Un corredor, un hombre que corre… va hacia ti. Aún está muy lejos y sólo te es posible especular sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.
Te preguntas si sólo va corriendo o es perseguido. La estética y ritmo con el que se mueve, parece delatar sólo una carrera aunque no de competición oficial; definitivamente una persecución, jamás. Cuando piensas en persecuciones, inmediatamente lo relacionas con la alteración del orden, cualquier acto delictivo: la ley persiguiendo al infractor.
Pero también te parece una huída más que una carrera. Acaso corriera para huir de algo que lleva en su cabeza y su corazón. Y no es que sea tan tonto como para no saber que esa no es la forma de lograrlo, pero la fricción del viento contra su cara sudorosa, le ha de producir una sensación placentera que compensa en algo, la ineficaz estrategia elegida.
Correr para competir es otra cosa; no existe el pasado sino como entrenamientos amotinados en flexibilidades y fortalezas musculares; sino como una equilibrada alimentación, diseñada para tonificar cada parte del cuerpo involucrada en la competencia.
Tu padre era un estupendo competidor, pero ha sido un mejor Corredor. Correr es, simplemente, un verbo, una actividad, un ejercicio; competir, más que lo anterior, es una idea, la idea del cotejo, otra vez una fricción que en vez de chispas causa futuro.
Te has fijado cómo tu padre siempre anda de prisa; es genial la premura que no es tal porque la condición esencial de esa palabra, aunque no la incluyan los diccionarios, es que la parsimonia sea la norma, eso que llamamos “lo normal”. Aunque el argumento elude la relatividad del asunto… pero bueno, relativizar en exceso también es un error. Lo cierto es que el Corredor nunca está quieto ni callado. Cuando está sentado habla hasta por los codos, es una ametralladora de adjetivos y verbos y sustantivos. De dónde le salen las palabras si tú me dijiste que no le gustaba leer.
No creo que esté huyendo de nada; tampoco compite por algo. En mi opinión hay que pararse del otro lado para ver; me explico: busca que noten sus ausencias… su ausencia. Él quisiera llenar la ciudad con las huellas de sus zapatos deportivos, esos que usa para correr. Te apuesto que le gustaría correr por todo el mundo, llenarlo de huellas y luego abandonarlo para no ser abandonado.
Le placería platicar su vida con esa prisa que en ocasiones suele dejarlo sin aliento. No respira, como si lo que va diciendo fuesen las últimas palabras que pronunciara. Siempre hay una última que se le esconde.
Pero más le gustaría que lo extrañen, porque cree que eso no sucede. Prisa y amplitud, sinuosa combinación que ha llevado a tu padre a ser como es.
Un corredor, un hombre que corre… va hacia ti. Ya no está muy lejos, ya te es posible hablar sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.
Las mediocridades de tu padre, las veces que juraste no perdonarlo, las borracheras en las que lo perdonaste al amparo de un abrazo; las preguntas de tu padre, sus incomprensiones colmadas de ignorancia y de negligencia, sus intromisiones sin tacto, sus encabronamientos silenciosos; las indiscreciones que suele cometer tu padre, importadoras naturales de estridencias casuales, artificiales y una que otra hasta forzada.
Jamás olvidarás ese par de borracheras en donde él se volvió la antonomasia de la anécdota familiar.
–M’ija… hay algo que… tú… sí, tú y tu heeermano no me han preguntado…–, dijo el Corredor mientras forzaba la pronunciación para aparentar, ante su hija, que aún a esa altura de la madruga y después de media botella de Havana Club, podía elaborar intrincados cuestionamientos paternales.
–¿Quéee cosa no te hemos preguntado?–, dijiste vos, aunque en realidad te costó un tremendo trabajo elaborar esa pregunta, cuyo tono de pronunciación correspondía más a un solitario “¿Qué?”.
Y orgullosos presidentes mexicanos al término de su informe anual, típico de septiembre, el Corredor dijo:
–Ah… nooo… cuando me lo pregunten se los digo y respondo–.
O aquélla, en la que instruía a la novia de tu hermano, en prácticas sexuales indómitas:
–Heyyy… Érika, ¿conoces la anofilia?–, preguntó el Corredor con autoridad académica de vanguardia, de estado del arte.
Ella, frutal mujercita que, sobre el vocabulario del Corredor, seguramente ya habría practicado hasta la narizfilia, le preguntó, mañosamente, que qué cosa era eso de la anofilia.
No lo hubiera hecho, pues el Corredor casi innovó la raíz etimológica a partir de tres lenguajes, uno de ellos inexistente, mismo que le dotó de mayor contundencia a su argumentación.
–Entonces, Eriquita,… la anofilia, en términos coloquiales, es el gusto de coger por el ano.
Un corredor, un hombre que corre… ha pasado de ti. Se empieza a alejar y, otra vez, te empieza a ser imposible saber sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.
Lo sabes bien, sabes perfectamente que aunque es un excesivo o precisamente por ello, su ser guarda ciertos equilibrios. Al final del día, de sus hermanos, fue el que mejor conjugó lo que decía con lo que pensaba; ello no lo hace ni mejor ni peor, te lo digo porque todo el tiempo has estado buscando esa precisa combinación que resulta en el equilibrio.
Que tu padre vivió del billar y en eso fue genial, en la Doctores; que entre él y su cuñado compartían el alimento con su hermano menor, tu tío. Uno cedía la sopa y el otro el guisado; así se iban turnando día con día, hasta que tu tío se hizo adolescente y se fue de Hippie.
Tu padre, al que pidió tu madre en su lecho, en la víspera de su muerte. El que te ha herido y querido; ese que sigue corriendo… porque aún no sabemos, y tal vez quiere recorrer el mundo para marcarlo o llevárselo.
Esos huecos que ha dejado tu padre, se han llenado de cierta racionalización. Has pensado en esa función social que es la paternidad. Has intuido que un padre en Europa y en América no es lo mismo, desde la perspectiva sociocultural. También has percibido que tu padre a tu edad, ya te tenía y tenía coche y casa; vos no tienes hijos, ni siquiera esposo. Vos le achacas eso a los cambios en el mundo, al cambio del rol social de la mujer, a la crisis, a las realizaciones personales de los profesionistas… y tienes razón, pero aún así, te gustaría tener ya todo eso.
Es bueno que vayas definiendo quién es tu padre, de una vez; luego, solo estarás llorando frente a su ataúd. Cierto, el país es uno con mucha “madre” y, podría inferirse, poco “padre”… pero, al fin y al cabo, ellos fueron hijos de esa educación. La sociología y la historia no deben servir para justificar a nadie, pero sí para explicar algo.
Lo ves… sigue corriendo tu padre, es el Corredor.
Acaba de pasar frente a ti, ¿lo oliste, lo sentiste, lo intuiste; sabías que era él, lo miraste, le sonreíste con complicidad? Lleva una velocidad impresionante; si te faltó algo, puedes, aún, alcanzarlo.
Míralo, va pasando la mitad de ese Maratón que tanto le ha gustado correr, por el placer de correr: eso es ser un Corredor.
Te preguntas si sólo va corriendo o es perseguido. La estética y ritmo con el que se mueve, parece delatar sólo una carrera aunque no de competición oficial; definitivamente una persecución, jamás. Cuando piensas en persecuciones, inmediatamente lo relacionas con la alteración del orden, cualquier acto delictivo: la ley persiguiendo al infractor.
Pero también te parece una huída más que una carrera. Acaso corriera para huir de algo que lleva en su cabeza y su corazón. Y no es que sea tan tonto como para no saber que esa no es la forma de lograrlo, pero la fricción del viento contra su cara sudorosa, le ha de producir una sensación placentera que compensa en algo, la ineficaz estrategia elegida.
Correr para competir es otra cosa; no existe el pasado sino como entrenamientos amotinados en flexibilidades y fortalezas musculares; sino como una equilibrada alimentación, diseñada para tonificar cada parte del cuerpo involucrada en la competencia.
Tu padre era un estupendo competidor, pero ha sido un mejor Corredor. Correr es, simplemente, un verbo, una actividad, un ejercicio; competir, más que lo anterior, es una idea, la idea del cotejo, otra vez una fricción que en vez de chispas causa futuro.
Te has fijado cómo tu padre siempre anda de prisa; es genial la premura que no es tal porque la condición esencial de esa palabra, aunque no la incluyan los diccionarios, es que la parsimonia sea la norma, eso que llamamos “lo normal”. Aunque el argumento elude la relatividad del asunto… pero bueno, relativizar en exceso también es un error. Lo cierto es que el Corredor nunca está quieto ni callado. Cuando está sentado habla hasta por los codos, es una ametralladora de adjetivos y verbos y sustantivos. De dónde le salen las palabras si tú me dijiste que no le gustaba leer.
No creo que esté huyendo de nada; tampoco compite por algo. En mi opinión hay que pararse del otro lado para ver; me explico: busca que noten sus ausencias… su ausencia. Él quisiera llenar la ciudad con las huellas de sus zapatos deportivos, esos que usa para correr. Te apuesto que le gustaría correr por todo el mundo, llenarlo de huellas y luego abandonarlo para no ser abandonado.
Le placería platicar su vida con esa prisa que en ocasiones suele dejarlo sin aliento. No respira, como si lo que va diciendo fuesen las últimas palabras que pronunciara. Siempre hay una última que se le esconde.
Pero más le gustaría que lo extrañen, porque cree que eso no sucede. Prisa y amplitud, sinuosa combinación que ha llevado a tu padre a ser como es.
Un corredor, un hombre que corre… va hacia ti. Ya no está muy lejos, ya te es posible hablar sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.
Las mediocridades de tu padre, las veces que juraste no perdonarlo, las borracheras en las que lo perdonaste al amparo de un abrazo; las preguntas de tu padre, sus incomprensiones colmadas de ignorancia y de negligencia, sus intromisiones sin tacto, sus encabronamientos silenciosos; las indiscreciones que suele cometer tu padre, importadoras naturales de estridencias casuales, artificiales y una que otra hasta forzada.
Jamás olvidarás ese par de borracheras en donde él se volvió la antonomasia de la anécdota familiar.
–M’ija… hay algo que… tú… sí, tú y tu heeermano no me han preguntado…–, dijo el Corredor mientras forzaba la pronunciación para aparentar, ante su hija, que aún a esa altura de la madruga y después de media botella de Havana Club, podía elaborar intrincados cuestionamientos paternales.
–¿Quéee cosa no te hemos preguntado?–, dijiste vos, aunque en realidad te costó un tremendo trabajo elaborar esa pregunta, cuyo tono de pronunciación correspondía más a un solitario “¿Qué?”.
Y orgullosos presidentes mexicanos al término de su informe anual, típico de septiembre, el Corredor dijo:
–Ah… nooo… cuando me lo pregunten se los digo y respondo–.
O aquélla, en la que instruía a la novia de tu hermano, en prácticas sexuales indómitas:
–Heyyy… Érika, ¿conoces la anofilia?–, preguntó el Corredor con autoridad académica de vanguardia, de estado del arte.
Ella, frutal mujercita que, sobre el vocabulario del Corredor, seguramente ya habría practicado hasta la narizfilia, le preguntó, mañosamente, que qué cosa era eso de la anofilia.
No lo hubiera hecho, pues el Corredor casi innovó la raíz etimológica a partir de tres lenguajes, uno de ellos inexistente, mismo que le dotó de mayor contundencia a su argumentación.
–Entonces, Eriquita,… la anofilia, en términos coloquiales, es el gusto de coger por el ano.
Un corredor, un hombre que corre… ha pasado de ti. Se empieza a alejar y, otra vez, te empieza a ser imposible saber sobre su agitado corazón, su jadeante respirar, la tensión permanente de sus músculos, su playera humedecida por el sudor.
Lo sabes bien, sabes perfectamente que aunque es un excesivo o precisamente por ello, su ser guarda ciertos equilibrios. Al final del día, de sus hermanos, fue el que mejor conjugó lo que decía con lo que pensaba; ello no lo hace ni mejor ni peor, te lo digo porque todo el tiempo has estado buscando esa precisa combinación que resulta en el equilibrio.
Que tu padre vivió del billar y en eso fue genial, en la Doctores; que entre él y su cuñado compartían el alimento con su hermano menor, tu tío. Uno cedía la sopa y el otro el guisado; así se iban turnando día con día, hasta que tu tío se hizo adolescente y se fue de Hippie.
Tu padre, al que pidió tu madre en su lecho, en la víspera de su muerte. El que te ha herido y querido; ese que sigue corriendo… porque aún no sabemos, y tal vez quiere recorrer el mundo para marcarlo o llevárselo.
Esos huecos que ha dejado tu padre, se han llenado de cierta racionalización. Has pensado en esa función social que es la paternidad. Has intuido que un padre en Europa y en América no es lo mismo, desde la perspectiva sociocultural. También has percibido que tu padre a tu edad, ya te tenía y tenía coche y casa; vos no tienes hijos, ni siquiera esposo. Vos le achacas eso a los cambios en el mundo, al cambio del rol social de la mujer, a la crisis, a las realizaciones personales de los profesionistas… y tienes razón, pero aún así, te gustaría tener ya todo eso.
Es bueno que vayas definiendo quién es tu padre, de una vez; luego, solo estarás llorando frente a su ataúd. Cierto, el país es uno con mucha “madre” y, podría inferirse, poco “padre”… pero, al fin y al cabo, ellos fueron hijos de esa educación. La sociología y la historia no deben servir para justificar a nadie, pero sí para explicar algo.
Lo ves… sigue corriendo tu padre, es el Corredor.
Acaba de pasar frente a ti, ¿lo oliste, lo sentiste, lo intuiste; sabías que era él, lo miraste, le sonreíste con complicidad? Lleva una velocidad impresionante; si te faltó algo, puedes, aún, alcanzarlo.
Míralo, va pasando la mitad de ese Maratón que tanto le ha gustado correr, por el placer de correr: eso es ser un Corredor.
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