LA ÚLTIMA VEZ que jugué ese juego maravilloso de Caras y Gestos, fue hace como quince años. Todos los juegos son exquisitos, jugar es buscar una entrevista con el azar, pero conforme vamos creciendo, también vamos perdiendo la capacidad de la sorpresa, premisa esencial de todo juego. Las personas no podemos relacionarnos de otra forma con el azar, sino por medio de la sorpresa.
El paradigma del crecimiento humano implica la seguridad, la estabilidad; en dos palabras: poder predecir. Rutinariamente seguimos imitando a la muerte, a la vida no porque ésta es impredecible.
Así, me dispuse a jugar a ser Oliveira y a que la Maga, a quien yo había nombrado así, me descubriera. Aunque el juego no era tan simple, éste consistía en hacerle entender a los de mi equipo que se trataba del libro de Rayuela, pero ¿cómo interpretar a Horacio Oliveira, si se trata, también, de un símbolo?: El hombre veleta que se vale del viento para justificar sus arrebatos actitudinales.
En el primer intento que me tocó, me convertí en un conocedor de jazz: K. Oliver, F. Keppard, L. Armstrong, J. Roll Morton, etcétera. Llegué hasta Miles Davis y John Coltrane. Pero los de mi equipo no me entendieron; así que preferí probar suerte en narrar con mi cuerpo a ese personaje literario indolente, porque eso es Oliveira, porque hasta donde he leído, Cortázar no se preocupó por explicar el porqué Horacio es así, y eso es lo que convierte a las personas en personajes, la carencia de motivos; explicar a un personaje es llevarlo al terreno de la humanidad en donde siempre hay explicaciones. Creo que ahí radica parte de la magia de la literatura, o bien la falta de explicaciones o la invención de las mismas.
Perdí el turno, mi equipo me abucheó con razones de sobra. El otro "team" tuvo un éxito rotundo porque el participante interpretó a Lucas Corso, el del libro El Club Dumas.
Entonces, la Maga pasó y ya no era tal, sino otra mujer; fue cuando descubrí o entendí o percibí que la Maga se había transformado en Lu y yo en Vic: Ana y Tor.
Todos miraban las caras y gestos de Lu; aspavientos, gesticulaciones. Después de unos segundos, desesperada, casi se le salió una palabra. Lo que yo miré, escuché y sentí:
El aroma de lavanda surcando mi piel, recorriendo los pliegues que me hacen hombre y humectando mis huesos que tienden a la involución porque aspiran a ser cartílagos, antes de desaparecer.
Creí, de pronto, que era una danza. Ver cubiertas sus piernas por esos pantalones cafés y esas botas largas que, a la vista, conjuraban el frío. Ver su forma de caminar, su cabello corto y negro; negro como el universo einsteniano, negro como el vestido de luto del cuervo de Poe. No hay más negros que los del Bronx que dicen en estas situaciones: this shit is crap.
Estaba yo subsumido en esa reflexión estadunidense y enseguida volví a ver a Lu que tiene una cara distinta cada vez que la miro. Su sonrisa y su amabilidad; no como sinónimo de buenas maneras, sino como una caracterización de lo que es posible amar.
Así, me entrometí en la blancura de sus mejillas que ensalzan sus pequitas, ese melanocortín que es un mapa sideral para quien busca. Qué decir después de “quien busca”, sino una exageración provocada por la incapacidad de acariciar y prenderse de una peca facial para, desde ahí, observar al resto del tiempo y el espacio, que con parsimonia nos va descubriendo que la Ley de la no conservación de la entropía “humana” existe, también.
Fue justo el momento en que entendí que Lu es una canción porque involucra la energía cinética, térmica y eléctrica, porque su magnetismo ipsofacto genera todo ello; M. Faraday lo sabía, pero no lo ubicó en los términos emocionales, porque no conoció a una mujer como Luana que tiene la capacidad de jugar con la infinitud y de reírse de sí misma.
En el attosegundo siguiente, imaginé que ella, sí, tú, Lu, eras la bahía que buscaba mi barco, pero no, eras el faro que dirigía mi naufragio.
De pronto Oliveira se redimió, Fausto se arrepintió, Ulises se volvió torpe, Carmilla odió la hemoglobina, Hortoneda se transformó en un ser superficial, Botafogo se persignó, Fripp vendió millones de discos a través del Internet, Pinchevsky aventó el violín, Friedman abrazó la Public choice y Saramago se tomó un café con Obama.
Es decir, Lu vino hacia mí:
Mujer que sales de mi verbo y te transformas en el sustento y, luego, inventas una posibilidad que se parece a quien soy. Pero entre los dos se anteponen nuestras historias, la historia de mi cuerpo que no la prefieres; la de tu cuerpo que busco a ciegas en la habitación del fantasma tras la máquina.
Sigues siendo la canción favorita, esa que buscas puchándole al play una y otra vez, hasta que la encuentras y la escuchas hasta caer rendida en la cama. Mi cama, ésa en donde mi brazo noche tras noche te busca sin encontrarte hasta que quedo dormido y sueño con vos, una Lu distinta, menos distante, más cercana y menos real: Mi Camino Soria.
Las puertas de la coherencia se me cierran. Más temprano que tarde me doy cuenta que estamos jugando Caras y Gestos; que la Maga desapareció hace unas semanas y que Oliveira se quedó en unos capítulos de un libro escrito hace mucho tiempo.
Me sigo anulando en cada argumentación, pero…
Cecilia, Penélope, Armando (la ratota), Agustín y la ratota (Coltrane), abren la puerta.
Perdí en el juego, pero veo que hay otros juegos en donde el azar adquiere otras formas…
Caras y Gestos; uno puede perderse en ese juego creyendo que se tiene la razón, porque ésta es una formulación de la mente, pero cuando Lu está frente a mí, el mundo deja de tener leyes físicas y emocionales.
Salgo por la puerta que me abrieron y miro, por última vez, a Lu que está contenta, y me voy…
2 comentarios:
Al leerte me leo, leo la vida. Como siempre te he dicho, ojalá que llegue el día de tener en mis manos un libro de papel que contenga todo lo que aquí encuentro.
Hola Agustín:
Gracias. Pues eso es lo que empiezo a fraguar. Llevará algo de tiempo, pero pronto, pronto...
Saludos.
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