Recuerdo, sólo escuchaba de lejos…
–Hey, pst… che Saverio, ahí viene Don Samuel. Decile al boludo de Recuerdo, que largue un poco, que al Don no le gusta el alboroto.
–Pero si vos sabés que ahí se va a quedar, ¿para qué le digo nada? Lleva semanas incrustado al final de la barra y vos no podés deshacerte de él.
–El cantinero, y dueño del bar El Canto de Zorzal, ubicado como a diez minutos de la Plaza de Mayo sobre Avenida Rivadavia, se acercó a Don Samuel quien entraba con paso taciturno y gentil. Éste no tardó mucho en sentarse en una de las mesitas aledañas a la barra, como a dos metros de donde Recuerdo, ingería la enésima copa de whiskey.
–¡Don Samuel, qué sorpresa tan grata… tanto tiempo sin venir, dos meses, dos…!
–Che Daniel, ¿cómo has estado, cómo va el laburo? Nada, Don Samuel, por lo menos deja guita para pasarla, dijo el cantinero con ademanes de resignación.–
–Mirá que con estos aires que han derrocado a Castillo, todo puede malograrse, tené cuidado, che. Pero en fin, no vengo a hablar de política. –Daniel, susurró Don Samuel, trae una botella de vino y dos copas, por favor; estoy esperando a la señorita Estela Cansino.
El bar, era uno de esos por donde suele babear la mala fortuna, apenas iluminado por pobres focos empolvados, pero que a la vez era el leitmotiv para fugaces hombres devaneados por el desamor y el amor, por la desgracia en los juegos de azar y por la fortuna en el fútbol.
–¿Se la abro? No, detente, yo lo hago en cuanto ella arribe. ¿Quién es ese hombre de la barra?–
–Ah, no le haga caso, es un pobre pibe…
Daniel se detuvo porque no sabía cómo explicar algo que aún no entendía. Hacía un par de meses más o menos, al subir la cortina y abrir el bar, él encontró a Recuerdo bebiendo de una botella de whiskey, el mejor de la casa. Pero algo en el hondo y sinuoso corazón de Daniel (¿qué corazón de cantinero no es así?), le aconsejó bancarse, ese algo era la intención de entender. Los grandes cantineros, sin ser filósofos, suelen convertirse y sin saberlo, en grandes ontólogos de la desgracia y la confesión. Pero el entendimiento de Daniel no terminó de realizarse en ese momento, ni en ése ni ahora parado ahí frente a Don Samuel. Daniel que en breves segundos empezó a sentirse abochornado, –Che, ¿y cómo no voy a poder explicarle a Don Samuel, escritor bárbaro, quién es Recuerdo?–
Pobre cantinero, presa de la ansiedad y la desesperación que provoca no terminar de entender algo, quedarse a mitad del camino por tantas semanas. No supo en qué momento aceptó a Recuerdo como parte de su bar, de su vida. En algún momento de una noche otoñal, creyó extrañar hablar con él y se asustó, y se sintió ridículo y al final profesó un poco de vergüenza.
Todavía parado frente a Mcormack y alcanzándole la botella, evocó algo de la primera conversación que sostuvo con ese hombre inefable.
–¿Y vos quién sos, de dónde venís… qué haces acá?–
–Soy Recuerdo–.
–¿El recuerdo de quién, el mío o un recuerdo cualquiera?–
–No lo sé. La gente recuerda muchas cosas, sonrisas, carcajadas, caras, muertes, días, fechas, músculos, estrellas. La gente recuerda lo que ve pero también lo que siente, lo que huele, los que lame, lo que toca, lo que escucha. Las personas recuerdan imaginaciones y sueños y planes muy poco, y cuando lo hacen, es por muy breve tiempo. El recuerdo se les envejece a pocos centímetros, a escasos segundos de haber sido rememorados. Hay recuerdos tan intensos qué sólo basta decirlos para que existan, hay recuerdos tan mansos que se pierden con el polvo que zarandea el viento. Los recuerdos de los enamorados son las madreselvas que anudan el destino al instinto; los del amor desenvainado lentamente, son los eucaliptos que limpian heridas y forjan el espíritu. Los recuerdos del traidor hieden casi tanto como los de el maldiciente, es una pestilencia que en ocasiones logra desvirtuar hasta al traicionado; incluso a éste puede llegar a envilecerlo más que a su verdugo.
–Y entonces, ¿sos el recuerdo de qué o de quiénes?–
–No lo sé, el de todos o el de nadie.–
–Pero si eres una persona de carne y hueso, dijo Daniel tomándolo del hombro. Fue cuando al hacerlo, retiró espantado su mano pues no sintió huesos. Sintió algo de nauseas, pero logró sobreponerse a esa sensación. Únicamente se lo quedó mirando mientras los segundos eran ingeridos por Recuerdo junto con el último trago de whiskey.
–Deja ya esa botella sobre la mesa, Daniel y dime quién es ese tipo.–
El cantinero le contó a Mcormack la historia de Recuerdo, la escasa historia que conocía. –Che, y Casares acusándome de que soy yo el que persigue historias fantásticas–. Por supuesto, Mcormack no le creyó ni una sola palabra a Daniel.
–No se moleste, Don Samuel, no vale la pena. Pero ya era demasiado tarde. Por una parte porque Estela nunca llegó; por la otra, porque Mcormack ya estaba iniciando la conversación con Recuerdo.
–Samuel K. Mcormack, buenas tardes, dijo mientras extendía su mano sin la reciprocidad.
–Siendo un recuerdo, debiera usted recordar las buenas maneras.– Recuerdo, replicó, No me gusta la alevosía con la que me aborda, caballero. Viene usted con aires de investigador escéptico… –¿Y con qué otros modos puede moverse un investigador, si no es cuestionando la realidad?–
Yo soy Recuerdo. –Sí, lo sé, me lo ha dicho Daniel, pero ¿ese es su nombre o su ejercicio o no es más que el correlato de una experiencia? Y no me diga que no lo sabe. ¿Digamé, quién lo recuerda?–
–Soy el recuerdo de alguien que ya me olvidó, eso he de suponer si debo darle consistencia a la respuesta sobre quién soy– Eso que con sorna supones tú, es como decir que el hombre es el recuerdo de la vida, pero un recuerdo que la empobrece.
–Y si vos sos un recuerdo humano, entonces nos empobrecés, che.– Mcormack, sigues caminando sobre la suposición. Yo no soy “el” o “un” recuerdo soy Recuerdo.
–Pero usted es como una esponja, no tiene consistencia su cuerpo. Me parece que más bien usted es un cansancio confundido por no saber quién es. Nada más elemental y cobarde que esconder la audacia, la valentía, tras el recuerdo. La asunción plena de un recuerdo nos puede conferir autoridad, respeto, compasión, ternura, pero jamás una identidad. Creo que usted es un cansancio, un terrible cansancio incapaz de asumir su descanso; los restos de una historia que alguien procuró que ocurriera, pero que no sucedió, eso es usted–
Está ofuscado, porque no puede olvidar que lo han dejado plantado; peor aún, está enojado porque ni siquiera lo dejaron plantado, ya que ello supondría un compromiso, pero Estela jamás le ha correspondido. Estela, qué curioso nombre, ¿no?: el rastro que al ser se desvanece. No me refute, no me interprete, no me adivine; conózcame.
Mcormack escuchó a lo lejos una canción y con la mente empezó a cantarla: “Cómo ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar… Ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida…” Silencio, silentes segundos. Mcormack alcanzó a observar que Daniel, desde la otra esquina de la barra, entretenido los miraba.
–Recordar puede ser un señuelo para la locura, para la mentira… qué sé yo; hay que aprender a olvidar–. Olvidar no es sinónimo de enterrar, y tú entierras, utilizas tus recuerdos como fertilizante de raquíticas experiencias. Olvidar supone tolerar la pérdida de lo que ya no es, porque fue o porque nunca fue, pero que definitivamente ya no es. Olvidar es entender y aceptar que la soledad te va a inundar de vacío, y sólo en un instante de esos momentos, sabrás distinguir entre la resignación y el entendimiento. La resignación es la amante de quienes no apostaron todo, y la esposa del arrepentimiento; el entendimiento, el mejor amigo de la vida. Sólo recordando vas a poder olvidar.
–Hey, che Daniel. ¿Y por qué no lo llevamos a su casa, hace mes y medio que está acá, y ya arrasó todo tu whiskey?–. No, pará… Me gustan los monólogos de Don Samuel. Es bárbaro cuando está bebido.
–Hey, pst… che Saverio, ahí viene Don Samuel. Decile al boludo de Recuerdo, que largue un poco, que al Don no le gusta el alboroto.
–Pero si vos sabés que ahí se va a quedar, ¿para qué le digo nada? Lleva semanas incrustado al final de la barra y vos no podés deshacerte de él.
–El cantinero, y dueño del bar El Canto de Zorzal, ubicado como a diez minutos de la Plaza de Mayo sobre Avenida Rivadavia, se acercó a Don Samuel quien entraba con paso taciturno y gentil. Éste no tardó mucho en sentarse en una de las mesitas aledañas a la barra, como a dos metros de donde Recuerdo, ingería la enésima copa de whiskey.
–¡Don Samuel, qué sorpresa tan grata… tanto tiempo sin venir, dos meses, dos…!
–Che Daniel, ¿cómo has estado, cómo va el laburo? Nada, Don Samuel, por lo menos deja guita para pasarla, dijo el cantinero con ademanes de resignación.–
–Mirá que con estos aires que han derrocado a Castillo, todo puede malograrse, tené cuidado, che. Pero en fin, no vengo a hablar de política. –Daniel, susurró Don Samuel, trae una botella de vino y dos copas, por favor; estoy esperando a la señorita Estela Cansino.
El bar, era uno de esos por donde suele babear la mala fortuna, apenas iluminado por pobres focos empolvados, pero que a la vez era el leitmotiv para fugaces hombres devaneados por el desamor y el amor, por la desgracia en los juegos de azar y por la fortuna en el fútbol.
–¿Se la abro? No, detente, yo lo hago en cuanto ella arribe. ¿Quién es ese hombre de la barra?–
–Ah, no le haga caso, es un pobre pibe…
Daniel se detuvo porque no sabía cómo explicar algo que aún no entendía. Hacía un par de meses más o menos, al subir la cortina y abrir el bar, él encontró a Recuerdo bebiendo de una botella de whiskey, el mejor de la casa. Pero algo en el hondo y sinuoso corazón de Daniel (¿qué corazón de cantinero no es así?), le aconsejó bancarse, ese algo era la intención de entender. Los grandes cantineros, sin ser filósofos, suelen convertirse y sin saberlo, en grandes ontólogos de la desgracia y la confesión. Pero el entendimiento de Daniel no terminó de realizarse en ese momento, ni en ése ni ahora parado ahí frente a Don Samuel. Daniel que en breves segundos empezó a sentirse abochornado, –Che, ¿y cómo no voy a poder explicarle a Don Samuel, escritor bárbaro, quién es Recuerdo?–
Pobre cantinero, presa de la ansiedad y la desesperación que provoca no terminar de entender algo, quedarse a mitad del camino por tantas semanas. No supo en qué momento aceptó a Recuerdo como parte de su bar, de su vida. En algún momento de una noche otoñal, creyó extrañar hablar con él y se asustó, y se sintió ridículo y al final profesó un poco de vergüenza.
Todavía parado frente a Mcormack y alcanzándole la botella, evocó algo de la primera conversación que sostuvo con ese hombre inefable.
–¿Y vos quién sos, de dónde venís… qué haces acá?–
–Soy Recuerdo–.
–¿El recuerdo de quién, el mío o un recuerdo cualquiera?–
–No lo sé. La gente recuerda muchas cosas, sonrisas, carcajadas, caras, muertes, días, fechas, músculos, estrellas. La gente recuerda lo que ve pero también lo que siente, lo que huele, los que lame, lo que toca, lo que escucha. Las personas recuerdan imaginaciones y sueños y planes muy poco, y cuando lo hacen, es por muy breve tiempo. El recuerdo se les envejece a pocos centímetros, a escasos segundos de haber sido rememorados. Hay recuerdos tan intensos qué sólo basta decirlos para que existan, hay recuerdos tan mansos que se pierden con el polvo que zarandea el viento. Los recuerdos de los enamorados son las madreselvas que anudan el destino al instinto; los del amor desenvainado lentamente, son los eucaliptos que limpian heridas y forjan el espíritu. Los recuerdos del traidor hieden casi tanto como los de el maldiciente, es una pestilencia que en ocasiones logra desvirtuar hasta al traicionado; incluso a éste puede llegar a envilecerlo más que a su verdugo.
–Y entonces, ¿sos el recuerdo de qué o de quiénes?–
–No lo sé, el de todos o el de nadie.–
–Pero si eres una persona de carne y hueso, dijo Daniel tomándolo del hombro. Fue cuando al hacerlo, retiró espantado su mano pues no sintió huesos. Sintió algo de nauseas, pero logró sobreponerse a esa sensación. Únicamente se lo quedó mirando mientras los segundos eran ingeridos por Recuerdo junto con el último trago de whiskey.
–Deja ya esa botella sobre la mesa, Daniel y dime quién es ese tipo.–
El cantinero le contó a Mcormack la historia de Recuerdo, la escasa historia que conocía. –Che, y Casares acusándome de que soy yo el que persigue historias fantásticas–. Por supuesto, Mcormack no le creyó ni una sola palabra a Daniel.
–No se moleste, Don Samuel, no vale la pena. Pero ya era demasiado tarde. Por una parte porque Estela nunca llegó; por la otra, porque Mcormack ya estaba iniciando la conversación con Recuerdo.
–Samuel K. Mcormack, buenas tardes, dijo mientras extendía su mano sin la reciprocidad.
–Siendo un recuerdo, debiera usted recordar las buenas maneras.– Recuerdo, replicó, No me gusta la alevosía con la que me aborda, caballero. Viene usted con aires de investigador escéptico… –¿Y con qué otros modos puede moverse un investigador, si no es cuestionando la realidad?–
Yo soy Recuerdo. –Sí, lo sé, me lo ha dicho Daniel, pero ¿ese es su nombre o su ejercicio o no es más que el correlato de una experiencia? Y no me diga que no lo sabe. ¿Digamé, quién lo recuerda?–
–Soy el recuerdo de alguien que ya me olvidó, eso he de suponer si debo darle consistencia a la respuesta sobre quién soy– Eso que con sorna supones tú, es como decir que el hombre es el recuerdo de la vida, pero un recuerdo que la empobrece.
–Y si vos sos un recuerdo humano, entonces nos empobrecés, che.– Mcormack, sigues caminando sobre la suposición. Yo no soy “el” o “un” recuerdo soy Recuerdo.
–Pero usted es como una esponja, no tiene consistencia su cuerpo. Me parece que más bien usted es un cansancio confundido por no saber quién es. Nada más elemental y cobarde que esconder la audacia, la valentía, tras el recuerdo. La asunción plena de un recuerdo nos puede conferir autoridad, respeto, compasión, ternura, pero jamás una identidad. Creo que usted es un cansancio, un terrible cansancio incapaz de asumir su descanso; los restos de una historia que alguien procuró que ocurriera, pero que no sucedió, eso es usted–
Está ofuscado, porque no puede olvidar que lo han dejado plantado; peor aún, está enojado porque ni siquiera lo dejaron plantado, ya que ello supondría un compromiso, pero Estela jamás le ha correspondido. Estela, qué curioso nombre, ¿no?: el rastro que al ser se desvanece. No me refute, no me interprete, no me adivine; conózcame.
Mcormack escuchó a lo lejos una canción y con la mente empezó a cantarla: “Cómo ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar… Ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida…” Silencio, silentes segundos. Mcormack alcanzó a observar que Daniel, desde la otra esquina de la barra, entretenido los miraba.
–Recordar puede ser un señuelo para la locura, para la mentira… qué sé yo; hay que aprender a olvidar–. Olvidar no es sinónimo de enterrar, y tú entierras, utilizas tus recuerdos como fertilizante de raquíticas experiencias. Olvidar supone tolerar la pérdida de lo que ya no es, porque fue o porque nunca fue, pero que definitivamente ya no es. Olvidar es entender y aceptar que la soledad te va a inundar de vacío, y sólo en un instante de esos momentos, sabrás distinguir entre la resignación y el entendimiento. La resignación es la amante de quienes no apostaron todo, y la esposa del arrepentimiento; el entendimiento, el mejor amigo de la vida. Sólo recordando vas a poder olvidar.
–Hey, che Daniel. ¿Y por qué no lo llevamos a su casa, hace mes y medio que está acá, y ya arrasó todo tu whiskey?–. No, pará… Me gustan los monólogos de Don Samuel. Es bárbaro cuando está bebido.
4 comentarios:
¡Ah, uh, oh, ahhhhhh!
Agus:
Qué bueno que lo disfrutaste tanto, salud.
Suerte y abrazos.
Agus:
Debo confesar, en este espacio, a propósito de este texto, que originalmente el personaje era Borges y el año 1943. Después de más de 30 horas despierto, y muchas de ellas trabajando con números, escribí el texto, pero no recuerdo por qué decidí quitar el nombre de Don Jorge L. Borges, no lo recuerdo.
Saludos.
Tache esta bien aburrido
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