viernes, 1 de febrero de 2008

Sueño No. 9

La canción que se escucha de fondo es Circus de King Crimson. Originalmente viene en el disco Lizzard, pero esta versión pertenece al Live in Plymouth. Una joya jazzeada hacia el final.
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Disco de la semana / Disc of the week

Se trata de un disco dedicado a mi gurú del progresivo: Coltrane Muñoz, que aunque no se lo merece, sé que me pondrá estrellita, jejeje.

Live in Plymouth, May 11, 1971. Alineación: Robert Fripp, guitar and mellotron; Boz Burrell, bass guitar and vocals; Mel Collins, saxophone, flute and mellotron; Ian Wallace, drums and vocals; Peter Sinfield, words, sounds and visions.

Recomiendo escuchar todo el disco: descárguenlo, quémenlo y escúchenlo todo el mes de febrero.

Descargar / Download

Es una cortesía del Blog: Ironman Kingdome
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Esta semana, Carta Abierta estrena etiqueta de publicación: Sueños. Esta será, acaso, a lo largo del tiempo que dure esta bitácora, la más oscura, simbólica y profunda de todas, justamente porque son narraciones extraídas de la actividad onírica de este gallardo y taciturno redactor. Esta práctica recurrente en su servidor, tiene ocho antecedentes inéditos.
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CUANDO ME di cuenta, subía por los escalones blancos de lo que supuse un condominio –Como en muchos de los sueños que tenemos, no sabemos los porqués; solamente los cómos–. Llegué a una puerta de madera café; ahora no recuerdo el número aunque sí lo vi.

Entré y no me fue ajeno nada de lo que estaba ahí, es decir, la ubicación de los muebles, el color del piso, el tipo de ventana que daba luz a la sala, etcétera.
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En ese momento me enteré que estaba conciente dentro del sueño. Este detalle es importante porque tenía más de tres años que no estaba en un sueño con la certeza de usar de mi libre albedrío ahí adentro.
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Así que di unos pasos por el lugar para corroborar que las cosas estaban en su lugar. Todo, todo en su sitio, era la casa de Manuel, mi abuelo paterno, pero no había nadie. Eso fue extraño porque nunca he estado en su casa sin su presencia.

Revisé el refrigerador, miré las calcomanías desgastadas y pegadas a éste, y que seguramente en nuestra infancia mis primos y yo las estampamos ahí. Recordé que en un sueño de este tipo, tampoco todo es idéntico a la realidad ya que lo único que cambia es que somos capaces de tomar decisiones y ejecutarlas como en la vigilia.

Quiero declarar que la señal más precisa de que estamos conscientes dentro de los sueños, es precisamente la capacidad de recordar ahí dentro, hacer reflexiones o imaginar, elementos que nos llevan a ejercer la voluntad.

Me dirigí a la alcoba de mis abuelos, y ahí empecé a discernir ciertas diferencias. La puerta del baño tenía otra ubicación y otro color, la cama estaba en otro lugar, y algunos detalles más; empero, lo que me sorprendió fue que había un pasillo inexistente.

Esa sorpresa me impactó tanto que estuve a punto de perder el control de mis decisiones, se oscureció un poco la escena. Por unos momentos perdí de vista mis manos y la parte del cuerpo que percibimos cuando estamos caminando. Con un poco de quietud y tranquilidad recuperé mi sustancia ahí adentro. Fue cuando recordé que la diferencia entre quietud y tranquilidad es abismal. La primera nos sirve para entender a qué velocidad viven y sienten las personas que tenemos cerca, a las que queremos; la segunda, para entender las propias.

No avancé más, sentí que equivalía a profanar la intimidad de mi abuelo, así que me senté sobre la cama matrimonial. Un espejo colocado entre el ángulo de dos paredes, reflejaba ese pasillo que, en primera instancia, decidí no cursar. Pero ese indiscreto espejo me despertó la curiosidad
–y cuál es la función de los espejos sino descubrirnos secretos–.

Cuando narramos nuestros sueños inevitablemente tendemos a falsear ciertos pasajes que jamás ocurrieron con el afán de terminar de explicarlos. Acá pasó algo similar porque previamente había decidido no caminar por ese pasillo, pero al final, caminé por él. Admito que el reflejo del espejo dotó de cierta infinitud ilusoria a ese corredor pues al transitarlo, descubrí que solamente develaba dos piezas más.

En esos momentos sentí algo poderoso, incluso me puse nervioso. La sensación se diluyó al entrar a la primera de esas dos recámaras. Vi a varias personas a la espera de ver quién entraba, pensé. Me miraron sin sorpresa, quizá con impaciencia, lo cual implicaría que sabían de mi visita. Ningún rostro conocido −lo cual no es nada extraño en estos ambientes−. Todas eran personas mayores; hombres y mujeres septuagenarios. Todos tenían una sortija dorada y sutil en el dedo índice. No quise saber los detalles de ese signo que me ha perseguido a lo largo de los años.

Caminé un poco entre ellos pero no quise preguntar nada a nadie. Llamó mi atención un hombre alto y medio calvo que tenía en sus brazos a un bebé, una mujercita acaso de medio año. La miré con alegría y sonreí; ella me miró y sonrió.

–Hola, ¿cómo estás?, le dije. Me respondió con una oración completa, balbuceando las primeras palabras, pero las últimas fueron tan claras como las de cualquier ¿adulto?

–Hoy estuve jugando toda la tarde con la almohada, decía mientras me miraba feliz.

Sorprendido voltee a ver a los presentes en busca de admiración ante la soltura de su respuesta. Nada, ninguna de las personas estaba inmutada, pareciera que no habían escuchado nada, ni una sola palabra de esa tierna niña. Luego, continuó.

–Mañana me voy a divertir con las miradas de mis padres.

–¿Y quiénes son tus papás?

–No lo sé, y se carcajeó.

Yo estaba absorto, no daba crédito a lo que escuchaba. ¿Cómo una niñita tan chiquita puede expresarse con tal claridad? Instantáneamente recordé que ni ella ni yo movimos los labios para comunicarnos. Cuando reaccioné para seguir platicando con ella, el escenario había cambiado. Supe que el control onírico que había mantenido, se había fugado.

La parte final del sueño fue como la mayoría, es decir, lugares y ambientes imprecisos. Como seguir un guión ajeno.

Estaba en una limosina, los interiores de piel negra y madera. Era de noche y apenas intuía las calles de la ciudad. El señor alto y calvo puso frente a mí a ese pequeño ser increíble − increíble por maravilloso no por falta de crédito −.

Esa tierna mujercita de meses, me miró y me sentí tremendamente ignorante y a la expectativa de lo que me iba a decir, cual si fuera a revelarme el secreto de la vida, ¿de mi vida? Yo sólo percibía su olor, ese olor de bebé que ni Cartier ni Coco Chanel, serían capaces de reproducir.

Tomó mis manos y las juntó; me dijo: –Si sabes lo que quieres, ¿por qué no lo haces?

Desperté. No sé quién es ella, tal vez no valga la pena averiguarlo.

Eran las 19:30 hrs., por la ventana observé el bostezo de la noche que despertaba tras las ramas de los árboles del jardín.

Sin fortuna, he tratado de reproducir todos los detalles para comunicarlos.

Todavía adormilado, vino a mi mente el recuerdo de una noche imaginada en la que adiviné que en el cerebro virgen de los bebés se almacena aún el origen y expansión del Universo, acaso su final, y que desgraciadamente se va perdiendo con el pasar de las lunas y los soles. También me enteré que aquéllos son incapaces de transmitirnos esa sabiduría por falta de habilidades motoras, pero que si pudiéramos redescubrir la comunicación visual-mental, serían capaces de recuperarnos eso que Einstein y Sagan con amor persiguieron, y que Hawking aún hace.

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