martes, 13 de octubre de 2015

El Tipo que se Parecía a Domingo

El viernes pasado, Milagros fue invitada a casa del Doctor Juan Ibáñez; eminente mitólogo del país, quien a pesar de su charming smile drunk, no había logrado seducirla.

–Oye, Ibáñez, ¿quién es ese cuate que está observando tus máscaras? –le preguntaron, mientras él servía unas botanas. –Ah, es amigo de mi primo, quien no ha llegado –respondió el doctor Juan antes de terminar de un trago su whiskey. No dejaba de mirar la puerta; esperaba con ansias la llegada de Milagros–.

–Hace rato estaba platicando con él –se inmiscuyó alguien más en la plática– y se me figuró que estaba frente a Domingo, el personaje de Chesterton.

–Ah, el de El hombre que fue jueves; chingona novela –rememoró Ibáñez buscando la botella para servirse más–. Ese personaje sí que es una máscara ambulante.

Pasaron dos horas. El doctor Juan estaba impaciente, pues Milagros no llegaba, cuando alguien abrió la puerta y apareció ella. No miento si digo que el doctor, cual Mike Powell, llegó de un salto hasta la puerta; Milagros no se percató de esa atlética proeza, puesto que estaba saludando a los demás.

–Vaya, pensé que no llegarías, vampira –le dijo en tono burlón.

–Por qué me dices vampira –Milagros lo miró con suspicacia. –¿Te sirvo algo?

Mientras el doctor fue a la cocina, el tipo que se parecía a Domingo, empezó a charlar con Milagros.

–Yo no sé mucho de máscaras –dijo con soberbia–, pero casi todos las usan para engañar, encantar o burlar a alguien.

–A mí me gustan las máscaras porque me recuerdan un cuento que de niña me contaba mi abuela. No recuerdo bien la trama, pero había una cebolla en la historia y alguien le quitaba sus capas esperando encontrar el motivo por el cual hacía llorar a quien la rebanaba.

–Tiene sentido, ¿sabes?, porque detrás de cada máscara hay otra y otra y otra… Al final, el mayor peligro es no saber quién eres –aseveró el tipo que se parecía a Domingo con un tono introspectivo y dictatorial.

–¿Tú eres amigo de Ibáñez?

–No, me invitó su primo Victor, pero me acaba de enviar un mensaje; no vendrá. De hecho no conozco a nadie aquí; sólo he hablado contigo. Ah, y saludé al tipo que me abrió la puerta, pero ya me voy. Adiós.

–Está bien, suerte.

El doctor ni siquiera se percató de esa charla. Llegó con los tragos. –Brindemos por tu colección de máscaras, Ibáñez, dijo ella levantando su copa sonriendo cerca de la cara del doctor Juan.

–Me gustas más sin maquillaje, me encanta tu piel pálida.

–Eres contradictorio, Ibáñez, tienes una gran colección de máscaras y tu comportamiento es lo opuesto a lo que cultivas. Eres directo, sincero; no sé si seas cínico, pero a veces caes en la desfachatez.

–Colecciono máscaras por las historias o mitos que hay detrás de ellas. Por lo demás, me gusta ser directo y más con las mujeres. Me parece que en el cortejo no es indispensable la dilación como medio para la excitación. A veces me aprovecho de ese convencionalismo porque así, mi arrebato es percibido como sorpresa y es más fácil conquistar a una mujer. –Pues te adelanto que conmigo no te funcionará –dijo ella chocando su copa con la de él.

–Esa máscara, en la esquina superior, está hecha con granadillo negro, es una madera que no flota en el agua. La compré en Chad, la hizo una africana a quien le habían practicado la infibulación. Mira la forma de su prominente lengua. –Cierto, es un clítoris erecto, afirmó para sí.

–Sabes, las máscaras también sirven como mecanismos de defensa, por ejemplo, para anular el horror, que es inasible por ser un fenómeno inhumano; entonces en el horror el miedo no tiene propietario, no hay entidad tangible para combatir; en cambio, al terror lo podemos manejar porque es tangible, perceptible…

–Lovecraft–, dijo el doctor sonriendo.

–No entiendo–, replicó ella.

–Sí, esa diferencia que haces entre horror y terror la plasmó Lovecraft en un libro; no recuerdo el nombre.

–Yo lo dije porque me acordé de lo que sentí cuando vi La bruja de Blair a diferencia de lo que me causó Psicosis.

El tipo que se parecía a Domingo no se había ido; estaba conversando con una persona cerca de la salida. Se le miraba impaciente, como si tuviera prisa por irse. Parecía de esas personas que por educación, toleran la conversación más aburrida o los argumentos más inaceptables, antes que detener o increpar a su interlocutor.

–Ibáñez, ¿sabes por qué no me voy a quedar en tu casa, ni hoy ni ninguna otra noche?… –Sí, ya me has dicho que no te gustan los frees –la interrumpió el doctor con desenfado.

–No, me gusta la piel y la sangre gratuitas. No me quedaré simplemente porque no sabes mentir; quiero que me mientas. Una mentira no es lo mismo que un engaño. Mentir es jugar junto con alguien; engañar es jugar con alguien. Mentir es inventar, como los niños que con un par de muñecos inventan mundos, historias; engañar es distraer para lograr un objetivo ulterior, como los magos.

–Eres imposible –el doctor se enfadó y se fue rumbo a la cocina. En el camino se encontró con el tipo que se parecía a Domingo–.

–¿Por qué no vino el pinche Victor? –casi le reprochó.

–Antes de llegar me envió un mensaje, me dijo que ya estaba aquí –atajó con seriedad el tipo que se parecía a Domingo. Mintió porque de otra manera se hubiera sentido fuera de lugar, pues no conocía a nadie y sólo estaba ahí para entregarle unos documentos a Victor. Mantener latente el arribo de éste, lo hacía sentirse menos invasivo–.

Pasaron dos horas y el doctor Juan no había vuelto a hablar con Milagros. Estuvo atendiendo al resto de sus invitados, pero nunca la perdió de vista. Desde diferentes rincones la observaba como quien espera que su presa cometa una equivocación, hasta que el tipo que se parecía a Domingo la volvió a abordar.

–Sabes, además de lo que te dije hace rato, las máscaras también ayudan a que uno se sienta menos ajeno a situaciones como ésta. No conozco a nadie, pero ya eres la tercera persona con la que interactúo.

Milagros sabía que el doctor Ibáñez la miraba de lejos.

–Me gusta tu look, muy inglés; te sienta bien esta gabardina y esa corbata está muy linda –Milagros palpó su corbata y fingió arreglarla. Pareces un espía.

–Me he olvidado de quitarme la gabardina; mi traje es de sastre, de uno muy famoso que tiene su local en Shakespeare, en la Anzures –remató con soberbia el tipo que se parecía a Domingo–.

El doctor Ibáñez se acercó a ellos como boxeador en el primer asalto; lo inquietó la escena.
                                                                                                                                     
–¿Pensé que ya nos habíamos despedido? –sin preámbulos preguntó el doctor, dándose cuenta de su descortesía y para suavizarla le ofreció su vaso al tipo que se parecía a Domingo, al tiempo que éste lo tomó–.

–Es que me mandó otro mensaje Victor, que era broma que estaba acá, pero que ya está por llegar –les enseñó el mensaje, cuya hora de recepción tenía más de dos horas. –Pero sabes, prefiero dejarte los documentos que le traje porque ya se me hizo muy tarde y tengo que irme. Adiós y gracias por el trago–. De un sorbo lo agotó y le regresó el vaso al doctor, quien se sintió apenado.

–¿Y esa descortesía, Ibáñez? No te la conocía, pero no me sorprende –le dijo Milagros, mientras sonreía–. Aunque me sorprendió más este tipo que dice una cosa y hace otra; como si fuera una máscara ambulante.

–Sabes, Milagros, quitarse todas las máscaras, arrancártela es como quedarte sin argumento. Las máscaras no son visuales. Es la trama lo que las inventa. La que está en la puerta de la entrada no es la representación de un demonio por sus colores y gesticulaciones, sino porque lo dice la historia que inspiró al artesano que la hizo.

–Cuando me quedo sin nada qué decir, ya no hay máscaras; me invade un puto miedo y no sé si eso es todo lo que soy, un puto nudo de miedos desconocidos y sin nombre. Cuando estoy dando clase, soy todos los profesores que admiré; cuando estoy en la cruda, soy Carlos, porque nadie las hace tan divertidas como él; cuando estoy con una mujer, soy el amigo de la prepa que se acostó con todas.

El doctor Juan lucía vencido, cansado frente a ella; ya no había rastros de su charming smile drunk.

–¿Lo ves, Milagros?, apenas te quitas o te rompen la máscara y parece no haber nada.

–En la oscuridad todos los gatos son pardos –Milagros había tomado de la mano al doctor y lo conducía por el largo corredor hacia la habitación del fondo, donde latía la única oscuridad del departamento, donde el ruido de la música y el barullo de los invitados no se escuchaban, apenas eran una suposición. Ella lo miraba sin parpadear, mientras caminaba de espaldas y el doctor se dejaba guiar–.

–En la oscuridad el horror, de mi boca malva mamarás tu nueva personalidad; los primeros rayos de luz, la cosificarán, la harán máscara –le susurró Milagros cerca de su oreja y luego...

Le encajó la dentadura en la yugular, apretando su diafragma para ahogar un grito descomunal.

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