domingo, 15 de junio de 2008

(Paréntesis) Final

(Una línea color negro… no, más bien es mugre; líneas que se cruzan: perpendiculares, algunas paralelas como yuxtapuestas. Intento elevar mi cabeza y veo Blanco y líneas, cuadros blancos, ¿o son rombos? Fríos, están fríos. Fría y pegajosa mi mejilla. La televisión está rota en el suelo; la veo a través del hueco que dejan libre los dos sillones. Casi no me puedo mover. No, no me puedo mover. Quiero jalar mi cuerpo, utilizar mis brazos para incorporarme.)

–Escucha esta canción: se llama Caín. –Pero si ya la hemos escuchado, le dije condescendiente.

–Tú escribe mientras yo escucho. Aquí está tu Casta con el Sapo de Toledo. –Y la depositó lentamente sobre el escritorio–. Lo miré y tenía una de esas sonrisas que,... Me hizo recordar un comentario de José Luis: Si una persona al sonreir se ve peor que con su semblante natural, ¡cuidado!

(Es como estar anestesiado, ya logro ver mi mano pero no la siento. Está roja… es sangre, está llena de sangre seca, medio cuajada, pero sí, es sangre. Me siento cansado, me duele la cabeza, siento mi cabello mojado, como lleno de gel. Parpadeo seguido y me arrastro un poco, tengo puestos mis zapatos; la goma de su suelas hacen buena palanca con el suelo. Quiero llegar a la puerta del balcón, está como a dos metros. ¿Qué, no puede ser?, ahí está la paloma, malditas palomas, ni con la creolina se han ido.)

–Vete a escribir en lo que yo pongo algo de música, traje algo de Alejandro Filio.

(Me gusta este departamento; para mí fue de gran agüero que recién me instalé y había nacido el pichón: Pipiolo, así lo bauticé. Permití la estancia de esas palomas con la firme promesa de que en cuanto Pipiolo apenas volara, los sacaría de mi balcón. Pero no ocurrió lo segundo. Se aferraron los tres, Pipiolo y, supongo, sus padres. Ahí está, debe ser el pichón que se cree dueño de la casa, claro aquí nació.)

−¿Qué pasó Suárez, cómo has estado? –Pues muy bien, mano. Justo estoy intentando empezar un artículo y apenas se me ocurrió algo, le dije mientras guardábamos las cervezas dentro del refrigerador.

(Jiménez, ¿Jiménez?, claro, pero ¿por qué después de tantos años? Sí, la venganza es algo… sí, un platillo frío que se come… sí. Me siento torpe y lento. Jiménez. Ya lo sabía. Fue como si me dejara castigar. Fue mesurado, no, está mal. Reconocer su empeño paulatino. Es un mal momento para admirarlo.)

–¿Castas, muy bien Jiménez, dónde las conseguiste? –En el Oxxo.

(Se me cierran los ojos, Pipiolo se acerca a mi malva extremidad izquierda. Camina hacia mí con ese andar simpático de las aves que a cada paso sus cabezas van de atrás a adelante; se detiene. Fue enternecedor verlo aprender a caminar con esa torpeza natural, mover sus desplumadas alitas. Ahora, su mirada casi perpetua se parece al horror. Mis pestañeos son más pausados, más pronunciados y graves. Es como tener sueño. ¿Me estoy muriendo? Parece que sí. Siempre creí que sería algo más heroico: morir en nombre del amor, de una lucha social, de la justicia. No pensé morir por una traición. Esta infamia… sí, al final fue visitada por la justicia, la de Jiménez.)

Estaba por escribir un texto sobre cómo la Carta de Belerofonte es una excelente metáfora para describir el resultado de muchas decisiones de los seres humanos.

Alguien tocó el interfono; debe ser Jiménez. −Ábreme wey que está lloviendo y ando descubierto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

a pesar de tu estado físico, las neuronas estuvieron firmes.

salU2

Victor Castillo dijo...

Anónimo:

Gracias por ese comentario; en realidad las que murieron fueron mi neoronas y esto no fue mas que cuasicrestomatía, je.

Suerte y abrazos.