–¡Eres guevón, desidioso, distraído y malagradecido!; vienes a lloriquear al taller para que corrija lo que tú eres capaz de hacer… Ni madres, Daniel, no voy a caer en tu juego, ya no estás en la primaria. Acá yo soy un asesor, no te voy a decir qué hacer porque ya lo sabes. A ti te corresponde mejorar tus escritos –Olvera Prado no apartó su mirada de los ojos de su alumno. No gritó, pero lo dijo con la suficiente firmeza para aparentar molestia. Daniel salió a toda prisa, no sin antes azotar la puerta.
Al cabo de una semana, Daniel creía trabajar sobre una idea para un texto, pero durante esos días no logró plasmarla sobre el papel. Se empezó a sentir frustrado y no supo qué hacer con esa sensación, como si ésta fuera un dique y no un resorte.
Por su parte, Olvera Prado no había dejado de sentir que lo último dicho a Daniel, era más una autocrítica que un ejercicio de la instrucción. Se acercaba el décimo aniversario luctuoso de su padre y aún tenía las cenizas en la vasija de Talavera. No sabía qué hacer con ellas porque uno nunca sabe qué hacer con lo que no conoce, y él no lo conoció bien, o esa impresión tuvo desde que falleció. Creía que tener visible la vasija lo ayudaría a entender todas esas cosas que ya no podría recuperar de él.
Daniel tocó el timbre; Olvera Prado tomó el interfono y le abrió la puerta.
–¿Qué pasó, Daniel, ya terminaste ese cuento?
–No, no sé si será un cuento o qué. Las etiquetas las ponen los lectores y los críticos. Usted mismo me ha dicho que escribir es como cocinar con olla de presión, sólo en los últimos minutos las cosas adquieren su otra naturaleza, al cabo de la transformación; este proceso es abrupto nunca paulatino. Caro, casi invisible a los ojos, pero dócil al alma y al olfato…
–A esto me refería la semana pasada cuando te dije que eras desidioso y distraído. Yo nunca he hecho el símil entre escribir y cocinar; ¡me caga la cocina!
–Bueno, profesor, fue una forma de apoyar lo que iba a decir, a veces pongo mis palabras en boca de otros…
–¡No Daniel, no! Ese es tu problema; uno de ellos –Olvera Prado lo interrumpió–. Hay cosas que dices que serían realmente valiosas para tus textos, pero no te das cuenta cuando las expresas; es como si no te escucharas y te obligarás a no distinguirte –Olvera Prado se incorporó sobre el sofá y mostraba cierto desespero, también intuía que sus palabras tardarían días o meses en fermentarse en la mente de Daniel–. El riesgo que corres es que el anonimato de tu voz y tus palabras se te haga costumbre.
–¿Acaso no crees lo que dices? No sé si creas en lo que escribes, pero me da la impresión que no le das crédito a tus propias palabras. Aparentas buscar mi aprobación o la de alguien más. La aprobación déjala en casa para tus padres o en tu escuela.
–¿Y lo de guevón y malagradecido, por qué me lo dijo? –Preguntó Daniel burlonamente.
–Eso fue por puro coraje…
Daniel lo miraba, como tantas veces cuando aprendía algo nuevo, pero era lo suficientemente soberbio para no aceptar públicamente una enseñanza valiosa y se limitó a convalidar lo dicho por su maestro, como si supiera perfectamente de lo que éste le hablaba.
–¿Venga, qué es lo que me traes?
–La idea ya la conoce. El protagonista es un detective privado, Noel Salamanca, 45 años; es un economista fracasado y orillado, por el alto desempleo, a tomar un curso en la Policía Judicial del Distrito Federal. Posteriormente es expulsado por corrupto y termina como investigador privado…
–Pero la literatura ya tiene agentes, desde Sherlock Holmes hasta Belascoarán Shayne, por mencionar sólo dos…
–Si nos ponemos en ese plan, ¿para qué seguir escribiendo, si los temas siguen siendo los mismos? A diferencia de ellos –Continuó Daniel entusiasmado–, Salamanca fragua sus propios casos: mata, roba, secuestra, extorsiona. También sabe aportar los chivos expiatorios: mujeres, hombres, ancianos y hasta niños.
–No sé por qué me viene a la mente Boogie “el Aceitoso”.
–Sí, pero además, Salamanca tiene una ayudanta secreta. Margarita Pruit, mujer hermosa, 23 años; pelirroja, alta, ojiverde, pecosa. Ella es un fantasma, un demonio…
–Un buen cuento o relato no necesitan mayor explicación o justificación alguna –El profesor lo volvió a interrumpir–. Muchas veces ocurre que en el camino a la hoja de papel se da una autodepuración. Hay personajes cuya naturaleza es lo etéreo, el mundo de las ideas; son demasiado livianos para anclarlos con éxito a la marea blanca. Hay tramas que no son para escribirse –Puntualizó con presunción.
–Entonces –Siguió hablando–, como escritor debes estar consciente hasta dónde quieres o puedes llegar. Hasta dónde estás dispuesto a desdoblar tus argumentos y actores, pero sin caer en la explicación de tus decisiones, de tus personajes; debes borrar casi por completo tu presencia y pensamiento en lo que vayas escribiendo.
–¿Tienes qué, 17 años, Daniel? Si logras entrar a la carrera habiendo encontrado tus palabras, tu voz y tus ideas, será fantástico.
Olvera Prado estuvo mirando continuamente, durante la sesión, la vasija de Talavera. Confirmó que el lugar donde estaba parecía un pequeño santuario; acaso un amuleto hogareño de la buena suerte.
Daniel captó con falsa modestia las palabras de su maestro, casi sin darles un lugar en su mente debido a su terquedad, y durante la sesión se empeñó en tratar de convencer a ambos que su idea era viable. Pero conforme hablaba de sus personajes, le dejaban de interesar. Durante la siguiente hora trató de eludir esa sensación, abundando en las personalidades de Noel y Margarita.
–Nos vemos la siguiente semana, Daniel –Dijo mientras marcaba al celular de su mujer. Al mismo tiempo miraba y con la diestra acariciaba la vasija. No había melancolía en su mirada; los movimientos de sus manos no eran lentos sino rápidos, juguetones.
Daniel caminó por la calle; apenas hubo salido del edificio empezó a trabajar en otra historia. Cruzó la avenida, grabó en un reproductor algunas ocurrencias. Se olvidó por completo de Salamanca y Pruit.
A la semana siguiente, otra vez en el estudio.
–A ver cabroncito, ¿¡me estás diciendo que no avanzaste ni un puto párrafo y que tienes otra historia en mente!?
–No se encabrone, profesor.
–Yo me puedo pasar la vida escuchándote, pero tienes que aprender a realizar y finalizar tus proyectos. Parece que estás jugando y sí, la literatura también es algo lúdico, pero la conclusión forma parte de ello. A menos que pretendas hacer un listado de títulos de cuentos o novelas y lo presentes como un texto o que busques hacer un libro que se llame “Buenas historias para mejores autores”, lo cual, al paso que llevas no es tan disparatado…
–Daniel lo interrumpió con ansiedad– Profesor, he estado pensando en escribir un relato sobre estas sesiones, pero el tema de nuestra charla no se centraría en literatura, sino en una discusión que tuve con mi padre hace tres días.
–¿Qué pasó?
–Ya sabe que es ex militar, funcionario en la Secretaría de Seguridad. Yo fui a la marcha que convocó Sicilia y por la noche discutimos al respecto. No es la primera vez. Lo que me comentó me dejó pensando, porque ahora no se dedicó a descalificar mi apoyo al movimiento, sino a cuestionarlo. Y me surgió la duda o inquietud de si uno debe expresar su ideología o filiación política en lo que uno escribe; ¿cómo hacerlo sin caer en la inducción o la manipulación?
–Daniel, en primer lugar, sí. Tu escritura es uno de los rastros que vas dejando en la vida y, por supuesto, debes escribir sobre las cosas en las que crees y defiendes. Lo que no me gusta es el proselitismo vulgar o la utilización sesgada de la información.
–Pues Papá se encabronó por la acusación generalizada de que Calderón es culpable de las 40 mil muertes –Daniel se levantó y manoteó con desdén–.
–¿Y tú qué piensas?
–Pues pienso que sí es culpable y cuando se lo dije, reventó. Para demostrar que tenía razón, ejemplificó con un matrimonio de cinco años, ambos con inconformidades, reclamos, pero no dicen nada y deciden continuar, esperando que las cosas mejoren por sí solas. Al cabo de otros cinco años, ya tienen hijos y de las inconformidades y reclamos han pasado a los gritos y golpes. Luego de otros cinco años, uno de los dos decide divorciarse porque ya es imposible, literalmente, seguir viviendo así; ¡basta!
–Terminó preguntándome: ¿De quién es la culpa Daniel, de quien dio por terminada la relación y planteó el divorcio o de ambos? No quise responderle porque entendí que mi respuesta reforzaría su razonamiento y su posición respecto a la no culpabilidad de Calderón.
–Te entiendo. Sabes perfectamente que no soy muy afecto a las marchas y esas cosas, pero el ejemplo de tu padre ilustra muy bien el asunto, aunque es parcial… Bobbio nos hubiera dicho que el de tu padre fue “un comentario certero, pero no definitivo”. Este es un problema que trasciende las fronteras del país y los tiempos de Calderón. Es claro que en algún momento la inseguridad iba a estallar; detrás de esto hay décadas de descuido institucional, de corrupción, de pobreza y desigualdad; décadas de construcción de mercados de las drogas y un país vecino que nos compra estupefacientes y nos vende armas. Calderón, como nuevo presidente debilitado por el contexto de su ascensión al poder, tomó una decisión apresurada y es culpable, figurativo, de 40 mil muertes. Así, recuperando el ejemplo de tu padre, el que decide poner fin a la relación marital es culpable de la destrucción familiar, de la venta de la casa y el distanciamiento entre familias y lo que tú gustes y mandes, pero no el único.
Daniel miró a otra parte, no estaba de acuerdo con la opinión de Olvera Prado, y le llamó la atención que una cortinilla cubría la vasija de Talavera. Esto lo sorprendió, sabía lo que contenía ese recipiente.
–Lo que me emputa de este hipotético maridaje, Daniel, es que se nos olvida el otro, el que no decidió separarse; esa maldita falta de autocrítica. Somos una sociedad bastante apática y de pronto, cuando se nos cae la noche encima buscamos con vehemencia y coherencia un culpable; tenemos una afición a la culpabilidad ajena para eximirnos. En estos tiempos en donde exigimos participación social en la democracia, la verdad es que hemos sido bastante marginales y reaccionarios. Veme a mí, que tengo una cultura casi nula en la participación ciudadana. Cada tres años voto, más o menos enterado de la oferta política. Pareciera que sólo salimos a las calles cada que hay una desgracia, es decir, cuando ya es tarde. Tampoco digo que la resistencia civil sea la panacea, pero ayuda bastante.
–Sí, profesor, pero eso mismo que dice, véalo desde otra perspectiva. Mi padre arguye que si no le matan el hijo a Sicilia no habría pasado todo esto, y es verdad, pero también lo es el hecho de que un hombre herido en lo más hondo de su alma es capaz de construir, de hacer converger a la gente y sacarla a las calles.
–¿Qué hicieron otros cuando los hirieron en lo suyo: Obrador, Azcárraga o el Chapo? Buscaron venganza, expandir los costos, pasar sobre los demás y no salir tan maltrechos. Este poeta, Sicilia, viene con una intención poética que renueva los ánimos y esperanzas de muchos.
Estuvieron un rato más discutiendo; el tema desbordó a la literatura, el ritmo de las sesiones y de sus vidas; no pudieron evitarlo, la inseguridad en el país se sobrepuso inamovible entre ellos. Al final, Daniel alcanzó a decir antes de cerrar la puerta.
–¡Pero Calderón sí es culpable, simplemente por ser el presidente.
Olvera Prado miró por mucho tiempo la cortinilla que cubría la vasija de Talavera. No se acordaba de por qué la había cubierto. Los siguientes días no salió de su apartamento, salvo para comprar una veladora. Sólo lo distrajo el aroma nocturno de su mujer y la reunión semanal con sus amigos para el dominó.
Sin embargo, un día antes de su sesión con Daniel, dejó de engañarse. Había tapado la vasija porque no se sentía tranquilo con su padre, justo en la semana había sido su aniversario luctuoso y sólo la tapó. Durante dos o tres días pretendió que estaba en paz con él, pero no fue así.
No recordaba con claridad la relación con él, pero con frecuencia imaginaba que le hubiera gustado que padre hubiera sido como él con sus alumnos del taller de literatura.
Estuvo inquieto toda la semana, la charla sobre el tema de la inseguridad le daba vueltas en su cabeza. Todos los argumentos parecían insuficientes, el tema a esa altura, tenía más tramas que explicaciones y no había tiempo ni pista de por dónde empezar. Los puntos de vista tan encontrados le parecían el síntoma de que apenas se empezaba a discutir algo que se venía pudriendo en el país desde hacía mucho.
Al día siguiente, Daniel entró por la puerta y Olvera Prado casi le recitó.
– Daniel, el movimiento social o la participación ciudadana, es un actor de contrapeso que falta en México de forma sistemática, y no importa el motivo sino su existencia. Pero nunca es tarde si la lucha es buena.
–Para mí –Continuó con premura–, solamente con sentido intelectual y poético se puede lidiar con estas complejidades, con estas contradicciones. Lo que hace 50 años los intelectuales advertían como “contradicción” hoy es la “fricción” que apunta a la “colisión”.
–En aquellos años había espacio para distinguir y descalificar a los hipócritas; hoy en día es difícil no caer en esa etiqueta. Casi todos nuestros actos y hábitos están ligados directa o indirectamente al sistema que tanto criticamos. La tecnología y las comunicaciones han cambiado el rostro de las relaciones humanas, necesitamos, por medio de la ética, no sé si reformar, pero sí volver a pensar nuestros sistemas de actos morales.
–La política –Dijo Olvera Prado con elocuencia, mientras caminaba por el estudio– no sólo debe ser vista como proceso y dejar los actos a un lado. Las cortes internacionales no hubieran ido sobre Pinochet, algunos nazis y otros militares sudamericanos de esa manera. Calderón no es culpable de las más 40 mil muertes, en eso estoy de acuerdo con tu padre. ¡El presidente es culpable de implementar una política de seguridad basada en un pésimo diagnóstico de la misma, de no haber calibrado con precisión las dimensiones de los cárteles en contextos de pobreza, desigualdad y de vecindad con Estados Unidos; de encarar e implementar su política de seguridad con una famélica estructura institucional en los estados y municipios, particularmente los del norte –Daniel miraba a su profesor quien parecía que pensaba en voz alta–! ¡Es culpable de continuar con esa política a pesar de los resultados tan pobres que casi rayan en el genocidio y la estupidez! ¡Es culpable por no darse cuenta de que se requiere una política de seguridad regionalizada! ¡De qué les sirve a los altos funcionarios adquirir sus posgrados en las universidades más prestigiosas en aras de la aplicación de las mejores técnicas, si al final utilizan los viejos oficios de la política inercial e incremental!
–Daniel –De pronto miró a su alumno con atención y emoción, como si hubiera regresado de un largo viaje–, no discutas como burócrata incondicional, periodista amarillista, resentido social al que la Revolución no le ha hecho justicia o como escritor mal informado; así sólo llegarás a conclusiones inconsistentes.
–¿Quieres ser un escritor, un abogado como dice tu padre, o ir más lejos: ser un intelectual? Afortunadamente tienes los medios y el tiempo para llegar tan lejos como te lo propongas. Pero tienes que discutir desde el estado-del-arte de los temas, generar pensamientos genuinos y trascendentales; ser consciente de las contradicciones y fricciones que suceden al vivir como lo hacemos en esta sociedad.
Pronto, Olvera Prado se dio cuenta que lo dicho parecía estar fuera de lugar, suceder a destiempo, como si fueran palabras que pertenecieran a la semana pasada, cuando Daniel propuso el tema, pero ahora, su alumno venía al taller con otro talante.
Daniel miró que la vasija de Talavera estaba al descubierto, sin rastros de la cortinilla. Sonrió y le explicó a Olvera Prado.
–Profesor, me limitaré a hacer la presentación de Noel Salamanca, por medio de un caso. Explicaré su locura, su manía desde el inicio. Será ésta la que vaya marcando el ritmo de sus crímenes. En la primera escena el Marqués de Villena busca desesperadamente a Lucía, una mujer que amó o ama todavía. Está en un baile de máscaras, en la baja edad media. La quiere encontrar porque sabe que corre grave peligro; alguien la quiere matar, y él desea protegerla. Finalmente la encuentra: la está sosteniendo de los brazos al borde del balcón de una amplia terraza, casi a punto de soltarla; de hecho, sabe temerariamente que va a dejarla caer al precipicio que supone la aguda inclinación de la ladera sur del cerro sobre el que está construido el Castillo de Blanca en Murcia, España. Consciente de esta circunstancia ve con resignación cómo Lucía se precipita y se dirige rápidamente hacia su muerte.
Lo más terrible es que mientras la figura de Lucía es engullida por la bruma, el Marqués, al fin se da cuenta que él es el mismo asesino al que perseguía; al borde del balcón logra verse como responsable, cuando ya era tarde.
–Me gusta Daniel, me gusta el giro que le has dado a la historia, pero habrá que ver como lo empalmas con la vida real de Salamanca. Ahora dime, ¿qué pasó con esos ímpetus políticos que traías la semana pasada?
–Los personajes en las alucinaciones de Salamanca son el artificio de ello, las representaciones literarias de lo que está pasando en la vida política y social del país; ¿acaso no se entiende? –Daniel continuó contándole los pormenores, con un ligero desconcierto–.
Al cabo de una semana, Daniel creía trabajar sobre una idea para un texto, pero durante esos días no logró plasmarla sobre el papel. Se empezó a sentir frustrado y no supo qué hacer con esa sensación, como si ésta fuera un dique y no un resorte.
Por su parte, Olvera Prado no había dejado de sentir que lo último dicho a Daniel, era más una autocrítica que un ejercicio de la instrucción. Se acercaba el décimo aniversario luctuoso de su padre y aún tenía las cenizas en la vasija de Talavera. No sabía qué hacer con ellas porque uno nunca sabe qué hacer con lo que no conoce, y él no lo conoció bien, o esa impresión tuvo desde que falleció. Creía que tener visible la vasija lo ayudaría a entender todas esas cosas que ya no podría recuperar de él.
Daniel tocó el timbre; Olvera Prado tomó el interfono y le abrió la puerta.
–¿Qué pasó, Daniel, ya terminaste ese cuento?
–No, no sé si será un cuento o qué. Las etiquetas las ponen los lectores y los críticos. Usted mismo me ha dicho que escribir es como cocinar con olla de presión, sólo en los últimos minutos las cosas adquieren su otra naturaleza, al cabo de la transformación; este proceso es abrupto nunca paulatino. Caro, casi invisible a los ojos, pero dócil al alma y al olfato…
–A esto me refería la semana pasada cuando te dije que eras desidioso y distraído. Yo nunca he hecho el símil entre escribir y cocinar; ¡me caga la cocina!
–Bueno, profesor, fue una forma de apoyar lo que iba a decir, a veces pongo mis palabras en boca de otros…
–¡No Daniel, no! Ese es tu problema; uno de ellos –Olvera Prado lo interrumpió–. Hay cosas que dices que serían realmente valiosas para tus textos, pero no te das cuenta cuando las expresas; es como si no te escucharas y te obligarás a no distinguirte –Olvera Prado se incorporó sobre el sofá y mostraba cierto desespero, también intuía que sus palabras tardarían días o meses en fermentarse en la mente de Daniel–. El riesgo que corres es que el anonimato de tu voz y tus palabras se te haga costumbre.
–¿Acaso no crees lo que dices? No sé si creas en lo que escribes, pero me da la impresión que no le das crédito a tus propias palabras. Aparentas buscar mi aprobación o la de alguien más. La aprobación déjala en casa para tus padres o en tu escuela.
–¿Y lo de guevón y malagradecido, por qué me lo dijo? –Preguntó Daniel burlonamente.
–Eso fue por puro coraje…
Daniel lo miraba, como tantas veces cuando aprendía algo nuevo, pero era lo suficientemente soberbio para no aceptar públicamente una enseñanza valiosa y se limitó a convalidar lo dicho por su maestro, como si supiera perfectamente de lo que éste le hablaba.
–¿Venga, qué es lo que me traes?
–La idea ya la conoce. El protagonista es un detective privado, Noel Salamanca, 45 años; es un economista fracasado y orillado, por el alto desempleo, a tomar un curso en la Policía Judicial del Distrito Federal. Posteriormente es expulsado por corrupto y termina como investigador privado…
–Pero la literatura ya tiene agentes, desde Sherlock Holmes hasta Belascoarán Shayne, por mencionar sólo dos…
–Si nos ponemos en ese plan, ¿para qué seguir escribiendo, si los temas siguen siendo los mismos? A diferencia de ellos –Continuó Daniel entusiasmado–, Salamanca fragua sus propios casos: mata, roba, secuestra, extorsiona. También sabe aportar los chivos expiatorios: mujeres, hombres, ancianos y hasta niños.
–No sé por qué me viene a la mente Boogie “el Aceitoso”.
–Sí, pero además, Salamanca tiene una ayudanta secreta. Margarita Pruit, mujer hermosa, 23 años; pelirroja, alta, ojiverde, pecosa. Ella es un fantasma, un demonio…
–Un buen cuento o relato no necesitan mayor explicación o justificación alguna –El profesor lo volvió a interrumpir–. Muchas veces ocurre que en el camino a la hoja de papel se da una autodepuración. Hay personajes cuya naturaleza es lo etéreo, el mundo de las ideas; son demasiado livianos para anclarlos con éxito a la marea blanca. Hay tramas que no son para escribirse –Puntualizó con presunción.
–Entonces –Siguió hablando–, como escritor debes estar consciente hasta dónde quieres o puedes llegar. Hasta dónde estás dispuesto a desdoblar tus argumentos y actores, pero sin caer en la explicación de tus decisiones, de tus personajes; debes borrar casi por completo tu presencia y pensamiento en lo que vayas escribiendo.
–¿Tienes qué, 17 años, Daniel? Si logras entrar a la carrera habiendo encontrado tus palabras, tu voz y tus ideas, será fantástico.
Olvera Prado estuvo mirando continuamente, durante la sesión, la vasija de Talavera. Confirmó que el lugar donde estaba parecía un pequeño santuario; acaso un amuleto hogareño de la buena suerte.
Daniel captó con falsa modestia las palabras de su maestro, casi sin darles un lugar en su mente debido a su terquedad, y durante la sesión se empeñó en tratar de convencer a ambos que su idea era viable. Pero conforme hablaba de sus personajes, le dejaban de interesar. Durante la siguiente hora trató de eludir esa sensación, abundando en las personalidades de Noel y Margarita.
–Nos vemos la siguiente semana, Daniel –Dijo mientras marcaba al celular de su mujer. Al mismo tiempo miraba y con la diestra acariciaba la vasija. No había melancolía en su mirada; los movimientos de sus manos no eran lentos sino rápidos, juguetones.
Daniel caminó por la calle; apenas hubo salido del edificio empezó a trabajar en otra historia. Cruzó la avenida, grabó en un reproductor algunas ocurrencias. Se olvidó por completo de Salamanca y Pruit.
A la semana siguiente, otra vez en el estudio.
–A ver cabroncito, ¿¡me estás diciendo que no avanzaste ni un puto párrafo y que tienes otra historia en mente!?
–No se encabrone, profesor.
–Yo me puedo pasar la vida escuchándote, pero tienes que aprender a realizar y finalizar tus proyectos. Parece que estás jugando y sí, la literatura también es algo lúdico, pero la conclusión forma parte de ello. A menos que pretendas hacer un listado de títulos de cuentos o novelas y lo presentes como un texto o que busques hacer un libro que se llame “Buenas historias para mejores autores”, lo cual, al paso que llevas no es tan disparatado…
–Daniel lo interrumpió con ansiedad– Profesor, he estado pensando en escribir un relato sobre estas sesiones, pero el tema de nuestra charla no se centraría en literatura, sino en una discusión que tuve con mi padre hace tres días.
–¿Qué pasó?
–Ya sabe que es ex militar, funcionario en la Secretaría de Seguridad. Yo fui a la marcha que convocó Sicilia y por la noche discutimos al respecto. No es la primera vez. Lo que me comentó me dejó pensando, porque ahora no se dedicó a descalificar mi apoyo al movimiento, sino a cuestionarlo. Y me surgió la duda o inquietud de si uno debe expresar su ideología o filiación política en lo que uno escribe; ¿cómo hacerlo sin caer en la inducción o la manipulación?
–Daniel, en primer lugar, sí. Tu escritura es uno de los rastros que vas dejando en la vida y, por supuesto, debes escribir sobre las cosas en las que crees y defiendes. Lo que no me gusta es el proselitismo vulgar o la utilización sesgada de la información.
–Pues Papá se encabronó por la acusación generalizada de que Calderón es culpable de las 40 mil muertes –Daniel se levantó y manoteó con desdén–.
–¿Y tú qué piensas?
–Pues pienso que sí es culpable y cuando se lo dije, reventó. Para demostrar que tenía razón, ejemplificó con un matrimonio de cinco años, ambos con inconformidades, reclamos, pero no dicen nada y deciden continuar, esperando que las cosas mejoren por sí solas. Al cabo de otros cinco años, ya tienen hijos y de las inconformidades y reclamos han pasado a los gritos y golpes. Luego de otros cinco años, uno de los dos decide divorciarse porque ya es imposible, literalmente, seguir viviendo así; ¡basta!
–Terminó preguntándome: ¿De quién es la culpa Daniel, de quien dio por terminada la relación y planteó el divorcio o de ambos? No quise responderle porque entendí que mi respuesta reforzaría su razonamiento y su posición respecto a la no culpabilidad de Calderón.
–Te entiendo. Sabes perfectamente que no soy muy afecto a las marchas y esas cosas, pero el ejemplo de tu padre ilustra muy bien el asunto, aunque es parcial… Bobbio nos hubiera dicho que el de tu padre fue “un comentario certero, pero no definitivo”. Este es un problema que trasciende las fronteras del país y los tiempos de Calderón. Es claro que en algún momento la inseguridad iba a estallar; detrás de esto hay décadas de descuido institucional, de corrupción, de pobreza y desigualdad; décadas de construcción de mercados de las drogas y un país vecino que nos compra estupefacientes y nos vende armas. Calderón, como nuevo presidente debilitado por el contexto de su ascensión al poder, tomó una decisión apresurada y es culpable, figurativo, de 40 mil muertes. Así, recuperando el ejemplo de tu padre, el que decide poner fin a la relación marital es culpable de la destrucción familiar, de la venta de la casa y el distanciamiento entre familias y lo que tú gustes y mandes, pero no el único.
Daniel miró a otra parte, no estaba de acuerdo con la opinión de Olvera Prado, y le llamó la atención que una cortinilla cubría la vasija de Talavera. Esto lo sorprendió, sabía lo que contenía ese recipiente.
–Lo que me emputa de este hipotético maridaje, Daniel, es que se nos olvida el otro, el que no decidió separarse; esa maldita falta de autocrítica. Somos una sociedad bastante apática y de pronto, cuando se nos cae la noche encima buscamos con vehemencia y coherencia un culpable; tenemos una afición a la culpabilidad ajena para eximirnos. En estos tiempos en donde exigimos participación social en la democracia, la verdad es que hemos sido bastante marginales y reaccionarios. Veme a mí, que tengo una cultura casi nula en la participación ciudadana. Cada tres años voto, más o menos enterado de la oferta política. Pareciera que sólo salimos a las calles cada que hay una desgracia, es decir, cuando ya es tarde. Tampoco digo que la resistencia civil sea la panacea, pero ayuda bastante.
–Sí, profesor, pero eso mismo que dice, véalo desde otra perspectiva. Mi padre arguye que si no le matan el hijo a Sicilia no habría pasado todo esto, y es verdad, pero también lo es el hecho de que un hombre herido en lo más hondo de su alma es capaz de construir, de hacer converger a la gente y sacarla a las calles.
–¿Qué hicieron otros cuando los hirieron en lo suyo: Obrador, Azcárraga o el Chapo? Buscaron venganza, expandir los costos, pasar sobre los demás y no salir tan maltrechos. Este poeta, Sicilia, viene con una intención poética que renueva los ánimos y esperanzas de muchos.
Estuvieron un rato más discutiendo; el tema desbordó a la literatura, el ritmo de las sesiones y de sus vidas; no pudieron evitarlo, la inseguridad en el país se sobrepuso inamovible entre ellos. Al final, Daniel alcanzó a decir antes de cerrar la puerta.
–¡Pero Calderón sí es culpable, simplemente por ser el presidente.
Olvera Prado miró por mucho tiempo la cortinilla que cubría la vasija de Talavera. No se acordaba de por qué la había cubierto. Los siguientes días no salió de su apartamento, salvo para comprar una veladora. Sólo lo distrajo el aroma nocturno de su mujer y la reunión semanal con sus amigos para el dominó.
Sin embargo, un día antes de su sesión con Daniel, dejó de engañarse. Había tapado la vasija porque no se sentía tranquilo con su padre, justo en la semana había sido su aniversario luctuoso y sólo la tapó. Durante dos o tres días pretendió que estaba en paz con él, pero no fue así.
No recordaba con claridad la relación con él, pero con frecuencia imaginaba que le hubiera gustado que padre hubiera sido como él con sus alumnos del taller de literatura.
Estuvo inquieto toda la semana, la charla sobre el tema de la inseguridad le daba vueltas en su cabeza. Todos los argumentos parecían insuficientes, el tema a esa altura, tenía más tramas que explicaciones y no había tiempo ni pista de por dónde empezar. Los puntos de vista tan encontrados le parecían el síntoma de que apenas se empezaba a discutir algo que se venía pudriendo en el país desde hacía mucho.
Al día siguiente, Daniel entró por la puerta y Olvera Prado casi le recitó.
– Daniel, el movimiento social o la participación ciudadana, es un actor de contrapeso que falta en México de forma sistemática, y no importa el motivo sino su existencia. Pero nunca es tarde si la lucha es buena.
–Para mí –Continuó con premura–, solamente con sentido intelectual y poético se puede lidiar con estas complejidades, con estas contradicciones. Lo que hace 50 años los intelectuales advertían como “contradicción” hoy es la “fricción” que apunta a la “colisión”.
–En aquellos años había espacio para distinguir y descalificar a los hipócritas; hoy en día es difícil no caer en esa etiqueta. Casi todos nuestros actos y hábitos están ligados directa o indirectamente al sistema que tanto criticamos. La tecnología y las comunicaciones han cambiado el rostro de las relaciones humanas, necesitamos, por medio de la ética, no sé si reformar, pero sí volver a pensar nuestros sistemas de actos morales.
–La política –Dijo Olvera Prado con elocuencia, mientras caminaba por el estudio– no sólo debe ser vista como proceso y dejar los actos a un lado. Las cortes internacionales no hubieran ido sobre Pinochet, algunos nazis y otros militares sudamericanos de esa manera. Calderón no es culpable de las más 40 mil muertes, en eso estoy de acuerdo con tu padre. ¡El presidente es culpable de implementar una política de seguridad basada en un pésimo diagnóstico de la misma, de no haber calibrado con precisión las dimensiones de los cárteles en contextos de pobreza, desigualdad y de vecindad con Estados Unidos; de encarar e implementar su política de seguridad con una famélica estructura institucional en los estados y municipios, particularmente los del norte –Daniel miraba a su profesor quien parecía que pensaba en voz alta–! ¡Es culpable de continuar con esa política a pesar de los resultados tan pobres que casi rayan en el genocidio y la estupidez! ¡Es culpable por no darse cuenta de que se requiere una política de seguridad regionalizada! ¡De qué les sirve a los altos funcionarios adquirir sus posgrados en las universidades más prestigiosas en aras de la aplicación de las mejores técnicas, si al final utilizan los viejos oficios de la política inercial e incremental!
–Daniel –De pronto miró a su alumno con atención y emoción, como si hubiera regresado de un largo viaje–, no discutas como burócrata incondicional, periodista amarillista, resentido social al que la Revolución no le ha hecho justicia o como escritor mal informado; así sólo llegarás a conclusiones inconsistentes.
–¿Quieres ser un escritor, un abogado como dice tu padre, o ir más lejos: ser un intelectual? Afortunadamente tienes los medios y el tiempo para llegar tan lejos como te lo propongas. Pero tienes que discutir desde el estado-del-arte de los temas, generar pensamientos genuinos y trascendentales; ser consciente de las contradicciones y fricciones que suceden al vivir como lo hacemos en esta sociedad.
Pronto, Olvera Prado se dio cuenta que lo dicho parecía estar fuera de lugar, suceder a destiempo, como si fueran palabras que pertenecieran a la semana pasada, cuando Daniel propuso el tema, pero ahora, su alumno venía al taller con otro talante.
Daniel miró que la vasija de Talavera estaba al descubierto, sin rastros de la cortinilla. Sonrió y le explicó a Olvera Prado.
–Profesor, me limitaré a hacer la presentación de Noel Salamanca, por medio de un caso. Explicaré su locura, su manía desde el inicio. Será ésta la que vaya marcando el ritmo de sus crímenes. En la primera escena el Marqués de Villena busca desesperadamente a Lucía, una mujer que amó o ama todavía. Está en un baile de máscaras, en la baja edad media. La quiere encontrar porque sabe que corre grave peligro; alguien la quiere matar, y él desea protegerla. Finalmente la encuentra: la está sosteniendo de los brazos al borde del balcón de una amplia terraza, casi a punto de soltarla; de hecho, sabe temerariamente que va a dejarla caer al precipicio que supone la aguda inclinación de la ladera sur del cerro sobre el que está construido el Castillo de Blanca en Murcia, España. Consciente de esta circunstancia ve con resignación cómo Lucía se precipita y se dirige rápidamente hacia su muerte.
Lo más terrible es que mientras la figura de Lucía es engullida por la bruma, el Marqués, al fin se da cuenta que él es el mismo asesino al que perseguía; al borde del balcón logra verse como responsable, cuando ya era tarde.
–Me gusta Daniel, me gusta el giro que le has dado a la historia, pero habrá que ver como lo empalmas con la vida real de Salamanca. Ahora dime, ¿qué pasó con esos ímpetus políticos que traías la semana pasada?
–Los personajes en las alucinaciones de Salamanca son el artificio de ello, las representaciones literarias de lo que está pasando en la vida política y social del país; ¿acaso no se entiende? –Daniel continuó contándole los pormenores, con un ligero desconcierto–.
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