–Andere, ¿no te ha pasado que despiertas casi diario o algunos días de la semana con la sensación de que te falta algo? Y pienso que no es una mujer puesto que no estoy casado ni he vivido en pareja. Me incorporo sobre la cama y en el librero veo mis libros; en el buró la cartera y mis amuletos; Quisi raspa con sus garritas la puerta de la alcoba para avisarme que tiene hambre, y poseo mis memorias y mis planes. Aún así, en esos días siento que me falta algo o más bien que me han quitado algo que era mío.
–Entiendo de lo que me hablas, Alonso, pero no me ocurre tan seguido. Escucha, tengo las películas que comentamos la vez pasada. ¿Por qué no nos vemos hoy para comer? Te voy a llevar a un lugar excepcional en el centro.
–Me parece perfecto, Andere.
–Bueno, a las tres en la esquina de Donceles y Chile. Sé puntual, cabrón.
–Sale, ciao.
Alonso puso el celular sobre el buró y miró su habitación. Era, nuevamente, uno de esos días en donde la sensación de pérdida lo abrumaba.
Fue a la cocina para darle de comer a su mascota que, en respuesta al sonido de las croquetas, le untaba todo su pelaje a la altura de los tobillos.
Sonó el teléfono. Alonso dudó en responder; miraba el aparato como si una trampa lo aguardara. Finalmente contestó.
–Alonso, acabo de hablar con Andere; me dijo que van a comer en el centro. También voy a ir y de paso te llevo los libros que me prestaste.
–¿Qué onda, Pinzón? El que me interesa, porque quiero releerlo, es el de Stapledon.
–Ok, sí, también te lo llevo. Allá nos vemos.
–Perfecto, te veo más tarde.
Andere y Pinzón eran los mejores amigos en la vida de Alonso, los conocía desde el CCH y ahora se sentía afortunado porque desde medio año atrás, había vuelto a tener una relación estrecha con ambos. Y en verdad era una gran coincidencia porque Andere tenía años radicando en Cancún y Pinzón en Madrid. No había reparado en esa sincronía fraternal y cayó en la cuenta de que también por esas fechas empezó a tener esas rachas matinales de insatisfacción y las jaquecas.
Se paró frente al espejo largo del cuarto de baño y sintió ese dolor de cabeza, previo a la ducha. Sonrió y abrió la regadera. Mientras se bañaba, se percató que esa momentánea jaqueca representaba el final de esa sensación de hurto con la que seguido amanecía.
Darse cuenta de algo, descubrirlo, son golpes que reafirman la personalidad, la identidad. Alonso dejó de cantar y cerró las llaves del agua; pensó: Ya sé por qué tengo esa sensación por las mañanas. Al rato lo platico con Andere y Pinzón.
Diez minutos antes de las tres de la tarde, Alonso ya estaba impaciente en el lugar acordado, y sus amigos no aparecerían pronto. Desde que terminó de bañarse, creyó saber que aquella mujer que Pinzón le presentó en su fiesta de bienvenida a México, era la causa y solución de sus estados de ánimo de las mañanas; no logró retener su nombre, pero sí su cara y sus caderas; su flacura y los largos dedos de sus manos. Esa vez, quizás, había platicado con ella poco más de un minuto porque se retiró.
Recordó que una semana después de haberla conocido, la encontró nuevamente en una reunión de amigos de la universidad, en una cantina, La Camelia, al sur de la ciudad. Él intentó conversar con ella, pero la notaba con una alegría sospechosa, lo cual le extrañó. Incluso sintió que sería demasiado fácil llevarla a la cama, lo cual le pareció poco tentador; terminó coqueteando y yéndose con una de las meseras.
Un par de semanas después la vio al salir del edificio de la revista para la que trabaja. Ella le dijo que iba a buscar a una amiga que trabajaba ahí y se despidieron rápidamente. Alonso pensó que en definitiva la traía loca; quizás fue eso lo que ocasionó que dejara de fijarse en ella.
Cinco minutos para las tres. Desesperado, abrió un libro que llevaba, pero lejos de leerlo, se hundió en otro episodio en donde volvió a verla. Fue en el cumpleaños de Andere, hacía como tres meses. Una reunión formal en casa de los padres del festejado. Ella asistió acompañada de su madre y su hermano. Rememoró que tuvo una charla muy cálida con sus familiares; con ella platicó poco porque se empezó a sentir un poco mareada y la llevaron a dormir a una de las habitaciones.
Evocó que la madre y el hermano lo miraron mucho durante toda la velada; él se percató de ello, pero no dijo nada porque lejos de molestarlo, le agradaron esas miradas receptivas, de esas que esperan y esperan con paciencia. La interlocución con ellos le pareció interesante, distante porque no hubo tuteos; sin embargo, sus palabras no coincidían con esas miradas que sintió como brazos abiertos.
Le vino a la mente que cuatro meses atrás, se había ido a San Miguel de Allende a elaborar un reportaje para la revista. La encontró sentada tomando una limonada en Las Coronelas. Conversaron cerca de una hora, pero su charla le pareció si no aburrida, sí poco estimulante; además ni fumaba ni tomaba, lo que le hizo pensar que era una mujer muy recatada y medio moralina. Sin embargo, le gustaba mucho físicamente y había algo en sus ojos que no entendía, casi un acertijo. Era una presencia veraniega, para disfrutar.
Conducidos por Andere, llegaron al número indicado de República de Chile; Alonso tuvo una extraña sensación de soledad, más intensa que las matutinas. No sintió miedo pero sí mucha inseguridad. Chile 62 era la entrada a una vieja vecindad, descuidada a primera vista. Dudó en seguirles el paso a sus amigos, pero finalmente cruzó la verja.
Sus amigos lo miraron y antes de subir las escaleras, lo esperaron. Mientras les daba alcance, empezó a sentirse tranquilo porque en la mañana había descubierto la causa de sus diurnos malestares. Todo era cuestión de preguntarle a Pinzón su nombre y contactarla. Además, simpatizó con sus familiares, todo era perfecto. Empezó a caminar con mayor ánimo y confianza, con un optimismo que le vino de esa gallarda virilidad que sólo se inflama con la mujer que se quiere.
–Pinzón, dime, ¿cómo se llama la chava que me presentaste en tu fiesta de bienvenida?
–Se llama Maritza… ¿Por qué?
–Es que me encanta, simplemente me encanta y creo que ella es la respuesta a mis males matutinos, esos que les he estado contando en estos meses. Quiero conocerla.
Andere y Pinzón detuvieron su fluido ascenso por las escaleras y se miraron entre sí. Voltearon a ver a Alonso que, escalones abajo, los conminaba a terminar de subir. Mientras ascendía, iba notando que los departamentos de arriba estaban arreglados y pintados. Llegaron a una puerta verde con el número 202, sobre la cual estaba pegada una hoja con el menú de la semana. Tocaron el timbre y mientras les abrían, discutieron los diferentes guisos.
Abrieron la puerta. Alonso redescubrió la mirada más hermosa que había visto en su vida. ¡Era la mujer, era Maritza! Observó que saludaba de beso a Andere y a Pinzón; en realidad, vio que su nariz alargada le daba un porte de elegancia que no había notado, aunque la percibió más embarnecida de lo que esperaba. Entonces recorrió con la mirada su cuerpo y se detuvo en su vientre. Alonso descubrió que estaba embarazada. Sintió que le apagaron las luces a la nave industrial que trabaja del lado izquierdo de su pecho.
Luego, miró la mano izquierda de Maritza y vio en su dedo anular un anillo: No puede ser, también está casada, pensó. Pasó y la saludó; depositó en su mejilla un beso cansado y sus marchitas esperanzas por conquistarla.
Antes de llegar a la mesa, en donde ya lo esperaban sus amigos, Alonso tuvo un leve mareo, se detuvo y se llevó la mano a la frente. La madre de Maritza, le preguntó si se sentía bien. El recobró la postura de inmediato y le dijo que no era nada. Prosiguió al comedor.
–Cabrón, ¿por qué no me dijiste que era casada y que estaba embarazada? Puros pinches ridículos me haces hacer… –Alonso increpó a Pinzón.
–Pues me acabas de preguntar, yo qué iba a saber que te interesaba… –Le reviró de inmediato.
Cuando terminó de discutir, malhumorado por la sorpresa de saber que Maritza estaba comprometida, volteó a examinar el lugar y se quedó maravillado. Pensó que antes de cruzar el zaguán jamás se hubiera imaginado que El Comedor, tuviera una ambientación rústica, con buen gusto y estilo.
Fue como descubrir un secreto.
Pero no fue sólo eso, también se quedó estupefacto al leer el menú. De inmediato supo lo que quería, e incluso lo recomendó a sus amigos.
–La ternera en salsa de jitomate y albahaca, está deliciosa; sin embargo, creo que a ti, Pinzón, te gustará más la Pechuga rellena en salsa de estragón –Alonso se quedó preocupado.
Se preguntaba cómo es que estaba recomendando los platillos de un sitió en el que no había comido nunca. Se quedó mirando una pecera; luego, una fuente sin agua. Volteó a la derecha y vio una barra con diversas botellas. Vio pasar a la madre y al hermano de Maritza. Estaba tan pensativo que no se percató que Andere y Pinzón lo habían dejado solo en la mesa.
Sintió un temblor en el pecho, tal vez quería llorar, pero no había lágrimas ni tristeza. Sintió unos calos fríos que le recorrieron por la espalda hasta el cuello. Un impulso del pasado lo hizo levantarse violentamente; tiró la silla. Extendió sus manos lateralmente como buscando el equilibrio. Buscó asirse a la realidad, al presente, parecía que tuviese miedo de que una corriente temporal lo arrastrara lejos de ahí. Alonso abría y cerraba sus manos y no lograba agarrar algo que lo hiciera sentirse parte de todo eso; entonces, Maritza lo agarró de la mano derecha.
–Ven Alonso, siéntate en esta banca conmigo.
Él, involuntariamente, se había sentado con ella. Estaba atónito. En su mente emergía un pedazo continental que estaba cambiando, continuamente desde hacía minutos, su mundo. No podía asimilarlo, todo era tan rápido y tan grande; intentarlo sería una empresa imposible como aquella de quienes pretenden definir el cambio en tránsito.
Maritza lo miraba con un amor que él era incapaz de comprender o de aceptar; se sentía ridículo, pero no pudo evadir ni las palabras ni los ojos de ella porque le transmitían una sustancia etérea y codificada que sólo se aprende y aprehende de dos en dos.
–Tú y yo nos conocimos hace casi un año. Viniste tres días seguidos; el cuarto, me invitaste a salir. Los dos veníamos de rupturas dolorosas. Yo me iba a casar; luego rompí con Manuel por muchas razones. Tú estabas tratando de olvidar a una mujer que te rompió el corazón; te había engañado por mucho tiempo –Maritza más que explicarle parecía que buscaba convencerlo– Pero también me dijiste que para ti, mi cara era un atardecer del estío porque sentías que nada te faltaba. Tenías el sol de mis ojos, el viento de mi aliento, la música de mi voz, el suave aroma frutal de mi piel y que sólo aspirabas a tener mi humedad y mis aguas. Luego me lo escribiste en una servilleta. Mírala.
Alonso reconocía su letra, pero no podía recordar cuándo ni dónde la había escrito. Sintió que caía lentamente por una resbaladilla y que se quedaba varado a mitad del camino.
–La tercera vez que salimos, pasamos la noche juntos. Fue la primera vez que me sentí tu mujer. También fue cuando me empecé a alejar de ti porque me conflictué –Maritza miraba al suelo con desconsuelo– Apenas unos meses antes de estar contigo, me empezaba a sentir la esposa de Manuel… de otra persona. Entonces, cuando te conté el motivo, me tomaste de las manos, me miraste fijamente a los ojos y me dijiste: ser o sentirte la esposa de alguien es un papel, un apelativo, se puede disolver. Eso no sirve de nada si no te sientes la mujer de él; en cambio, tú me has dicho que te sientes mi mujer, eso es lo que sustenta las relaciones, la honestidad que narra la coincidencia corporal.
–Ese día nos enamoramos. Pasaron dos meses y me diste este anillo de compromiso. Fuiste con tus padres a casa a pedir mi mano. Estábamos muy nerviosos. Míralo por dentro, tiene nuestros nombres grabados –Él miraba y escuchaba.
–A ver, amor… Alonso, ¿puedes recordar algo de lo que te cuento; aunque sea borrosamente?
–No, lo siento Maritza; sin embargo, estoy de acuerdo en todo eso que dije.
–Déjame continuar. Hace medio año, días después de habernos comprometido, fuimos a ver a tu abuelo, pero en el camino te encontraste a tu ex, Marlene. Estaba con otro cuate y explotaste. Yo me quedé inmóvil, no pude o no supe reaccionar y detenerte o decirte algo. Te empezaste a pelear con él –Maritza hacía aspavientos y graves gesticulaciones– Te dio un mal golpe y al caer, tu cabeza chocó contra la defensa de un auto. Estuviste una semana inconsciente.
–Cuando despertaste no nos reconociste ni a mí ni a mi familia. Recordaste todo hasta antes de venir a este restaurante por vez primera. Tus padres no quisieron esperar a que recordaras todo por tu cuenta. Los doctores habían dicho que era algo que podría o no ocurrir. Se comunicaron de inmediato con tus mejores amigos de la vida, Andere y Pinzón. Planearon reintroducirte en tu vida paulatinamente. Tus amigos nos presentaron, la idea era que no fuera brusco, que tus recuerdos fueran aflorando a un ritmo, no sé… acaso natural.
Durante casi una hora, ella estuvo platicándole las cosas que habían vivido, describiéndole las noches que habían pasado juntos, los recuerdos de piel y cabello; en fin, lo que ser Maritza y Alonso significaba para ellos: un plan diario de vida.
–¿Recuerdas algo de lo que te he dicho sobre nosotros?
–Recuerdo, la relación con Marlene. No sé, lo siento… Antes de llegar acá, justo estaba pensando en contactarte porque me gustas mucho…
–¡Eso no es suficiente, Alonso! Andere y Pinzón tienen que regresar a sus vidas –su voz se quebraba– De hecho esto es el último intento conjunto y yo a veces pierdo la fe, se me van las esperanzas de que logres recordar que me amabas… que aún me amas.
–Lo que no creo que recuerdes porque no pude decírtelo; él es tu hijo –Maritza colocó la mano de Alonso sobre su redondo vientre–; tengo casi siete meses de embarazo –Él miró su vientre y sonrió, mas no lograba sentir su paternidad.
–Por eso no tomas alcohol –Dijo rápidamente para salir del tema.
–Hablamos con tus padres y pensamos que no sería bueno que lo intentáramos tan seguido; decidimos esperar hasta ahora, después de que nos vimos en el cumple de Andere. También por tu trabajo que te hace salir seguido de la ciudad. Y conociste a esas dos chicas; todo esto ha sido muy difícil para mí, Alonso.
–Maritza, discúlpame, pero no siento que te ame. Quiero conocerte porque me gustas mucho. No logro recuperar esas partes de mi memoria que me has contado. Reconozco o creo reconocer muchas cosas como los platillos, la decoración, pero… –Ella lo interrumpió de inmediato.
–Te voy a decir algo que me dijiste una vez: Recordar, la palabra recordar, viene del latín re, que significa volver y de cordis, que significa corazón. Recordar es volver a pasar por el corazón. ¡Alonso, quiero que me recuerdes!
Ella lo miraba con ternura y esperanza; el silencio la hirió. En otro momento, quizás lo hubiera comprendido, le hubiera tenido paciencia. No es que lo quisiera dejar ahí con su olvido, pero Maritza no sabía qué más hacer. Podría recitarle diariamente todo lo que Alonso hubo olvidado, pero igual no pasaría nada. Recordar no es sólo recuperar la memoria de lo ocurrido, es, paralelamente, volver a sentirlo.
Maritza se levantó y se fue. Él recordó súbitamente que la vio el día que despertó en el hospital; no la reconoció pero la vio ahí con su madre y su hermano, que se quitó su anillo y lo guardó. Pero no logró recordar su vida previa con ella.
Con arrebato, la alcanzó y tomó de las manos. La miró con decisión y una sonrisa optimista; ella se mantuvo firme, pero profundamente triste.
–Recordar es un verbo, Maritza; vamos a ejercerlo. Yo te voy a recordar toda la vida –Y dilataron el tiempo y sus labios en un largo beso, de esos que son para recordar.
–Entiendo de lo que me hablas, Alonso, pero no me ocurre tan seguido. Escucha, tengo las películas que comentamos la vez pasada. ¿Por qué no nos vemos hoy para comer? Te voy a llevar a un lugar excepcional en el centro.
–Me parece perfecto, Andere.
–Bueno, a las tres en la esquina de Donceles y Chile. Sé puntual, cabrón.
–Sale, ciao.
Alonso puso el celular sobre el buró y miró su habitación. Era, nuevamente, uno de esos días en donde la sensación de pérdida lo abrumaba.
Fue a la cocina para darle de comer a su mascota que, en respuesta al sonido de las croquetas, le untaba todo su pelaje a la altura de los tobillos.
Sonó el teléfono. Alonso dudó en responder; miraba el aparato como si una trampa lo aguardara. Finalmente contestó.
–Alonso, acabo de hablar con Andere; me dijo que van a comer en el centro. También voy a ir y de paso te llevo los libros que me prestaste.
–¿Qué onda, Pinzón? El que me interesa, porque quiero releerlo, es el de Stapledon.
–Ok, sí, también te lo llevo. Allá nos vemos.
–Perfecto, te veo más tarde.
Andere y Pinzón eran los mejores amigos en la vida de Alonso, los conocía desde el CCH y ahora se sentía afortunado porque desde medio año atrás, había vuelto a tener una relación estrecha con ambos. Y en verdad era una gran coincidencia porque Andere tenía años radicando en Cancún y Pinzón en Madrid. No había reparado en esa sincronía fraternal y cayó en la cuenta de que también por esas fechas empezó a tener esas rachas matinales de insatisfacción y las jaquecas.
Se paró frente al espejo largo del cuarto de baño y sintió ese dolor de cabeza, previo a la ducha. Sonrió y abrió la regadera. Mientras se bañaba, se percató que esa momentánea jaqueca representaba el final de esa sensación de hurto con la que seguido amanecía.
Darse cuenta de algo, descubrirlo, son golpes que reafirman la personalidad, la identidad. Alonso dejó de cantar y cerró las llaves del agua; pensó: Ya sé por qué tengo esa sensación por las mañanas. Al rato lo platico con Andere y Pinzón.
Diez minutos antes de las tres de la tarde, Alonso ya estaba impaciente en el lugar acordado, y sus amigos no aparecerían pronto. Desde que terminó de bañarse, creyó saber que aquella mujer que Pinzón le presentó en su fiesta de bienvenida a México, era la causa y solución de sus estados de ánimo de las mañanas; no logró retener su nombre, pero sí su cara y sus caderas; su flacura y los largos dedos de sus manos. Esa vez, quizás, había platicado con ella poco más de un minuto porque se retiró.
Recordó que una semana después de haberla conocido, la encontró nuevamente en una reunión de amigos de la universidad, en una cantina, La Camelia, al sur de la ciudad. Él intentó conversar con ella, pero la notaba con una alegría sospechosa, lo cual le extrañó. Incluso sintió que sería demasiado fácil llevarla a la cama, lo cual le pareció poco tentador; terminó coqueteando y yéndose con una de las meseras.
Un par de semanas después la vio al salir del edificio de la revista para la que trabaja. Ella le dijo que iba a buscar a una amiga que trabajaba ahí y se despidieron rápidamente. Alonso pensó que en definitiva la traía loca; quizás fue eso lo que ocasionó que dejara de fijarse en ella.
Cinco minutos para las tres. Desesperado, abrió un libro que llevaba, pero lejos de leerlo, se hundió en otro episodio en donde volvió a verla. Fue en el cumpleaños de Andere, hacía como tres meses. Una reunión formal en casa de los padres del festejado. Ella asistió acompañada de su madre y su hermano. Rememoró que tuvo una charla muy cálida con sus familiares; con ella platicó poco porque se empezó a sentir un poco mareada y la llevaron a dormir a una de las habitaciones.
Evocó que la madre y el hermano lo miraron mucho durante toda la velada; él se percató de ello, pero no dijo nada porque lejos de molestarlo, le agradaron esas miradas receptivas, de esas que esperan y esperan con paciencia. La interlocución con ellos le pareció interesante, distante porque no hubo tuteos; sin embargo, sus palabras no coincidían con esas miradas que sintió como brazos abiertos.
Le vino a la mente que cuatro meses atrás, se había ido a San Miguel de Allende a elaborar un reportaje para la revista. La encontró sentada tomando una limonada en Las Coronelas. Conversaron cerca de una hora, pero su charla le pareció si no aburrida, sí poco estimulante; además ni fumaba ni tomaba, lo que le hizo pensar que era una mujer muy recatada y medio moralina. Sin embargo, le gustaba mucho físicamente y había algo en sus ojos que no entendía, casi un acertijo. Era una presencia veraniega, para disfrutar.
Conducidos por Andere, llegaron al número indicado de República de Chile; Alonso tuvo una extraña sensación de soledad, más intensa que las matutinas. No sintió miedo pero sí mucha inseguridad. Chile 62 era la entrada a una vieja vecindad, descuidada a primera vista. Dudó en seguirles el paso a sus amigos, pero finalmente cruzó la verja.
Sus amigos lo miraron y antes de subir las escaleras, lo esperaron. Mientras les daba alcance, empezó a sentirse tranquilo porque en la mañana había descubierto la causa de sus diurnos malestares. Todo era cuestión de preguntarle a Pinzón su nombre y contactarla. Además, simpatizó con sus familiares, todo era perfecto. Empezó a caminar con mayor ánimo y confianza, con un optimismo que le vino de esa gallarda virilidad que sólo se inflama con la mujer que se quiere.
–Pinzón, dime, ¿cómo se llama la chava que me presentaste en tu fiesta de bienvenida?
–Se llama Maritza… ¿Por qué?
–Es que me encanta, simplemente me encanta y creo que ella es la respuesta a mis males matutinos, esos que les he estado contando en estos meses. Quiero conocerla.
Andere y Pinzón detuvieron su fluido ascenso por las escaleras y se miraron entre sí. Voltearon a ver a Alonso que, escalones abajo, los conminaba a terminar de subir. Mientras ascendía, iba notando que los departamentos de arriba estaban arreglados y pintados. Llegaron a una puerta verde con el número 202, sobre la cual estaba pegada una hoja con el menú de la semana. Tocaron el timbre y mientras les abrían, discutieron los diferentes guisos.
Abrieron la puerta. Alonso redescubrió la mirada más hermosa que había visto en su vida. ¡Era la mujer, era Maritza! Observó que saludaba de beso a Andere y a Pinzón; en realidad, vio que su nariz alargada le daba un porte de elegancia que no había notado, aunque la percibió más embarnecida de lo que esperaba. Entonces recorrió con la mirada su cuerpo y se detuvo en su vientre. Alonso descubrió que estaba embarazada. Sintió que le apagaron las luces a la nave industrial que trabaja del lado izquierdo de su pecho.
Luego, miró la mano izquierda de Maritza y vio en su dedo anular un anillo: No puede ser, también está casada, pensó. Pasó y la saludó; depositó en su mejilla un beso cansado y sus marchitas esperanzas por conquistarla.
Antes de llegar a la mesa, en donde ya lo esperaban sus amigos, Alonso tuvo un leve mareo, se detuvo y se llevó la mano a la frente. La madre de Maritza, le preguntó si se sentía bien. El recobró la postura de inmediato y le dijo que no era nada. Prosiguió al comedor.
–Cabrón, ¿por qué no me dijiste que era casada y que estaba embarazada? Puros pinches ridículos me haces hacer… –Alonso increpó a Pinzón.
–Pues me acabas de preguntar, yo qué iba a saber que te interesaba… –Le reviró de inmediato.
Cuando terminó de discutir, malhumorado por la sorpresa de saber que Maritza estaba comprometida, volteó a examinar el lugar y se quedó maravillado. Pensó que antes de cruzar el zaguán jamás se hubiera imaginado que El Comedor, tuviera una ambientación rústica, con buen gusto y estilo.
Fue como descubrir un secreto.
Pero no fue sólo eso, también se quedó estupefacto al leer el menú. De inmediato supo lo que quería, e incluso lo recomendó a sus amigos.
–La ternera en salsa de jitomate y albahaca, está deliciosa; sin embargo, creo que a ti, Pinzón, te gustará más la Pechuga rellena en salsa de estragón –Alonso se quedó preocupado.
Se preguntaba cómo es que estaba recomendando los platillos de un sitió en el que no había comido nunca. Se quedó mirando una pecera; luego, una fuente sin agua. Volteó a la derecha y vio una barra con diversas botellas. Vio pasar a la madre y al hermano de Maritza. Estaba tan pensativo que no se percató que Andere y Pinzón lo habían dejado solo en la mesa.
Sintió un temblor en el pecho, tal vez quería llorar, pero no había lágrimas ni tristeza. Sintió unos calos fríos que le recorrieron por la espalda hasta el cuello. Un impulso del pasado lo hizo levantarse violentamente; tiró la silla. Extendió sus manos lateralmente como buscando el equilibrio. Buscó asirse a la realidad, al presente, parecía que tuviese miedo de que una corriente temporal lo arrastrara lejos de ahí. Alonso abría y cerraba sus manos y no lograba agarrar algo que lo hiciera sentirse parte de todo eso; entonces, Maritza lo agarró de la mano derecha.
–Ven Alonso, siéntate en esta banca conmigo.
Él, involuntariamente, se había sentado con ella. Estaba atónito. En su mente emergía un pedazo continental que estaba cambiando, continuamente desde hacía minutos, su mundo. No podía asimilarlo, todo era tan rápido y tan grande; intentarlo sería una empresa imposible como aquella de quienes pretenden definir el cambio en tránsito.
Maritza lo miraba con un amor que él era incapaz de comprender o de aceptar; se sentía ridículo, pero no pudo evadir ni las palabras ni los ojos de ella porque le transmitían una sustancia etérea y codificada que sólo se aprende y aprehende de dos en dos.
–Tú y yo nos conocimos hace casi un año. Viniste tres días seguidos; el cuarto, me invitaste a salir. Los dos veníamos de rupturas dolorosas. Yo me iba a casar; luego rompí con Manuel por muchas razones. Tú estabas tratando de olvidar a una mujer que te rompió el corazón; te había engañado por mucho tiempo –Maritza más que explicarle parecía que buscaba convencerlo– Pero también me dijiste que para ti, mi cara era un atardecer del estío porque sentías que nada te faltaba. Tenías el sol de mis ojos, el viento de mi aliento, la música de mi voz, el suave aroma frutal de mi piel y que sólo aspirabas a tener mi humedad y mis aguas. Luego me lo escribiste en una servilleta. Mírala.
Alonso reconocía su letra, pero no podía recordar cuándo ni dónde la había escrito. Sintió que caía lentamente por una resbaladilla y que se quedaba varado a mitad del camino.
–La tercera vez que salimos, pasamos la noche juntos. Fue la primera vez que me sentí tu mujer. También fue cuando me empecé a alejar de ti porque me conflictué –Maritza miraba al suelo con desconsuelo– Apenas unos meses antes de estar contigo, me empezaba a sentir la esposa de Manuel… de otra persona. Entonces, cuando te conté el motivo, me tomaste de las manos, me miraste fijamente a los ojos y me dijiste: ser o sentirte la esposa de alguien es un papel, un apelativo, se puede disolver. Eso no sirve de nada si no te sientes la mujer de él; en cambio, tú me has dicho que te sientes mi mujer, eso es lo que sustenta las relaciones, la honestidad que narra la coincidencia corporal.
–Ese día nos enamoramos. Pasaron dos meses y me diste este anillo de compromiso. Fuiste con tus padres a casa a pedir mi mano. Estábamos muy nerviosos. Míralo por dentro, tiene nuestros nombres grabados –Él miraba y escuchaba.
–A ver, amor… Alonso, ¿puedes recordar algo de lo que te cuento; aunque sea borrosamente?
–No, lo siento Maritza; sin embargo, estoy de acuerdo en todo eso que dije.
–Déjame continuar. Hace medio año, días después de habernos comprometido, fuimos a ver a tu abuelo, pero en el camino te encontraste a tu ex, Marlene. Estaba con otro cuate y explotaste. Yo me quedé inmóvil, no pude o no supe reaccionar y detenerte o decirte algo. Te empezaste a pelear con él –Maritza hacía aspavientos y graves gesticulaciones– Te dio un mal golpe y al caer, tu cabeza chocó contra la defensa de un auto. Estuviste una semana inconsciente.
–Cuando despertaste no nos reconociste ni a mí ni a mi familia. Recordaste todo hasta antes de venir a este restaurante por vez primera. Tus padres no quisieron esperar a que recordaras todo por tu cuenta. Los doctores habían dicho que era algo que podría o no ocurrir. Se comunicaron de inmediato con tus mejores amigos de la vida, Andere y Pinzón. Planearon reintroducirte en tu vida paulatinamente. Tus amigos nos presentaron, la idea era que no fuera brusco, que tus recuerdos fueran aflorando a un ritmo, no sé… acaso natural.
Durante casi una hora, ella estuvo platicándole las cosas que habían vivido, describiéndole las noches que habían pasado juntos, los recuerdos de piel y cabello; en fin, lo que ser Maritza y Alonso significaba para ellos: un plan diario de vida.
–¿Recuerdas algo de lo que te he dicho sobre nosotros?
–Recuerdo, la relación con Marlene. No sé, lo siento… Antes de llegar acá, justo estaba pensando en contactarte porque me gustas mucho…
–¡Eso no es suficiente, Alonso! Andere y Pinzón tienen que regresar a sus vidas –su voz se quebraba– De hecho esto es el último intento conjunto y yo a veces pierdo la fe, se me van las esperanzas de que logres recordar que me amabas… que aún me amas.
–Lo que no creo que recuerdes porque no pude decírtelo; él es tu hijo –Maritza colocó la mano de Alonso sobre su redondo vientre–; tengo casi siete meses de embarazo –Él miró su vientre y sonrió, mas no lograba sentir su paternidad.
–Por eso no tomas alcohol –Dijo rápidamente para salir del tema.
–Hablamos con tus padres y pensamos que no sería bueno que lo intentáramos tan seguido; decidimos esperar hasta ahora, después de que nos vimos en el cumple de Andere. También por tu trabajo que te hace salir seguido de la ciudad. Y conociste a esas dos chicas; todo esto ha sido muy difícil para mí, Alonso.
–Maritza, discúlpame, pero no siento que te ame. Quiero conocerte porque me gustas mucho. No logro recuperar esas partes de mi memoria que me has contado. Reconozco o creo reconocer muchas cosas como los platillos, la decoración, pero… –Ella lo interrumpió de inmediato.
–Te voy a decir algo que me dijiste una vez: Recordar, la palabra recordar, viene del latín re, que significa volver y de cordis, que significa corazón. Recordar es volver a pasar por el corazón. ¡Alonso, quiero que me recuerdes!
Ella lo miraba con ternura y esperanza; el silencio la hirió. En otro momento, quizás lo hubiera comprendido, le hubiera tenido paciencia. No es que lo quisiera dejar ahí con su olvido, pero Maritza no sabía qué más hacer. Podría recitarle diariamente todo lo que Alonso hubo olvidado, pero igual no pasaría nada. Recordar no es sólo recuperar la memoria de lo ocurrido, es, paralelamente, volver a sentirlo.
Maritza se levantó y se fue. Él recordó súbitamente que la vio el día que despertó en el hospital; no la reconoció pero la vio ahí con su madre y su hermano, que se quitó su anillo y lo guardó. Pero no logró recordar su vida previa con ella.
Con arrebato, la alcanzó y tomó de las manos. La miró con decisión y una sonrisa optimista; ella se mantuvo firme, pero profundamente triste.
–Recordar es un verbo, Maritza; vamos a ejercerlo. Yo te voy a recordar toda la vida –Y dilataron el tiempo y sus labios en un largo beso, de esos que son para recordar.
3 comentarios:
¡Excelente! Hubiera preferido un final trágico (creo que ese final feliz debilita la historia), pero el cuento es excelente.
Agus, gracias.
He vuelto a leer el cuento, como siempre que que hallo un comentario (aún no sé el porqué no llegó a mi bandeja de correo tu comentario dado que lo hiciste desde el mismo 13 de este mes, pero bueno, espero haber reconfigurado bien el asunto).
Sigo creyendo que el final feliz es aparente; en el fondo, presumo que recordará a Maritza por lo que empiecen a vivir a partir de ese final. En fin, después de tu impresión se me ocurren demasaidas posibilidades.
Salud.
Y ahora yo hago lo mismo: lee de nuevo el cuento, y descubro que tienes razón. ¡No me hagas caso! El cuento es redondo.
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