El viernes pasado, Milagros fue invitada a casa del Doctor Juan Ibáñez;
eminente mitólogo del país, quien a pesar de su charming smile drunk, no había logrado seducirla.
–Oye, Ibáñez, ¿quién es ese cuate que está observando tus máscaras? –le
preguntaron, mientras él servía unas botanas. –Ah, es amigo de mi primo, quien
no ha llegado –respondió el doctor Juan antes de terminar de un trago su
whiskey. No dejaba de mirar la puerta; esperaba con ansias la llegada de
Milagros–.
–Hace rato estaba platicando con él –se inmiscuyó alguien más en la
plática– y se me figuró que estaba frente a Domingo, el personaje de
Chesterton.
–Ah, el de El hombre que fue
jueves; chingona novela –rememoró Ibáñez buscando la botella para servirse
más–. Ese personaje sí que es una máscara ambulante.
Pasaron dos horas. El doctor Juan estaba impaciente, pues Milagros no
llegaba, cuando alguien abrió la puerta y apareció ella. No miento si digo que el
doctor, cual Mike Powell, llegó de un salto hasta la puerta; Milagros no se
percató de esa atlética proeza, puesto que estaba saludando a los demás.
–Vaya, pensé que no llegarías, vampira
–le dijo en tono burlón.
–Por qué me dices vampira –Milagros lo miró con suspicacia. –¿Te sirvo
algo?
Mientras el doctor fue a la cocina, el tipo que se parecía a Domingo,
empezó a charlar con Milagros.
–Yo no sé mucho de máscaras –dijo con soberbia–, pero casi todos las
usan para engañar, encantar o burlar a alguien.
–A mí me gustan las máscaras porque me recuerdan un cuento que de niña
me contaba mi abuela. No recuerdo bien la trama, pero había una cebolla en la
historia y alguien le quitaba sus capas esperando encontrar el motivo por el
cual hacía llorar a quien la rebanaba.
–Tiene sentido, ¿sabes?, porque detrás de cada máscara hay otra y otra
y otra… Al final, el mayor peligro es no saber quién eres –aseveró el tipo que
se parecía a Domingo con un tono introspectivo y dictatorial.
–¿Tú eres amigo de Ibáñez?
–No, me invitó su primo Victor, pero me acaba de enviar un mensaje; no
vendrá. De hecho no conozco a nadie aquí; sólo he hablado contigo. Ah, y saludé
al tipo que me abrió la puerta, pero ya me voy. Adiós.
–Está bien, suerte.
El doctor ni siquiera se percató de esa charla. Llegó con los tragos. –Brindemos
por tu colección de máscaras, Ibáñez, dijo ella levantando su copa sonriendo
cerca de la cara del doctor Juan.
–Me gustas más sin maquillaje, me encanta tu piel pálida.
–Eres contradictorio, Ibáñez, tienes una gran colección de máscaras y
tu comportamiento es lo opuesto a lo que cultivas. Eres directo, sincero; no sé
si seas cínico, pero a veces caes en la desfachatez.
–Colecciono máscaras por las historias o mitos que hay detrás de ellas.
Por lo demás, me gusta ser directo y más con las mujeres. Me parece que en el
cortejo no es indispensable la dilación como medio para la excitación. A veces
me aprovecho de ese convencionalismo porque así, mi arrebato es percibido como
sorpresa y es más fácil conquistar a una mujer. –Pues te adelanto que conmigo
no te funcionará –dijo ella chocando su copa con la de él.
–Esa máscara, en la esquina superior, está hecha con granadillo negro,
es una madera que no flota en el agua. La compré en Chad, la hizo una africana
a quien le habían practicado la infibulación. Mira la forma de su prominente
lengua. –Cierto, es un clítoris erecto, afirmó para sí.
–Sabes, las máscaras también sirven como mecanismos de defensa, por
ejemplo, para anular el horror, que es inasible por ser un fenómeno inhumano;
entonces en el horror el miedo no tiene propietario, no hay entidad tangible para
combatir; en cambio, al terror lo podemos manejar porque es tangible,
perceptible…
–Lovecraft–, dijo el doctor sonriendo.
–No entiendo–, replicó ella.
–Sí, esa diferencia que haces entre horror y terror la plasmó
Lovecraft en un libro; no recuerdo el nombre.
–Yo lo dije porque me acordé de lo que sentí cuando vi La bruja de Blair a diferencia de lo que
me causó Psicosis.
El tipo que se parecía a Domingo no se había ido; estaba conversando
con una persona cerca de la salida. Se le miraba impaciente, como si tuviera
prisa por irse. Parecía de esas personas que por educación, toleran la
conversación más aburrida o los argumentos más inaceptables, antes que detener o
increpar a su interlocutor.
–Ibáñez, ¿sabes por qué no me voy a quedar en tu casa, ni hoy ni
ninguna otra noche?… –Sí, ya me has dicho que no te gustan los frees –la interrumpió el doctor con desenfado.
–No, me gusta la piel y la sangre gratuitas. No me quedaré simplemente
porque no sabes mentir; quiero que me mientas. Una mentira no es lo mismo que un
engaño. Mentir es jugar junto con alguien; engañar es jugar con alguien. Mentir
es inventar, como los niños que con un par de muñecos inventan mundos,
historias; engañar es distraer para lograr un objetivo ulterior, como los
magos.
–Eres imposible –el doctor se enfadó y se fue rumbo a la cocina. En el
camino se encontró con el tipo que se parecía a Domingo–.
–¿Por qué no vino el pinche Victor? –casi le reprochó.
–Antes de llegar me envió un mensaje, me dijo que ya estaba aquí –atajó
con seriedad el tipo que se parecía a Domingo. Mintió porque de otra manera se hubiera
sentido fuera de lugar, pues no conocía a nadie y sólo estaba ahí para
entregarle unos documentos a Victor. Mantener latente el arribo de éste, lo
hacía sentirse menos invasivo–.
Pasaron dos horas y el doctor Juan no había vuelto a hablar con
Milagros. Estuvo atendiendo al resto de sus invitados, pero nunca la perdió de
vista. Desde diferentes rincones la observaba como quien espera que su presa
cometa una equivocación, hasta que el tipo que se parecía a Domingo la volvió a
abordar.
–Sabes, además de lo que te dije hace rato, las máscaras también
ayudan a que uno se sienta menos ajeno a situaciones como ésta. No conozco a
nadie, pero ya eres la tercera persona con la que interactúo.
Milagros sabía que el doctor Ibáñez la miraba de lejos.
–Me gusta tu look, muy
inglés; te sienta bien esta gabardina y esa corbata está muy linda –Milagros palpó
su corbata y fingió arreglarla. Pareces un espía.
–Me he olvidado de quitarme la gabardina; mi traje es de sastre, de uno
muy famoso que tiene su local en Shakespeare, en la Anzures –remató con
soberbia el tipo que se parecía a Domingo–.
El doctor Ibáñez se acercó a ellos como boxeador en el primer asalto;
lo inquietó la escena.
–¿Pensé que ya nos habíamos despedido? –sin preámbulos preguntó el
doctor, dándose cuenta de su descortesía y para suavizarla le ofreció su vaso
al tipo que se parecía a Domingo, al tiempo que éste lo tomó–.
–Es que me mandó otro mensaje Victor, que era broma que estaba acá,
pero que ya está por llegar –les enseñó el mensaje, cuya hora de recepción
tenía más de dos horas. –Pero sabes, prefiero dejarte los documentos que le
traje porque ya se me hizo muy tarde y tengo que irme. Adiós y gracias por el
trago–. De un sorbo lo agotó y le regresó el vaso al doctor, quien se sintió apenado.
–¿Y esa descortesía, Ibáñez? No te la conocía, pero no me sorprende –le
dijo Milagros, mientras sonreía–. Aunque me sorprendió más este tipo que dice
una cosa y hace otra; como si fuera una máscara ambulante.
–Sabes, Milagros, quitarse todas las máscaras, arrancártela es como
quedarte sin argumento. Las máscaras no son visuales. Es la trama lo que las
inventa. La que está en la puerta de la entrada no es la representación de un
demonio por sus colores y gesticulaciones, sino porque lo dice la historia que
inspiró al artesano que la hizo.
–Cuando me quedo sin nada qué decir, ya no hay máscaras; me invade un
puto miedo y no sé si eso es todo lo que soy, un puto nudo de miedos desconocidos
y sin nombre. Cuando estoy dando clase, soy todos los profesores que admiré;
cuando estoy en la cruda, soy Carlos, porque nadie las hace tan divertidas como
él; cuando estoy con una mujer, soy el amigo de la prepa que se acostó con todas.
El doctor Juan lucía vencido, cansado frente a ella; ya no había rastros de su charming smile drunk.
–¿Lo ves, Milagros?, apenas te quitas o te rompen la máscara y parece
no haber nada.
–En la oscuridad todos los gatos son pardos –Milagros había tomado de
la mano al doctor y lo conducía por el largo corredor hacia la habitación del
fondo, donde latía la única oscuridad del departamento, donde el ruido de la
música y el barullo de los invitados no se escuchaban, apenas eran una
suposición. Ella lo miraba sin parpadear, mientras caminaba de espaldas y el doctor
se dejaba guiar–.
–En la oscuridad el horror, de mi boca malva mamarás tu nueva personalidad;
los primeros rayos de luz, la cosificarán, la harán máscara –le susurró
Milagros cerca de su oreja y luego...
Le encajó la dentadura en la yugular, apretando su diafragma para
ahogar un grito descomunal.