Llegué tarde… pero ya estoy aquí.
Estar en el barrio era cabrón; crecer en el barrio estaba más cabrón. En el barrio eras puto o eras chingón y si te dejabas hacer el iris no te bajaban de pendejón. Así de cerrada era la alternativa de ser, como cerradas eran las calles al caminarlas si querías pasarlas; su achicamiento me sorprendía; las paredes y cortinas de metal se te iban encima si intentabas escapar. Las calles de ciertos barrios, una vez que te han mojado, no te dejan volar más allá del vecindario.
El barrio siempre dejaba lecciones, pero había pendejos que nunca las entendían y astutos que las sabían aprovechar y, muy de vez en cuando, lograban escapar de la calle.
En el barrio no se crecía, ni se obtenía respeto o se inspiraba temor con el paso de los años; a éstos se los tomaba de volada, se los amachinaba.
Soy el menor de tres hermanos; Joaquín y Osvaldo, a pesar de ser los mayores, no eran más altos que yo; no en el tiempo en que yo empezaba a juntarme con los valedores de la cuadra. Yo era gordo y lento, a diferencia de ellos que iban al Gym.
Un día que jugábamos fútbol en la calle, me tenían de portero porque era muy torpe con las patas. Un vale del equipo rival, al que le decíamos el Botana, se acercó muy rápido y cerca de mí disparo a portería; no tuve tiempo de meter las manos y me dio en la cara; me ardió muchísimo el cachete izquierdo. Disparó tres veces más y todas pegaron en mi cuerpo; fui incapaz de instrumentar respuesta con mis brazos, había sido fusilado, pero el cabrón no metió gol.
Quedé abatido y batido en la calle, entre las dos piedras que marcaban la portería. Los de mi equipo fueron por mí. Pensé que se burlarían.
–Pinche Montoya, ahora sí te la rifaste, pinche gordito… –decía alguien, pero no sabía quién porque todos se empezaron a amontonar en torno a mí. Al final me hicieron bolita, pero desde esa tarde todo empezó a ser diferente.
Por la noche, mis carnales me dijeron que para pararle los cañonazos al Botana había que tener güevos. Me miraban como si hubiera pasado con diez todas las materias de la escuela.
Al otro día mis valedores ya no me cargaban calor, de hecho hubo mucho silencio porque siempre yo era el blanco de la carrilla. Entonces, alguien más empezó a ocupar ese detestable lugar. Incluso el Botana me empezó a saludar; antes ni me miraba.
Cuatro o cinco años después, el Jaramo era el nuevo líder de la cuadra; al Botana lo habían matado en una riña afuera de un congal que estaba cerca de la casa. A mí se me había quitado lo gordo y me había puesto mamado. Mis hermanos se habían ido de mojados a Houston, al gabacho. Por la fama que dejaron en el barrio, conmigo nadie se metía.
Otra tarde jugábamos fútbol, el chavito que era nuestro portero estaba más güey que yo, pero no había otro. Al despejar, voló la pelota a una casa abandonada. El pobre tenía la cara toda asustada, estaba muy nervioso y ni modo.
–¡Órale pinche Ardiles, lánzate por la pelota! –gritó el Jaramo fuerte y muy serio, mientras nos veía a todos dijo: –¡Y que nadie le ayude!
El pobre Ardiles, no sabía ni qué hacer. Ahí estaba paradito y lastimándose las manos con la reja sin poderse aferrar a las varillas sueltas para empezar a escalar la verja y luego saltarse al otro lado. Estaba muy alto para él, con sus bracitos enclenques. En eso agarré y me levanté; fui hasta donde estaba el chavito. Entrelacé mis dedos con las palmas hacia arriba y formé un escalón: –Vas Ardiles.
Pronto aventó la pelota desde el otro lado de la reja, y su regreso ya fue más fácil, porque agarró confianza.
La bronca fue que al voltear a ver dónde caía la bola, sentí un puñetazo en la cara; el Jaramo se me abalanzó. Pues cómo no, si no lo había obedecido. Me le dejé ir y por puro instinto le acomodé dos o tres guamazos en su cara, pero al final me surtió bien chido. Me partió los labios y me dejó el ojo de cotorra.
Nuevamente todo cambió. Ya no se metían conmigo sólo por ser hermano de Joaco y de Oz, sino porque me había peleado con el Jaramo y, como decían mis hermanos mayores: hay que tener güevos para eso.
Incluso varios chavos me empezaban a seguir o me preguntaban que qué hacíamos; pero no, el Jaramo seguía siendo el líder; además, nos hicimos amigos desde esa pelea que tuvimos.
Una noche nos cambiamos de casa porque mi madre se casó con un señor muy educado y de buena posición socioeconómica. Vi que quería mucho a mi madre y lo empecé a admirar por otras razones, también empecé a imitar sus reacciones y razones. Mi vida cambió por completo. La casa a donde nos fuimos a vivir era muy grande y estaba ubicada en una colonia diametralmente opuesta, en todos los sentidos, a la del barrio donde me crié. El ambiente escolar también fue distinto; mucho mejor. Tuve compañeros y amigos muy diferentes. Años después me di cuenta que era uno de esos juniors que tanto criticábamos en la infancia mis hermanos y yo, cuando estábamos sentados en los parques cercanos a la casa. Dejé de utilizar las palabras de la calle, el caló, las señas; muchos códigos y los sitios de reunión.
Mi madre vivió sumamente contenta todo este cambio; nunca la había visto así desde que mi padre vivía con nosotros. Mi padrastro fue muy buena persona con ambos. A mí me pagó los estudios; incluso financió parte de los viajes para estar ahora frente a esta universidad londinense con la carta de aceptación en mano, en esta fría calle Portugal, frente a la Waterstones bookstore.
Del barrio conservo las lecturas de la vida y de la gente; nunca olvidaré que en la callé aprendí a leer los rostros, los ademanes y las gesticulaciones; mejor aún, los tonos de la voz y el movimiento de los pies. La traición o la mentira no tienen olor, pero son tan pesados, complejos y sofisticados que, por esta composición, comportan demasiada arrogancia, y por ello son fácilmente identificables. Si uno sale del barrio, no lo hace ileso. Éste enseña, pero también induce muchos vicios; uno de ellos es el miedo en su forma más mordaz y tenaz: la desconfianza.
Todavía, cuando voy caminando por ahí y alguien grita “¡Ese Montoya, chinga tu madre!”, por alguna lejana y emotiva razón, aunque sé que no se refieren a mí, suelo voltear con lentitud sin sentirme aludido; en ese trayecto muscular, mientras mis pies avanzan y mi cabeza gira hacia atrás, mi cuerpo se va convirtiendo en la abrupta y fugaz charnela de dos mundos que se distancian cada vez más y más…
2 comentarios:
Coltrane, si duda tu pluma va mejorando y que bueno, este relato me gustó mucho, creo que nosotros nos sentimos identificados con estas historias ya que de alguna manera, tambien crecimos en barrios bravos, me gustó mucho Col, creo que ya tienes mucho mayor calidad y tu lenguaje es fino y refinado.
Pues gracias por tus opiniones, Colt... Sí, los barrios bravos dejan muchas enseñanzas y hay que saberlas utilizar. Algunos pasan más años ahí; otros, como yo, estuve como seis años en el barrio, pero muchas de las cosas que vi, viví y aprendí, ahora puedo aplicarlas muy bien en lo que al ámbito laboral se refiere y, el literario, también.
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