‒Mira a tu alrededor, observa con cuidado todos y cada uno de los
objetos y dime cuántos de ellos no tienen nombre aún ‒inquirió Felipe a su
bisnieto, Manuel‒; es más, toma cualquiera y verifica si alguna de sus partes
carece de nombre.
Manuel tomó una fotografía de Felipe y le dijo que la parte trasera no
tenía nombre, no podía llamarse foto; su bisabuelo lo sentó en su pierna.
‒La parte de atrás de una fotografía se llama dorso, dorso o reverso
de la foto en este caso.
En vano buscó algo que careciera de nombre. Su desconocimiento de muchas
palabras y cosas del mundo no le permitieron identificar algo; aún así se divirtió.
Felipe se propuso contarle una historia a Manuel para que en el
porvenir pudiera entender sin dificultad que hay cosas, ideas, fenómenos que
tienen definición y otros que no la necesitan. Creyó que de esa manera su
bisnieto podría identificar o descubrir aquello que no tuviese apelativo y lo
nombrara.
Recordó cuando nombró a cada uno de sus seis hijos y los
descubrimientos que todos esos nacimientos e identificaciones significaron en
su vida. Se preguntó si existen nombres verdaderos o falsos.
‒Te voy a contar la leyenda del Tlacuepayeccan ‒Manuel se quedó
callado, menos por la orden de Felipe que por el hecho de ser la primera vez
que escuchó esa palabra que le pareció mágica‒.
‒La gente decía que no se era un animal sino una especie de planta
marina que crecía sólo en algunos riachuelos de Morelos. Los doctores de México
dijeron que era un animal acuático porque no producía su propio alimento ‒agregó
Felipe con tono de desconfianza‒. Una vez vinieron por él, pero no pudieron llevárselo.
‒Fue allá por 1909 que se apareció el último que hemos visto. Yo
tendría unos años más que tú. En de’nantes crecíamos más rápido, estábamos más
a las vivas que los niños di’ora ‒Felipe rió satisfecho‒. Yo estaba sentado
en la orilla del río que está a la entrada de Coahuixtla; al que vamos a por
piedras, ¿recuerdas?
‒Es... casi no es, porque
parecía no tener cuerpo. De hecho sí parecía una planta marina; era como una
seda flotando nomás en el río ‒a Felipe se le dilataban las pupilas y cada vez hacía
más gesticulaciones para mantener entretenido a Manuel‒. No lo arrastraba la
corriente a pesar de su fragilidá, precisamente porque el agua lo penetraba, lo
traspasaba, como si no existiera. En las noches de luna nueva, su cuerpo se
volvía blanco como algodón y brillaba.
‒Cada domingo, todos los chamacos del pueblo íbamos a sentarnos cerca
del río y esperábamos que el Tlacuepayeccan se moviera; pocas veces ocurrió. Hubo
lapsos en los que parecía disolverse en el agua; como humo se dispersaba, pero
al cabo de unos minutos retomaba su forma de pedazo de seda ondeando en el
viento.
‒Un día, antes del anochecer, me quedé solo. Se me ocurrió aventarle
una piedra. El Tlacuepayeccan desapareció. Me asusté y me fui corriendo a casa.
Esa noche no cené; el hambre se me fue del susto, porque aunque la gente no
estaba al tanto del Tlacuepayeccan, sabía dónde encontrarlo; todos nos habíamos
acostumbrado a él. Creo que lo importante era la idea de saber que estaba ahí, como
el día y la noche, que los aceptamos, pero cualquier alteración a su ritmo sería
mortal.
‒A la mañana siguiente no quería salir de casa, pero mi madre me llevó
al nixtamal para preparar las tortillas. Nadie parecía haber notado su
ausencia, pero aún estaba por amanecer. Luego escuché decir a alguien que el Tlacuepayeccan
había crecido. Cerca del mediodía fui a verificar su tamaño y era verdá ‒Felipe
parecía revivir esos momentos; ya no le preocupaba la atención de Manuel.
‒Una vez lo vi alimentarse de una tortuga; ¡sí, te lo juro!, aunque
parezca una locura. Yo mismo pensaba que se alimentaba de pequeños peces. La
tortuga caminó en el fondo del río; la corriente era suave. ‒más que un cuento,
parecía un monólogo y Manuel empezaba a cabecear, tenía sueño‒. Vi que ella y
el Tlacuepayeccan estuvieron largo tiempo cerca sin moverse. Ella se le acercó
y se ocultó en su concha; él hizo el resto.
‒Luego de un tiempo vino la guerra y empezaron los balazos en el sur, en
el centro y el norte del país; igualdá y tierra para trabajar, retención del
poder y la ambición, motivaron todo eso.
Pero yo desde niño era curioso. Días antes de irme con mi General Emiliano
Zapata, empecé a despedirme del Tlacuepayeccan para recordarlo bien por si me mataban.
A los 14 años los niños de entonces ya sabíamos lo que significaba morir, pero
no entendíamos la muerte; sabíamos decidir pero no entendíamos el azar.
Sabíamos muchas cosas que los niños de ahora no. Yo empecé a entender algo de
la vida ya de viejo.
‒Otro día se vino la crecida del río; fue enorme ese año. Todos comentaron
cosa inusual. En cuanti’pude, corrí al río como si de mí dependiera la vida del
Tlacuepayeccan. Ahí estaba él, ileso y sobrepuesto a la fuerte corriente y más
imponente que nunca. Ya no parecía una seda ondeando en el viento, sino un
animal con órganos, huesos y demás. No tenía forma de nada, pero había
cambiado, quizá para resistir la corriente; acaso la presión del agua lo
cambió; tal vez no moverse de lugar era parte de su vida y para mantenerla era
necesario cambiar.
‒Nunca ningún Tlacuepayeccan ‘bía cambiado de forma ni crecido. Como decía,
mi curiosidad me llevó a enterarme de muchas cosas. Una mujer, la Valentina, me
dijo que mi General Emiliano Zapata cambió de un día para otro y jamás volvió a
ser el mismo, y que nunca dejó de ser desconfiado, cosa que lo mantuvo con vida
mucho tiempo. Hasta ahora que te cuento esta historia, pienso que el Tlacuepayeccan
y mi General tuvieron muchas cosas parecidas.
‒Luego’e su muerte y de que empezaron a calmarse los balazos, regresé
a mi pueblo, a este lugar. Fui a buscarlo, desde luego; no lo vi. Me aterré.
Pregunté a los vecinos, pero ya se empezaban a acostumbrar a su ausencia; “ya
vendrá de nuevo”, me dijeron. Sentí un enorme desconsuelo. Me dolió tanto como
la muerte de mi General y con esa pena me quedé dormido.
‒Desperté creyendo que todos eran unos embusteros, que seguíamos
peleando por nuestras tierras y que el Tlacuepayeccan estaba ahí. Corrí hacia
el río, pero fue inútil. La corriente estaba algo fuerte. Quise creer que se había
transformado en el río; cosa imposible, me resigné. Esperé diez noches a la
luna nueva para ver si por su brillo y color lo reconocía en algún árbol de
mango o en la hierba.
‒Llegó al fin esa noche, la más oscura ¿que he visto? en mi vida, y
reconocí los restos del Tlacuepayeccan en el firmamento. Había estallado en
miles de millones de puntos que brillarían siempre y desde entonces sólo durante
las lunas nuevas. Sentí alivio y felicidá en esa oscuridá, donde ni mi cuerpo alcanzaba
a distinguirse; mi honda respiración era la única prueba de mi existencia. Fui gigante
y quise abrazar el cielo para juntar sus restos; no pude.
Manuel ya estaba dormido, pero alcanzó a escuchar la mayor parte de la
historia. Soñó que era la tortuga que el Tlacuepayeccan se había comido y que
éste, bajo el agua, le decía que no tenía nombre y que era importante que lo
tuviera, que si él quería nombrarlo. Manuel arguyó que no sabría cómo hacerlo, pues
no lo conocía. Luego de decir esto, el animal se lo tragó.
Manuel supo que se había convertido en el Tlacuepayeccan y sintió cómo
se venía la crecida del río y entendió que era necesario cambiar para sobrevivir.
Ahí se enteró que no había vuelta atrás, que el río embravecido era una
condición ineludible para su existencia. Supo y aceptó su nombre para siempre,
quiso pronunciarlo; antes de hacerlo despertó.
Su padre lo llevaba en brazos y vio a su bisabuelo alejarse. Le gritó
‒¡bisabuelo, ¿por qué no hay más Tlacuepayeccanes en el mundo?! ‒Felipe dio
media vuelta y lo miró ‒¡El nombre lo acabo de inventar, nunca tuvo uno; nadie
quiso ni se atrevió a nombrarlo jamás! Te conté la historia para que tú le
dieras nombre a algo que no lo tiene. Hazlo y luego me lo dices.
Esa noche de luna nueva, Manuel vio por última vez a su bisabuelo. No
pudo dormir de camino al hotel. A través del quemacocos, pudo ver el
firmamento; es probable que haya visto lo que su bisabuelo un siglo atrás.
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