Cuarto nudo. El deseo
–¿Por qué
lloras? –, Sergio preguntó mientras levantaba su cabeza; sus ojos recorrieron
en un instante su vientre y sus senos; apenas observó las dilatadas fosas
nasales de Alondra. Ella temblaba.
–No sé,
cada vez que lo haces, siento algo caliente en mis pies que va subiendo por mis
piernas, por todo mi cuerpo hasta llegar a mi cabeza y no sé qué hacer –respondió
sollozando–. Me dan ganas de gritar,
pero me aguanto. Siento que me voy a desmayar y pienso en otra cosa. Hoy no me
aguanté ni pensé en nada, me dejé llevar y cuando te mojé empecé a llorar, así
de repente.
–Sentí que
tu cuerpo temblaba, hasta tuve que apretar tus muslos; pensé que me lastimarías
el cuello. No pensé que estuvieras llorando…
–Cállate y
ven; quítame esto de los ojos–. Sergio, desanudó la pashmina y la abrazó.
Tercer nudo. La muerte
Aceleró su
paso, se acercó a él por la espalda; con su mano izquierda agarró su muñeca, que
al torcerla, la colocó sobre su espalda; con el otro brazo le apretó el cuello,
pensó que sería fácil, cosa de 10 segundos. Sintió una mordida, le ardió, le
dolió. Se apartó un poco, pero sin soltarlo del todo. Se percató que tenía una
pashmina en el cuello y decidió asfixiarlo con ella, jaló los extremos, tensó el
nudo.
Su fuerza
le permitió controlar al tipo. Su instinto buscaba por donde huir. Parecía no
estar consciente de la situación. Hay quienes sostienen que la consciencia no
es un proceso mental deliberado, sino el resultado de una sinapsis sincronizada
de todas las neuronas, que ocurre abruptamente en los individuos, sin que se
sepa el porqué.
Segundos
después, dejó caer el cuerpo. Esculcó la cartera del tipo, sacó unos billetes y
miró la foto de un adolescente con su traje de fútbol americano. Se apartó. Caminó
hacia la Avenida Francisco Sosa. Abordó un taxi. Mencionó alguna dirección y el
conductor aceleró. Vio sus manos y se percató que traía la pashmina; la guardó
en el bolsillo de su chaqueta. Volvió a mirar sus manos prietas, sus nudillos
casi negros. Recordó los instantes previos a su encargo.
Caminaba
sobre la Cerrada de Francisco Sosa, cuando advirtió la alfombra azul violácea
sobre el pavimento. El viento y una parvada en fuga antecedieron la caída de
algunas flores tubulares del gran árbol de jacarandas que se le impuso cuando
volteó hacia arriba.
Extendió
su mano y algunas de las flores se estrellaron contra ella; alcanzó a percibir
el contraste entre su mano áspera contra la delicadeza de esas flores; en su
palma quedó una de ellas y la apretó con fuerza. Abrió la mano y estaba húmeda;
un dulce aroma escapaba. No detuvo su andar.
Segundo nudo. El amor
–Diego, ya
te pedí el Uber; apunta la placa y ve
saliendo de la casa. Cuando lo abordes, me marcas. No olvides tu chamarra
porque está haciendo frío –dijo Marcela con autoridad marcial–.
–Sí Mamá,
ya la llevo en mi maleta. Recuerda que del entrenamiento me voy a ir a casa de
Luis –le respondió Diego, harto por el tono materno.
–Estoy
terminando de comer con Martín. Te veo al terminar el entrenamiento. Te amo.
Marcela
colgó, mientras Martín pagaba la cuenta.
–Por qué
te preocupas tanto; Diego es muy responsable–.
Marcela se le quedó mirando condescendientemente.
–Ni sabes
lo que dices. ¿No te conté la última que me hizo? Está muy rebelde el cabezón. No
sé si sea porque le falta una figura paterna –dijo ella casi resignada mirando
la salida del restaurante.
–Hace dos
semanas nos pusimos a discutir por teléfono, por una pendejada. Fabiola estaba
en su habitación y ni en cuenta. Yo en el trabajo, con un chingo de pendientes.
Para colmo ese día se reunió la Junta Directiva. ¡Estaba como loca! Nomás
alcancé a enviarle un mensaje a Fabiola y no quise saber más.
–¡Se fue
de la casa, ¿puedes creerlo?! No sabíamos dónde estaba. ¡Se perdió por horas! Te
juro que no lloré del miedo que sentí. Cuando lo encontramos solté el llanto;
te lo juro, no podía más. ¡Y el señor muy campante bebiendo un Boing de guayaba
y comiendo unas galletas, sentado afuera de la tienda! Simplemente no sé cómo
educarlo. Me siento sola.
Martín
soltó una carcajada –¿de guayaba?; hasta en eso te fijaste–.
–Ya te
quiero ver cuando seas Padre –respondió ella sonriente y condescendiente.
Observaron
el entrenamiento y platicaron mucho; había pasado tiempo desde la última vez
que se vieron. Habían construido una amistad que envolvía una atracción que
jamás se confesaron. Varias de las arterias que los unían, estaban hechas de
amor imposible: mixtura que les estallaba detrás de sus ojos, antes de
convertirse en mirada, cada vez que se encontraban. Luego de una hora, fueron
por Diego.
–Ya me voy
Mamá; allá está Luis con su Papá, me están esperando en el carro –Diego apuraba
a su madre, tenía el uniforme totalmente percudido de pasto y tierra, sobre
unas hombreras mal colocadas–.
–A ver, mi
vida, ponte esto para cubrirte el cuello, ya hace más frío.
–¿Cuántas mascadas
tienes; siempre que te veo tienes una diferente? –preguntó Martín con ironía.
–Son mi
fascinación, todos lo saben. Y se llaman pashminas, se escucha más bonito –replicó
Marcela con jactancia–. He de tener como 50, de todos colores y sabores.
Martín miró
atentamente la amorosa y delicada manera con la que ella anudó la prenda en el
cuello de su hijo. Él recordó la banda sonora de alguna película donde una
dulce melodía contrastaba con una escena dura, cruda; estridencia que conduce al
espectador a la introspección.
Primer nudo. La culpa
Durante el
primer año, Marcela fue, más que su secretaría, su confidente; desde hacía dos
décadas, su amante. Darío siempre fue muy bueno para leer el lenguaje corporal
y gesticular de las personas, particularmente el de las mujeres que le gustaban,
por lo que nunca tuvo problema en consumar cada una de las seducciones que se
propuso.
A ella no
sólo la sedujo, sino que la enamoró. No fue necesario que le prometiera que se
divorciaría o que le compraría un departamento. Sabía que siendo amoroso con
ella, cubriría los vacíos paternos de una mujer 20 años menor que él.
Continuamente
dejaba que ella lo viera resolver con autoridad y sagacidad, las crisis que el
corporativo llegó a enfrentar. Su genialidad desde el principio generó en
Marcela una admiración por él, y por ahí se le coló el amor.
Ya no era
la jovencita de 23 años que, nerviosa, un día se presentó ante él pidiendo
trabajo. Ahora era una mujer astuta, segura, independiente y madre soltera, que
se sentía sola. Decía ser feliz porque en las márgenes del crepúsculo y del
amanecer, confundía tranquilidad con satisfacción; solía decir que la
maternidad era lo mejor que le había pasado, aunque le hubiera satisfecho que
Darío fuera el que por las noches apagara la luz y al amanecer le hiciera el
amor.
Uno de
tantos días, Darío buscaba a Marcela con urgencia; no estaba en su oficina.
Miró en su escritorio el celular y vio una conversación en una aplicación para
conocer personas. Se acercó, cuidando que ella no se aproximara y leyó
rápidamente.
–Es mejor
que ya no me busques. Tú sólo quieres una relación casual y está bien, pero yo
busco un compañero de vida.
Darío
escuchó tacones acercándose. Se regresó al umbral de la puerta.
–¡Te estaba
buscando! Consígueme, por favor, los estados financieros actualizados.
Se marchó
de inmediato; ella se quedó mirando su celular, que ya estaba en modo inactivo.
Al
terminar la jornada, Darío se sentía abrumado por la reunión que habría al día siguiente.
Un ligero rumor, como ruido de río subterráneo, se filtraba entre sus
preocupaciones. Se sintió culpable. No por haber engañado siempre a su esposa, no
por mantener una doble vida ante sus hijos, no por tener un hijo fuera del
matrimonio, al que ni siquiera le había dado apellido. Acostumbrado a controlar
todo, sentía que la felicidad y desgracia de Marcela eran su responsabilidad.
En un
instante, cambió la perspectiva desde donde siempre había mirado a Marcela, ¡no
sabía lo que sentía por ella! No poder responder esa elemental pregunta le molestó.
No era posible que luego de 20 años no pudiera siquiera saber lo que sentía por
ella. La culpa lo aplastó y permeó todos y cada uno de los recuerdos que sobre
ella evocó.
Camino a
casa, se detuvo en un centro comercial y entró a una tienda departamental de lujo.
–Señorita,
¿venden pashminas?
–Claro,
señor, en damas; subiendo a la derecha.
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