En la calle, en el aula, en la cama y en la mampara electoral; en todos lados su actitud y disposición solían ser los prolegómenos de la exquisitez, pero ello no ocurría desde hacía mucho tiempo.
Todo empezó cuando su esposa, María, se había separado de él. Esa era la palabra que empleaba al hablar de ello con sus amigos o su terapeuta: “separado”. En realidad no se atrevía a decir: –Me traicionó esa hija de puta; mucho menos: –¡¡Me traicionó la muy hija de puta!!–.
No, su civilizada humanidad impedía que su cuerpo fuera receptor de todos esos estertores emocionales que suelen hacer del hombre un energúmeno, un macho recalcitrante, uno de esos que en los años cuarentas fueron protagonistas en los filmes dirigidos por Juan Bustillo Oro o Ismael Rodríguez.
Suele ocurrir que el machismo funciona bien cuando la propensión a relacionarse no es el amor sino la calentura; cuando entras a su vida por la cama y no por los labios. Él lo sabía, pero no lo aceptaba, que es peor que no saberlo.
Así, pasaron muchos días, mejor aún, los días empezaron a pasar sobre él, los días y todo lo que comportan. Continuamente se dejaba embaucar por las rutinas temporales, esas que llamamos segundos, minutos y horas. Dejaba poco a poco de ejercer la coherencia para darle paso a un solipsismo abominable que lo llevaba, noche tras noche, a estancias del alma en donde ya no es posible apelar a la razón.
Me retracto, no todo empezó cuando María se fue, sino cuando él creyó que era suficiente con sentir amor por ella y no decírselo. Sintió que meterle la mano bajo las pantaletas mientras dormía, era suficiente para hacerla sentir deseada, que un beso en los labios antes de irse a trabajar, podría prefigurarle el amor que ya no le manifestaba con palabras; creyó que las amorosas peticiones que ella le hacía, eran fugaces inconformidades de pareja; que sus silencios, una manera de entender todo lo que él le decía con su cuerpo.
Por alguna extraña razón, él dejó de expresar su amor con palabras.
¿Desde qué rincón de la vida, un hombre puede llegar a creer que las palabras pronunciadas, no sirven o que son agentes accesorios?
Un buen día, se quedó callado ante una situación cualquiera, y descubrió que nadie reparó en la ausencia de su opinión. Volvió a experimentar ese silencio, vez tras vez, y de forma deliberada empezó a aguantarse las ganas de decir algo que a nadie se le había ocurrido ni se les ocurriría porque sus atrofiadas mentes no eran capaces de escuchar sin decir. Y es justo ahí, en este punto, donde podemos ubicar la zona de cero de los persistentes silencios de él, porque no se puede hablar de un único y dilatado silencio, sino de una marabunta de silencitos que de a poco le fueron royendo las posibilidades de expresión, la evolución de sus inquietudes, así como el alcance de su voz.
No fue más que la indiferencia, la indolencia, la insatisfacción lo que lo llevó a callar, a dejar de decir lo que sentía; decirlo con la boca y la voz: la fonación, ese increíble proceso fisiológico y musical que se vale de nervios, músculos tensados, saliva y viento para permitirnos comunicarle a alguien que existimos y sentimos.
Pronto dejó de nombrar los objetos; días después, dejó de recitar poemas, de leer los diarios en voz alta. Lo último que dejó de pronunciar fue el nombre de su mujer: María.
La coherencia suele ser la mejor de las herramientas, el remo que le falta a la razón para navegar en la mar de la inconsciencia, pero también puede llevarnos, sin previo aviso, a la distracción, pero la distracción como un movimiento, no como un estado. Porque, me vuelvo a retractar, no era indolencia, indiferencia ni insatisfacción; todo el tiempo se trató de una distracción, una monumental distracción: sucesos de su pasado que un día lo despertaron y lo llevaron de parranda por esos lugares a los que no quería regresar. Se empezó a aterrar de lo que no ocurrió, ni siquiera de lo ocurrido.
El presente se le convirtió, también, en una distracción y, es así, que él dio su primer pasó por ese túnel que no puede caminarse sin dejar pedazos de existencia en cada huella.
La primera vez que se dio cuenta de todo esto, fue cuando saludó de beso a una amiga del trabajo. Le extendió la mano, pero en ese movimiento y de reojo, alcanzó a ver que no tenía mano. Sólo vio la manga blanca de su camisa. Retiró la mano ipso facto, como un acto de defensa, y depositó sus labios sobre la mejilla. Se mantuvo sereno hasta llegar a su oficina; verificó y ahí estaba su mano, su pálida mano. Se la quedó viendo un rato; luego la contrastó con la otra y observó que estaba desproporcionadamente blanca.
Se quitó el saco y la camisa, y notó frente al espejo, que la piel de todo su cuerpo iba palideciendo. Paulatina e inequívocamente, el destino de su melanina se volvía incierto. Cerró su oficina con llave, se metió al baño y frente al espejo grande se desnudó.
La identidad es un proceso que sólo se aquilata con los años, mucho tiempo después de haber sido descubierta. Justo eso era lo que frente a sus ojos se desvanecía, porque uno puede alegar que la identidad es una combinación de impresiones sensoriales respecto al lugar y tiempo al que pertenecemos, pero sin lugar a dudas el sitio en donde todo ello se amotina es nuestro cuerpo, particularmente la parte visible porque por medio de los ojos aprendemos y comprendemos la mayor parte de lo que sabemos, y es por medio de los ojos que encontramos, con mayor facilidad, lo que nos gusta y llegamos a amar.
Ese sentido tan maravilloso que es la vista, le indicaba que estaba perdiendo su identidad. Repasó metódicamente todo. Invocó a la coherencia que alguna vez lo había caracterizado. Rechazó durante hora y media, una serie de hipótesis fincadas en sus conocimientos físicos, químicos y biológicos; caviló un poco con el esoterismo. Al final, aventuró una explicación psicológica, pero no abundó en ella. Y no profundizó porque sabía perfectamente que lo llevaría al pasado, a esos lugares a los que no quería regresar, esos lugares que lo distrajeron de todo y de todos.
Notó que la invisibilidad de su mano progresaba hacía su muñeca. Otra vez esa marabunta que ahora le devoraba la dermis, una tácita desertificación corpórea.
Se vistió como pudo; olvidó su corbata sobre el escritorio. Salió corriendo de la oficina y se tropezó con varias personas, antes de llegar al ascensor. Presionó varias veces el botón y cuando las puertas se abrieron vio un espacio sin gente y se metió; llegó a la planta baja, un poco más calmado y salió del elevador. Caminó por el pasillo y se miró en los espejos laterales; se detuvo, todo normal, tan normal como él mismo: moreno, muy moreno. Se sorprendió, pero también se tranquilizó. Pensó en el porqué esas máquinas se llamaban convencionalmente ascensores o elevadores, si también servían como descensores o bajadores. Elevó su ceja izquierda al pensar en lo impráctico de esos apelativos y en la connotación negativa que entrañaría de llamarse así.
Situaciones similares le ocurrieron una vez por semana, al principio; después, con mayor frecuencia. Una tarde, mientras esperaba a María porque le llevaría los papeles del divorcio para que los firmara, se lavaba la cara y al mirar al espejo no la vio.
Mirar con algo que no puedes ver ni te permite verte, debe causar una de las sensaciones más descorazonadoras que hay.
Sonó el teléfono. Se apresuró a responder, pero en realidad escapaba del espejo.
–Licenciado, acaba de llegar su esposa…–.
–¡Qué pase por favor!–.
Él se abalanzó sobre ella y la abrazó con todos los brazos que tuvo a lo largo de su vida: los del niño que recibió el regalo de cumpleaños, los del adolescente que abrazó su primera novia, los del joven que desnudó mujeres; esos brazos con los que alguna vez lastimó a María. Ella, aún enojada porque él no le había firmado los papeles desde hacía meses, terminó por corresponder con sus brazos. Le acarició la espalda y luego jugó con su cabello.
–¿Qué tienes, Ramiro, por qué me abrazas así?–, ella le decía, con esa ternura que entre ex parejas, se parece más a la comprensión, mientras hurgoneaba su cabello.
Él no respondió, seguía sin responder con la boca; en cambio, lo hizo con un leve apretón de sus brazos. Ella entendió que él sólo necesitaba que lo siguiera abrazando.
Ramiro extrajo de un pequeño cajón del librero cerca de la entrada, un condón que con pericia colocó frente a los ojos de María.
–¿Y eso?–
–¿No lo recuerdas?, es el que me regalaste cuando nos conocimos… aún le quedan un par de meses antes de caducar.
–¡Qué va!, jajaja… eres un perverso, cómo guardas esas cosas. Lo hubieras usado antes–, decía ella mientras se apartaba lentamente de él.
Y se miraron, y se sonrieron.
–¿Sigues con ese por el que me dejaste?–
–¿Y tú sigues igual de insoportable?–
Y lo hicieron y se despidieron.
Todo empezó cuando su esposa, María, se había separado de él. Esa era la palabra que empleaba al hablar de ello con sus amigos o su terapeuta: “separado”. En realidad no se atrevía a decir: –Me traicionó esa hija de puta; mucho menos: –¡¡Me traicionó la muy hija de puta!!–.
No, su civilizada humanidad impedía que su cuerpo fuera receptor de todos esos estertores emocionales que suelen hacer del hombre un energúmeno, un macho recalcitrante, uno de esos que en los años cuarentas fueron protagonistas en los filmes dirigidos por Juan Bustillo Oro o Ismael Rodríguez.
Suele ocurrir que el machismo funciona bien cuando la propensión a relacionarse no es el amor sino la calentura; cuando entras a su vida por la cama y no por los labios. Él lo sabía, pero no lo aceptaba, que es peor que no saberlo.
Así, pasaron muchos días, mejor aún, los días empezaron a pasar sobre él, los días y todo lo que comportan. Continuamente se dejaba embaucar por las rutinas temporales, esas que llamamos segundos, minutos y horas. Dejaba poco a poco de ejercer la coherencia para darle paso a un solipsismo abominable que lo llevaba, noche tras noche, a estancias del alma en donde ya no es posible apelar a la razón.
Me retracto, no todo empezó cuando María se fue, sino cuando él creyó que era suficiente con sentir amor por ella y no decírselo. Sintió que meterle la mano bajo las pantaletas mientras dormía, era suficiente para hacerla sentir deseada, que un beso en los labios antes de irse a trabajar, podría prefigurarle el amor que ya no le manifestaba con palabras; creyó que las amorosas peticiones que ella le hacía, eran fugaces inconformidades de pareja; que sus silencios, una manera de entender todo lo que él le decía con su cuerpo.
Por alguna extraña razón, él dejó de expresar su amor con palabras.
¿Desde qué rincón de la vida, un hombre puede llegar a creer que las palabras pronunciadas, no sirven o que son agentes accesorios?
Un buen día, se quedó callado ante una situación cualquiera, y descubrió que nadie reparó en la ausencia de su opinión. Volvió a experimentar ese silencio, vez tras vez, y de forma deliberada empezó a aguantarse las ganas de decir algo que a nadie se le había ocurrido ni se les ocurriría porque sus atrofiadas mentes no eran capaces de escuchar sin decir. Y es justo ahí, en este punto, donde podemos ubicar la zona de cero de los persistentes silencios de él, porque no se puede hablar de un único y dilatado silencio, sino de una marabunta de silencitos que de a poco le fueron royendo las posibilidades de expresión, la evolución de sus inquietudes, así como el alcance de su voz.
No fue más que la indiferencia, la indolencia, la insatisfacción lo que lo llevó a callar, a dejar de decir lo que sentía; decirlo con la boca y la voz: la fonación, ese increíble proceso fisiológico y musical que se vale de nervios, músculos tensados, saliva y viento para permitirnos comunicarle a alguien que existimos y sentimos.
Pronto dejó de nombrar los objetos; días después, dejó de recitar poemas, de leer los diarios en voz alta. Lo último que dejó de pronunciar fue el nombre de su mujer: María.
La coherencia suele ser la mejor de las herramientas, el remo que le falta a la razón para navegar en la mar de la inconsciencia, pero también puede llevarnos, sin previo aviso, a la distracción, pero la distracción como un movimiento, no como un estado. Porque, me vuelvo a retractar, no era indolencia, indiferencia ni insatisfacción; todo el tiempo se trató de una distracción, una monumental distracción: sucesos de su pasado que un día lo despertaron y lo llevaron de parranda por esos lugares a los que no quería regresar. Se empezó a aterrar de lo que no ocurrió, ni siquiera de lo ocurrido.
El presente se le convirtió, también, en una distracción y, es así, que él dio su primer pasó por ese túnel que no puede caminarse sin dejar pedazos de existencia en cada huella.
La primera vez que se dio cuenta de todo esto, fue cuando saludó de beso a una amiga del trabajo. Le extendió la mano, pero en ese movimiento y de reojo, alcanzó a ver que no tenía mano. Sólo vio la manga blanca de su camisa. Retiró la mano ipso facto, como un acto de defensa, y depositó sus labios sobre la mejilla. Se mantuvo sereno hasta llegar a su oficina; verificó y ahí estaba su mano, su pálida mano. Se la quedó viendo un rato; luego la contrastó con la otra y observó que estaba desproporcionadamente blanca.
Se quitó el saco y la camisa, y notó frente al espejo, que la piel de todo su cuerpo iba palideciendo. Paulatina e inequívocamente, el destino de su melanina se volvía incierto. Cerró su oficina con llave, se metió al baño y frente al espejo grande se desnudó.
La identidad es un proceso que sólo se aquilata con los años, mucho tiempo después de haber sido descubierta. Justo eso era lo que frente a sus ojos se desvanecía, porque uno puede alegar que la identidad es una combinación de impresiones sensoriales respecto al lugar y tiempo al que pertenecemos, pero sin lugar a dudas el sitio en donde todo ello se amotina es nuestro cuerpo, particularmente la parte visible porque por medio de los ojos aprendemos y comprendemos la mayor parte de lo que sabemos, y es por medio de los ojos que encontramos, con mayor facilidad, lo que nos gusta y llegamos a amar.
Ese sentido tan maravilloso que es la vista, le indicaba que estaba perdiendo su identidad. Repasó metódicamente todo. Invocó a la coherencia que alguna vez lo había caracterizado. Rechazó durante hora y media, una serie de hipótesis fincadas en sus conocimientos físicos, químicos y biológicos; caviló un poco con el esoterismo. Al final, aventuró una explicación psicológica, pero no abundó en ella. Y no profundizó porque sabía perfectamente que lo llevaría al pasado, a esos lugares a los que no quería regresar, esos lugares que lo distrajeron de todo y de todos.
Notó que la invisibilidad de su mano progresaba hacía su muñeca. Otra vez esa marabunta que ahora le devoraba la dermis, una tácita desertificación corpórea.
Se vistió como pudo; olvidó su corbata sobre el escritorio. Salió corriendo de la oficina y se tropezó con varias personas, antes de llegar al ascensor. Presionó varias veces el botón y cuando las puertas se abrieron vio un espacio sin gente y se metió; llegó a la planta baja, un poco más calmado y salió del elevador. Caminó por el pasillo y se miró en los espejos laterales; se detuvo, todo normal, tan normal como él mismo: moreno, muy moreno. Se sorprendió, pero también se tranquilizó. Pensó en el porqué esas máquinas se llamaban convencionalmente ascensores o elevadores, si también servían como descensores o bajadores. Elevó su ceja izquierda al pensar en lo impráctico de esos apelativos y en la connotación negativa que entrañaría de llamarse así.
Situaciones similares le ocurrieron una vez por semana, al principio; después, con mayor frecuencia. Una tarde, mientras esperaba a María porque le llevaría los papeles del divorcio para que los firmara, se lavaba la cara y al mirar al espejo no la vio.
Mirar con algo que no puedes ver ni te permite verte, debe causar una de las sensaciones más descorazonadoras que hay.
Sonó el teléfono. Se apresuró a responder, pero en realidad escapaba del espejo.
–Licenciado, acaba de llegar su esposa…–.
–¡Qué pase por favor!–.
Él se abalanzó sobre ella y la abrazó con todos los brazos que tuvo a lo largo de su vida: los del niño que recibió el regalo de cumpleaños, los del adolescente que abrazó su primera novia, los del joven que desnudó mujeres; esos brazos con los que alguna vez lastimó a María. Ella, aún enojada porque él no le había firmado los papeles desde hacía meses, terminó por corresponder con sus brazos. Le acarició la espalda y luego jugó con su cabello.
–¿Qué tienes, Ramiro, por qué me abrazas así?–, ella le decía, con esa ternura que entre ex parejas, se parece más a la comprensión, mientras hurgoneaba su cabello.
Él no respondió, seguía sin responder con la boca; en cambio, lo hizo con un leve apretón de sus brazos. Ella entendió que él sólo necesitaba que lo siguiera abrazando.
Ramiro extrajo de un pequeño cajón del librero cerca de la entrada, un condón que con pericia colocó frente a los ojos de María.
–¿Y eso?–
–¿No lo recuerdas?, es el que me regalaste cuando nos conocimos… aún le quedan un par de meses antes de caducar.
–¡Qué va!, jajaja… eres un perverso, cómo guardas esas cosas. Lo hubieras usado antes–, decía ella mientras se apartaba lentamente de él.
Y se miraron, y se sonrieron.
–¿Sigues con ese por el que me dejaste?–
–¿Y tú sigues igual de insoportable?–
Y lo hicieron y se despidieron.
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