martes, 9 de septiembre de 2008

Bitácora de un Asesino Serial

I
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–… Che, andate a vivir a otro lado, mientras se enfría el asunto. Te enciendo el cigarro, dale.

–¿Por qué no me arrestas, Walace?

–Pará, la amistad es la sangre… no sos peor que los demás; solamente que no tenés guita. Vete a vivir a otro lado, al sur de la ciudad, lejos.

–Sabes que lo voy a seguir haciendo.


II

La mañana del 23 de abril, me habló por teléfono un amigo de la Prepa al que no veía desde hacía años. Me citó en el VIPS de Vallejo y Cuitláhuac. Lo noté algo nervioso. Cuando alguien es tu mejor amigo, a pesar de tantos años sin verlo, logras discernir su estado de ánimo aunque su voz te llegue por teléfono.

Llegué, él ya estaba ahí, sentado sorbiendo una cerveza.

–¿Qué onda Walace, qué milagro?, tantos años sin verte. –No pude evitar que mi alegría encallará en una sonrisa–. Fiel a las costumbres de su lejana Argentina, me besó la mejilla.

–Mesera, tráigame un tequila, por favor.

Pasamos unos minutos recordando nuestra juventud. Preguntamos y respondimos las cosas suficientes para saber que nada había cambiado, pero que todo era diferente; lo necesario para no saber más, acaso para no seguir siendo los mejores amigos.

Me extendió una libreta Escribe, tipo francés, vieja y casi desempastada. La hojee un poco.

–¿Qué es esto, Walace?

–Mirá la última página escrita–. Amagué con sacar un cigarrillo del saco, pero la mirada sigilosa de la mesera, me recordó que no se podía; desistí.

“Juan Manuel Castellanos, 30 años. Viudo. Gusta de buscar problemas en su entorno laboral. Alejado de su familia desde hace años, debido a un fraude cometido contra su abuelo. Hombre de rutinas fijas, incluso para sus antros preferidos: sitios de Jazz…”

Me quedé boquiabierto. Era una nítida descripción de mi vida. La gente puede desconocer todos los detalles nítidos que nos dotan de identidad, pero basta con que describan algunas líneas generales de nuestras costumbres, para sentir profanada nuestra intimidad.

Walace me miraba fijamente, como si supiera algo más. No me entretuve más en esa hoja que empecé a negar y, empecé a hojear la libreta desde el principio. Me di cuenta que era una especie de bitácora, un archivo de nombres de personas, hombres y mujeres; cada una ocupaba un espacio de tres hojas, todas escritas a doble renglón, lo que facilitaba su lectura.

–Castellanos, fijate, esa libreta es el único documento que dejó un asesino en serie en un casillero en la Central de Autobuses del Norte, no sabemos quién. Ahí vienen descritos todos los asesinatos que cometió. No hay rastros dactilares ni genómicos; ningún dato para deducir o inferir sospechosos; un boludo bastante inteligente.

–Sistemático –quise sugerir, pero lo dije con tono correctivo–.

–Hemos encontrado todos los cuerpos en los sitios indicados al final de cada expediente, si es que se lo puede llamar así a cada uno. Sólo faltó el tuyo. No sabemos dónde pueda estar, quizás es aquel tipo de barba que no deja de observarnos.

Debo confesar que al voltear a ver a esa persona, empecé a sentirme amenazado. Saber que alguien está en la penumbra registrando tus actos y reacciones, es una sensación horrorosa, intolerable. Recordé la diferencia entre terror y horror; el primero es causado siempre por algo antropomorfo, por lo menos que tenga alguna conexión con los entes conocidos; el segundo, es consecuencia de algo amorfo, inhumano, una mera abstracción como la oscuridad, la soledad, algún ruido, vaya, el miedo al miedo es un horror.

–Pará un poco, no te asustes, me gustaría que me dijeses,… que me describieras, si es que lo has notado, a personas que te hayan hecho sospechar algo o sentirte observado.

–No, para nada. –Entonces ya me sentía incómodo por la mirada de Walace. ¿Me estará interrogando o me estará avisando?, pensé–.

Tal vez él era el asesino y estaba ahí para matarme, para terminar de escribir los párrafos que le faltaban. Quizás esa era mi última noche. Qué diferencia podría haber en nuestras acciones si supiéramos que hoy es nuestro último día. Supongo que abundarían los arrepentimientos. Todos sabemos que nos vamos a morir, sólo que constantemente estamos posponiendo esa reflexión; sin embargo, no hay día que no sea susceptible de ser el último.

A lo mejor él pensaba que yo era el asesino, y sólo estaba tratando de que yo confesara. A lo mejor varios judiciales aguardaban afuera para arrestarme al salir.

Mientras fraguaba estas divagaciones, Walace se levantó y fue al baño.

–Che, pedime otra cervecita.

–Abrí la libreta, y fiel a mi costumbre, empecé a buscar los errores ortográficos y sintácticos. Me detuve al leer el nombre de Daniel Esteban Álvarez Trejo de Hernán. Qué apellido tan raro y largo –pensé–. Noté que al principio, sobre la primera letra, estaban dos rayitas, más bien como dos letras “L” recostadas. Recordé que algunos alquimistas solían resguardar sus investigaciones al escribir sus textos en clave, por ejemplo, si había tres puntos sobre la letra inicial de un párrafo, significaba que había que leer solamente cada tres líneas; dos rayas, que se debía leer un párrafo sí y otro no. Esta persona escribió sobre la primera letra del expediente de cada víctima, dos rayas.

–Walace, ¿ya te fijaste en este detalle? –Le explique como si se tratara de la prueba con la cual convencería a mi amigo que desistiera de creerme culpable o sospechoso.

–¿Pero que decís, che; ahora sos un Champollion?–

–No, mira cómo la lectura cobra otra dimensión cuando lees saltándote los pares–.

–Cierto, Castellanos, no lo habíamos notado; pero qué pelotudos que somos, nos hace falta un Grissom en el Departamento –soltó una carcajada–. Y mirá, –continuó– ahora la descripción de las rutinas de las víctimas es más sensata. Es que nos habíamos avocado exclusivamente a revisar los párrafos donde vienen los paraderos de los cuerpos que están escritos sin tanto alarde.

–Ya extrañaba ese acento sudamericano, le dije mientras pedíamos la tercera ronda. Fue entonces cuando caí en la cuenta que los breves párrafos de mi rutina, no habían sido escritos con el mismo método. Omití el comentario y sentí nauseas y me acordé de Antoine Roquentin.

Supe que el señalamiento que le hice a Walace, me ponía en una posición de: “¿y cómo es que este pibe sabe esto?


III

–Te acompaño a tu patrulla.

–Pero qué decís, si no soy un gris cualquiera, soy un agente judicial, dijo con la cabeza levemente inclinada, mientras miraba con orgullo hacia el cielo negro y claro de abril. –Yo traté de contener la risa ante tal pose–.

–¿Quieres un cigarro, Walace?

–Claro… siempre has tenido una caligrafía muy fea, Castellanos...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No se por que me late que conozco a ese par de gandallas boludos!!!!

salU2
AAA

Victor Castillo dijo...

Alfredo:

Muy bien, tenés razón, che.

Qué padre que sigas visitando este humilde lugar virtual.

Saludos y suerte.

zafreth dijo...

Coltrane no me gustan los relatos de policias ni las peliculas, lo siento mano, overrated....