un patrón proporcional entre mis reflexiones y mi dolor, y estuve tentado a olvidarme del asunto con tal de no sufrir más.

Decidí seguir pensando en mí, en mi mujer, en mi entorno. Al cabo de unos segundos de ejercitar la mente con el cotejo de diversos pensamientos, me develé un pequeño misterio: hay que provocar las cosas que no existen, y la mejor forma de hacerlo es tocar, golpear, decir, hacer, gritar, insistir, insistir; quemar , separar, incrustar, agitar, pulverizar, tirar, romper, romper.

Lo que me mantuvo en la lucha fue descubrir que el dolor ya no provenía de mis huesos rotos, sino de mis entrañas, de mi piel, de mis ojos y mis venas; mi cerebro y mis garras. El fuego con el que incineraba cosas para cortejar hembras, me estaba quemando por dentro. Sentí el ardor y vi la lumbre; luego, me quemé hasta convertirme en cenizas y el fuego se tornó oscuro. Pronto, sin obtener un solo registro de la realidad, estaba ahí, encarando, sin premeditación, a La Lógica del silencio.

Aunque sorprendido, nuevamente, por la transmutación, guardé la compostura. Me sentí seguro y no dejé de mirar los ojos del dragón.

–No somos el mismo ser, a pesar de que hemos compartido el vuelo y el sufrimiento con el mismo cuerpo, y de haber decido y sentido a partir de los mismos razonamientos y pensamientos, somos diferentes –le dije con una honestidad que buscaba más explicar que convencer– Es importante que entiendas que yo he disfrutado lo vivido todo este tiempo, pero esa no era mi vida, era la tuya. No te diste cuenta o no quisiste ver la diferencia entre los dos. No espero una respuesta, en realidad te entiendo, tu nombre lo dice todo.

–Lo que no entiendo es ¿por qué me quitaste mi nombre y el de mi mujer, para qué los necesitabas si tú tienes tu propia existencia, muchas posibilidades de hacer lo que quieres por ti mismo?

El dragón, desesperado, se movía de un lado para otro, pero no decía nada. Amagó con volver a incendiarme, pero no lo hizo. Se acercó y sentí el olor y el calor de sus tremendas fauces. Por un momento sentí que era yo, que ese aliento era el mío, pero reaccioné. Me logré deslindar rápidamente de esa confusión.

Pronto mi diálogo se transformó en una retahíla de reclamaciones y a los pocos minutos, me estaba victimizando ante La Lógica del silencio. Sabía que todo lo que le achacaba era cierto, pero llega un momento en que las acusaciones pierden sentido. Uno cree que busca una disculpa, un arrepentimiento, mas no es así; simplemente no sabemos cómo expresar un dolor reiteradamente negado. Somos incapaces de reconocer que nos duele la ofensa que nos vulneró y que quizás fuimos demasiado confiados, consecuentes, o que quizás simplemente por ignorancia nos atraparon; muchas ocasiones nos choca la idea de nuestra propia indefensión, y somos demasiado severos como para permitir ternura en la autocrítica o en la apología, como si objetividad y la ternura fueran mutuamente excluyentes; así es muy fácil caer en la barranca del machismo en vez de saltar sobre el trampolín de la bravura.

Yo no sabía si el dragón me estaba entendiendo. Uno siempre asume, erróneamente, que todos disponemos del mismo cúmulo de experiencias para asir las circunstancias de la vida. Quizás para el dragón todo lo que ocurrió fue algo natural, después de todo el silencio es la operación más sencilla y preferida del miedo.

Sin darme cuenta me salí de la plancha de concreto. El dragón dejó de moverse y se quedó quieto. Tuve la impresión de que al fin empezaba a entender que no éramos lo mismo. Sentí rencor en su mirada, como si me reclamara mi partida, como si le debiera algo por haberme rebelado, por haberle impuesto mi personalidad. Me di la vuelta y no lo miré más.

Entonces, supe que de muchas maneras seguía sin ser el mismo que platicó con aquel hombre de túnica roja; mi forma de ser aún tenía que ver más con la de un dragón que con la de una persona. Mantenía el instinto de querer quemar todo lo que me obstruyera el camino. Tenía la sensación de desplazarme lento; estaba acostumbrado a volar. Deseaba cosas que se obtenían por la fuerza.

Estaba varado a la mitad, entre la bestia que dejaba detrás y el hombre que alguna vez fui.

Retomé el camino hacia donde suponía que estaba el otro dragón, el que tenía en su poder el nombre de mi mujer.

En el camino me fui acostumbrando, de nuevo, a mis pequeños, pero sólidos pasos; a utilizar mis brazos y piernas para abrirme paso entre la maleza. Toda esa serie de esfuerzos me fueron humanizando, me enseñaron a sentir la humildad y la modestia como atributos compatibles con la inteligencia y la gallardía.

Varias semanas después de haber dejado atrás a La Lógica de silencio, me detuve en lo alto de una colina y miré una parte del bosque que estaba libre de árboles y plantas. Una larga sábana verde se extendía ante mi vista. Sentí un rumor dulce y misterioso que se parecía a la vida, y mi camino reanudé.

4 comentarios:

Arvikis dijo...

Un bello relato lleno de magia e imaginación. ¡Enhorabuena!
Saludos desde Madrid.
Javier

zafreth dijo...

Rat, muchas felicidades por tus cinco añotes abrazo!

Victor Castillo dijo...

Javier:

Un gusto saber que andas por acá.

Qué bueno que te gustó el relato.

Saludos de regreso van a Madrid.

Victor Castillo dijo...

Colt:

Gracias por la felicitación. Espero que te haya gustado el relato.

Saludos.