jueves, 20 de enero de 2011

Te recordaré hasta el día en que me digas con palabras lo que sientes por mí

La anécdota que estoy por relatarles me la contó Ricardo La Fortuna, un argentino que radica en México desde finales de los setenta. Me la refirió durante los tres últimos sábados de noviembre del año pasado, en el Quebracho que se encuentra en el cruce de Río Guadalquivir y Río Lerma.

Peralta, mi novia, iba a entrevistarlo para completar la elaboración de un libro que trata el tema de la inmigración argentina y distingue la derivada de la persecución política de la dictadura de Jorge Rafael Videla y la que se originó a partir de la crisis económica de 2001 en Argentina; La Fortuna era un inmigrante híbrido si se asume que la inmigración de la década de 1970 tuvo un alto perfil académico y, la de principios de este siglo, se caracterizó por ser publirrelacionista o dueña de negocios, principalmente restaurantes –Y futbolistas–. Pues bien, él es Doctor en Sociología y socio de esta cadena de restaurantes. Peralta se había retrasado a causa de la lluvia y el tráfico, y opté por esperarla adentro. Estaba lleno, busqué al entrevistado y el host me indicó el lugar. La Fortuna ya estaba ofreciéndome un asiento a su mesa.

–Hey, che, ¿cómo te llamás? –Me dijo con ese acento que ya había dejado de ser argentino pero que también se negaba a mexicanizar.

–Me llamo Victor Castillo, ¿y tú? –Le dije automáticamente, esperando que Peralta no tardara tanto.

–Ricardo La Fortuna, servidor –Me extendió su mano.

–Concepción no debe tardar en llegar, hay mucho tráfico y la…

–No te preocupes, acá la esperamos al calor de unos tintos.

Mientras llenaba mi copa, empezó a contarme una historia de amor que había tenido, por lo menos, uno de sus desenlaces en la misma mesa que estábamos. Como los grandes charladores, no esperó a que le preguntara algo, lo cual no me incomodó. Lograr esto es un arte sutil y frugal, es como encantar con la voz mientras con las manos se crea distracción; no son necesarios los aspavientos ni levantar la voz, basta un ligero movimiento de muñeca hasta ocultar el dorso de la mano y menguar una mueca labial hasta transformarla en una sonrisa de complicidad.

Cuando los conoció, Natalia Grazianni y Raúl Alcaraz eran novios y vivían muy felices. Una de esas parejas bonitas a las que todo les sale bien, que siempre se ve bien y que a todo mundo cae fenomenal. A veces, según La Fortuna, daba la impresión de que ese par era producto de guionistas de teleserie estadounidense.

–Hace casi siete años empezaron a venir con regularidad. Recién habíamos aperturado y ellos ya eran clientes frecuentes. Che, ella tenía la cara de Farrah Fawcett y el cuerpo de Sofía Loren, impresionante. Alcaraz era un tipo agradable.

–Al poco tiempo, nos enteramos que vivían acá cerca, sobre Lerma. Nos hicimos amigos; bueno, más de él que de ella.

–Tenían muchos planes para el futuro. Se referían a estas fechas, seis o siete años adelante. Querían tener hijos, comprar una casa en el sur de la ciudad y hacerse viejitos juntos. ¡Mirá, Victor!, que cuando te digo esto último es verdad; en verdad querían hacerse viejitos juntos. Debiste haber observado su mirada cuando hablaba de ella. Su rostro cambiaba por completo, parecía un adolescente y hablaba con más intensidad.

–Una o dos veces al año viajaban por el país, eran muy aventureros –La Fortuna hablaba y hablaba cual bardo–. Traían cientos de fotos y de anécdotas. Durante una o dos noches nos las contaban. Hablo en plural porque acá, en ese tiempo se la vivía un viejo amigo canadiense. Algunas veces las reuniones se hicieron en casa de Raúl y Natalia; otras, en la de este amigo, Walker Roads, o en la mía.

–El amor se nota, Victor, no puede camuflarse; si no sale por los ojos o la boca, lo hace por las manos o los pies. Un roce por debajo de la mesa o bailar una piecita de Sosa o Cadícamo.

–Natalia era excelente guitarrista y la invitaban a dar recitales a diferentes países, particularmente en Sudamérica. Pero como bailarina de tangos era fenomenal. No era Marta Aín, pero la raspaba, diría mi abuelo.

Inesperadamente, La Fortuna se desvió del tema; acrobacia que todo buen conversador domina. Argumentó sobre la democracia mexicana. No quiero aventurarme mucho –dijo susurrando a manera de mofa– por temor al 33.

Miré mi reloj, volteé a la calle y vi que Peralta llegaba diciéndome con la mirada que el pinche tráfico había estado del carajo. Mi distracción interrumpió a La Fortuna. Se dio cuenta de que la entrevistadora llegaba y con habilidad pidió otra copa, mientras se hacían las respectivas presentaciones.

La entrevista fue corta y puntual, no más de 45 minutos. La Fortuna no se quedó con las ganas y quiso continuar con la charla interrumpida acerca de la democracia en México.

–El problema es que los mexicanos no disfrutaron el inicio de la democratización política en el país. Cuando Cárdenas llegó a la Jefatura del Gobierno de la Ciudad de México, de la capital del país, fue como si no se hubiesen enterado. La democracia no sólo es una palabra o una forma de gobierno, che. Es, por sobre todas las cosas, una fiesta.

–Si la gente no se siente parte de la fiesta y asiste, no hay tal. En la democracia pasa igual, no basta con ir a votar, se tienen que vivir los resultados de esos votos. Tres años después con Fox, se vivió algo parecido…

–Ricardo –lo interrumpí con algo de pena– nos tenemos que ir. Pero ¿qué te parece si la semana que entra continuamos?

–Muy bien, jóvenes, hasta la semana que entra. Gusto en conocerla –Se despidió de Peralta tomándole su mano mientras le besaba el dorso de la misma.

Pude no regresar, total, La Fortuna seguiría contando su historia a quien sea. Lo que pudiera decirme sobre la historia de Natalia y Raúl, sería algo recurrente en las parejas, y sobre política mexicana poco podría enseñarme.

Llegó el siguiente sábado; Peralta estaba de vacaciones con sus amigas en alguna playa del sur del país. Yo estaba anclado, terminando la tesis de la maestría. Siete de la noche, sin nada qué ver en la tele; las películas aún las tenía empacadas en unas cajas. Decidí tomar un taxi que me llevara al cruce de Guadalquivir y Lerma.

La Fortuna estaba en el mismo lugar que una semana atrás. Me apeé frente a él; se levantó, y como si fuéramos amigos de toda la vida me saludó con un largo abrazo.

–¡Victor, te estaba esperando! Mesero, una copa para mi amigo.

Brindamos por el reencuentro, por el azar y la voluntad de querer contar y escuchar. Luego de una serie de intercambios de opiniones. Quise retomar la charla donde nos habíamos quedado.

–Me estabas explicando sobre algo la democracia, de cuando llegó Fox a la presidencia.

–No, Victor, las cuestiones políticas salen sobrando esta noche ante la historia de Natalia y Raúl. Te dije que se querían mucho, que se amaban. Lo que no te conté es que un día tuvieron un accidente. Iban rumbo a Sonora y en algún lugar de la carretera su auto se volteó. No se murieron, pero ocurrió algo que si no fuera cómico sería trágico. Ambos quedaron con amnesia, pero una muy peculiar porque a los tres días recordaban absolutamente todo, menos su relación. Era curioso platicar con Natalia y darse cuenta con qué claridad recordaba sus estancias en este restaurante, mis conversaciones, pero no la compañía de Raúl. Recordaba sus viajes, sabía que había ido acompañada pero no recordaba por quién.

–Pero, ¿será posible?, Ricardo o ¿me estás tomando el pelo? –Le dije burlonamente.

–No, en verdad. Unos días después le llevé unas fotos al hospital y no recordaba a Raúl. Estuvo muy consternada por esa razón, por lo cual se quedó una semana más internada. Por su parte, Raúl tampoco guardaba recuerdo alguno de ella, por lo que pronto se fue a casa de sus padres a recuperarse debido a que también lo aturdía no poder recordar nada respecto a Natalia. Aquéllos ya habían comunicado lo sucedido a los Grazianni, quienes volaron desde Argentina y de inmediato se instalaron para crear un ambiente propicio a la recuperación de su hija. De hecho, se mudaron frente al edificio de Raúl. A los meses, éste había regresado a vivir a su departamento.

Me costó trabajo creer aquello, no hasta que Juan, novio de mi prima, y que funge como el Doctor Gregorio House de la familia, confirmara que ese tipo de amnesias eran posibles.

–Pasaron semanas y meses, acaso un par de años, y este par no lograba recuperar esa parte fundamental de su vida. Algunas veces los llegué a ver saludándose en la calle con amabilidad, porque sus respectivos padres los presentaron, con la finalidad de probar si conocerse podría ayudarlos a reconocerse. Cada vez que se despedían, Raúl solía esperar unos segundos antes de voltear a verla. Ve tú a saber lo que él pensaba en esos momentos, porque volteaba a verla y se le quedaba viendo como si la reconociera, pero esto es sólo una impresión personal –Al decir esto, La Fortuna se cruzó de brazos por primera vez–. Cuando veía eso, che Victor, realmente me parecía increíble la desigualdad con que se distribuían los recuerdos de su mundo, es decir, ¿cómo la vida podía permitir algo atroz como eso?

–A ver, che Victor, hazte un poquito hacia atrás y ve lo que está escrito en el borde de ese lado de la mesa –Me miró retando mi mente con lo inaudito.

Me incliné hacia atrás un poco y me sorprendió ver una oración escrita, como si hubiera sido grabada con algún metal; decía: “Te recordaré hasta el día en que me digas con palabras lo que sientes por mí.”

–Por supuesto –Me dijo complacido–, es el estribillo de un tango de Cadícamo. ¿Quién crees que la escribió?, che Victor.

–No lo sé… ¿tú?

–¡No, fue ella, Natalia! –Me dijo abriendo los brazos y la sonrisa, como si me develara el secreto de un gran truco– No me percaté hasta que me dio interés ver y sentir lo que ella cada vez que se sentaba ahí, porque siempre escogía el mismo lado de la mesa. Un buen día me senté y fue entonces que al estarme moviendo y contorsionando, como buscando un ángulo preciso, vi escrito la palabra “Te”. Tres semanas después, cuando repetí la operación, vi que ya había otras dos palabras “Te recordaré hasta”. Estaba casi seguro que era ella quien escribía, porque era el mismo lugar que solía ocupar Raúl cuando venían juntos. Era como si quisiera compartir, inconscientemente, con él, un recuerdo brumoso o un olvido brioso. Como si detectara que había una distribución de recuerdos y olvidos desproporcionada y quisiera cambiar todo eso.

–Che, ¿te has puesto a pensar que esa palabrita “distribución” da muchos problemas?

–A veces me da por pensar que algunas personas son absolutos avatares de sus respectivos países. Ciertos individuos logran encarnar la buenaventura o desgracia de sus pueblos; luego, uno ya no sabe quién rige a quién –El rostro de La Fortuna se tornó umbrío, pero abruptamente recobró la enjundia–.

–Sí, Ricardo, y ocurre en todos los ámbitos. Por ejemplo, en economía, en los sesenta el 20 por ciento de los habitantes más pobres de América Latina, se quedaba con menos de cuatro por ciento del ingreso generado en la zona; el 20 por ciento más rico, con casi 67 por ciento. Treinta años después, en los noventa, el 20 por ciento más pobre se adjudicaba un poco más, siete por ciento del total del ingreso; en cambio, el 20 por ciento más rico se quedaba con 53 por ciento del mismo. La distribución de la riqueza, en este caso, está detrás de casi todos los problemas sociales.

–Con estas iniquidades, ya no digo inequidades, y sus consecuencias es muy difícil que la democracia sea efectiva, ¿no es cierto, che?

La Fortuna había vuelto a cambiar de tema –Aunque esta vez con mi complicidad–, no quise perder el hilo de la narración de lo que pasaba con Natalia. Sin embargo, ya era tarde y tenía que irme.

A diferencia de la semana pasada, a partir del lunes ya estaba ansioso por conocer el resto de la historia. Llegó el día y Peralta deseaba que fuéramos al teatro. La convencí de ir el domingo, y que mejor nos viéramos más tarde, el mismo sábado, para ir a algún otro lado. Le chocó la idea de que fuera a “perder mi tiempo” con La Fortuna –No creo ni una sola palabra de lo que te cuenta; eres muy crédulo, Victor, me insistió por el móvil antes de colgar–.

Arribé al restaurante y, sin pedir permiso, me pasé hasta donde estaba La Fortuna. Nos saludamos, conversamos algo acerca del clima y de la guerra injustificada de Calderón contra el crimen organizado.

–¿Che ya viste el diario?, que dicen que se requiere un nuevo pacto social. Mentira, con este o cualquier otro pacto social va a ser lo mismo. Antes que nada es menester que la educación y la cultura las cambiemos, para que éstos se materialicen en las instituciones gubernamentales y entonces pueda tener sentido hablar de un nuevo pacto social. No es que las instituciones sean débiles o corruptas –La Fortuna galopaba cuando hablaba–; son los individuos que las integran quienes han visto vulnerados, desde la infancia, sus hábitos y pautas de conducta, es decir, su ética y moral en función de la eficiencia y la eficacia neoconservadora que han aprendido desde la primaria y perfeccionado en las universidades de “prestigio”. El resultado es un famélico amor por su patria y sus compatriotas.

–Ya lo creo Ricardo, es un problema que va para largo –Le dije secamente para pasar al tema que me interesaba.

–Ricardo, volviendo a lo de Natalia. Pudo haber sido alguien más quien escribiera sobre el borde de esta mesa; no era la única que aquí se sentaba.

–Lo mismo pensé, Victor, pero fue a partir de la cuarta palabra que empecé a mirar después de que ella partió y, lotería, siempre apareció una nueva palabra cada vez que terminaba de cenar. El quinto sábado vi de lejos cómo escribió “día”.

–La séptima noche cené con ella. Me platicó que daría un recital en Antioquia, Colombia, el próximo martes. Mientras me explicaba algunos detalles de su viaje, presencié cómo escribía sobre el borde de la mesa. Colocó su brazo izquierdo sobre la mesa para cubrir los trazos que discretamente realizaba con su mano derecha. Al escribir, parecía que sus ojos estaban en trance, pero su boca no; parecían dos personas: la que miraba como la luz de un farol y la que hablaba con precisión. Comprobé su belleza que se perdía en una bruma de desesperación. Por alguna razón lucía alterada.

–¿Y qué pasó con Raúl, acaso él no iba seguido al restaurante?

–Con él ya nada fue igual. Incluso llegué a ver cómo evitaba encontrarse con Natalia, como si le debiera alguna verdad, algunas explicaciones. Seguía viniendo al restaurante sólo o acompañado, pero nunca se sentó en este lugar.

–El día que escribió la palabra “sientes” ya no tenía ese cariz de desesperación; Natalia se veía abatida por algo, con una mirada que transmitía desesperanza; sin embargo, su plática era de talante distinto. Esa noche me comentó que se iba de México, que le habían ofrecido un puesto muy importante en Antioquia. Que en un par de meses volaba para Colombia. Estaba contenta y emocionada, pero en el fondo de su ser, che Victor, había desesperanza.

–No vas a creer lo que sigue –Me dijo con un tono misterioso al tiempo que vaciaba su copa con de un trago–. La penúltima semana, vinieron a cenar juntos. Yo, como siempre, estaba sentado en esa mesa de enfrente. Pensé que se recordarían por fin. Incluso pusimos música de fondo, canciones que los dos solían escuchar cuando estaban juntos.

–¿Qué pasó?, Ricardo no te quedes callado.

–Paciencia, che, que tengo que servirme, primero, otra copa de tinto.

–No sé leer los labios, pero la charla fue muy buena porque no pararon de reírse; se fueron hasta que cerramos el restaurante. Hubo dos momentos en los que pensé que ella lo estaba recordando todo. El primero fue cuando lo tomó de la mano, previo a la cena; el segundo, cuando se despidieron. Se miraron a los ojos casi un minuto sin decirse nada. Natalia tenía una mirada feliz, de corazón complacido. Pero igual no pasó nada.

–La última semana que ella vino al restaurante fue también el día que escribió la última palabra: “mí”. Estuvo muy poco tiempo, estaba acatarrada. Nos despedimos con una charla de no más de media hora; yo sabía que estaba muy deprimida, aunque ella se lo atribuía a la nostalgia que ya empezaba a sentir por México.

–Pocas semanas después partió para siempre –La Fortuna colgó su mirada, su ánimo y un suspiro de una lámpara inexistente.

Vibró mi teléfono móvil; mensaje de Peralta: Sólo voy a estar una hora más en el Milán, si no llegas me voy. Enseña tu IFE en la recepción.

–Ricardo, tengo que irme; me surgió un imprevisto. Pero estamos en contacto, aún me quedan algunas incógnitas respecto a esta historia.

–Any time, querido –Me dijo mientras me daba tremendo abrazo y saludaba a alguien que llegaba.

–Mira nada más quién llegó de no sé dónde, viejo rufian, ¿Cómo has estado? –La Fortuna miraba y proporcionaba otro gran abrazo a un tipo muy alto, pelirrojo, con una personalidad escandalosa, por decir lo menos.

–Mira, che Victor, antes de que huyas, te presento a Walker Roads; el amigo canadiense que también compartió amistad con Raúl y Natalia.

–Mucho gusto Walker –Le dije mirando el reloj, anticipando una disculpa por no poder quedarme más tiempo.

Llegué al hotel apenas con un par de minutos de sobra. Ella ya se estaba revistiendo cuando entré.

–Pensé que no llegarías, mi vida –Me dijo con su sonrisa inquietante.

–Estaba con Ricardo, me terminó de contar la historia de Natalia y Raúl.

En menos de 10 minutos le conté a Peralta el desenlace; incluso la llegada de Walker Roads. Para ella, no había historia maravillosa sino un lejano acto de desamor y cobardía.

En la versión de Peralta, Raúl era Ricardo La Fortuna y a los pocos meses recordó absolutamente todo –Me dijo mientras se volvía a desnudar con parsimonia–. Desde antes del accidente ya no amaba a Natalia, incluso pudo haber estado dispuesto a terminar la relación; sin embargo, el accidente y sus secuelas le cayeron de perlas, pero esto lo aprovechó sólo hasta que él fue capaz de recobrar su memoria –Peralta hablaba del asunto como si hubiera memorizado una novela–. El resto del tiempo estuvo jugando con todos. Si a leguas se nota que es todo un charlatán, buena persona, pero charlatán.

Me recordó que en la entrevista que le hizo a Ricardo La Fortuna, se dio cuenta de inmediato que era de las personas que les gusta alardear y frecuentemente inventar. Por ejemplo –Me dijo como instruyéndome–, cuando habló de sus logros, ¿recuerdas cómo se daba baños de gloria por haber sido el autor intelectual del nuevo concepto de librerías en el país, cuando, a sugerencia suya, Achar y Nudelman inauguraron Gandhi? Es más, te apuesto a que Natalia también recuperó la memoria, pero ya no lo quería para entonces, y él, con su ego, no fue capaz de admitirlo ni asimilarlo.

Intenté defender la reputación de La Fortuna, pero antes de ello, vi caminar por la habitación a Peralta, tenía el cuerpo cubierto con una sábana. Rodeó la cama y desde el otro extremo, cual mariposa, extendió esas alas blancas de algodón y con esa mirada de fuego y rabia que suele poner en tales circunstancias, me dijo.

–Olvídate de todo, mi vida. Esta noche te voy a enseñar lo que es tu verdadera fortuna.

Apagué la luz. La desnudez de Peralta estaba apenas iluminada por un farol de la calle que estaba frente a la ventana del cuarto y fue como mirarla con los ojos de Príapo. Me desnudé y me metí a la cama con ella. No cerré las cortinas, quería que la ciudad observase que no sólo lo absurdo, la sangre y lo injusto se fraguan en su oscuridad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Vick: mira que eres bueno para eso de los amores imposibles y la nostalgia. Me encantó tu relato-cuento.
Saludos.
ATTE: Peralta

Victor Castillo dijo...

Peralta:

Habrá que ir olvidando eso de que si no es imposible no es amor, o por lo menos dejarlo pa los textos, jejejeje...

Qué bueno que te gustó.

Abrazo.

Anónimo dijo...

Solo son imposibles cuando uno mismo así lo desea...MC