Cuando era joven platicaba con mi abuelo; le gustaba escribir, tenía una imaginación prodigiosa. A él le gustaba discutir conmigo acerca de mundos imaginarios que fueran más interesantes que el nuestro. No se le ocurrían burdas variaciones de la realidad, sino pequeñas y casi imperceptibles –esas son las peligrosas porque confunden y provocan eso que llaman “razonar”, –solía decir con esa sonrisa pícara de quien tramó una mentira fenomenal–. En ese sentido, le daba la razón pues una invención tosca lo primero que genera es rechazo, cuando no sorpresa; jamás reflexión. Es fácil pasar de la sorpresa a la aceptación, sin visitar el análisis.
Mi abuelo narró un mundo en donde el pensamiento religioso fue antes una religión. Por lo menos la palabra “religión” es original (detalle que siempre caracterizó a los cuentos del abuelo). Cuando le inquirí sobre la acuñación de palabra tan peculiar, me respondió que su construcción obedecía a un doble sentido etimológico.
–Por una lado, el prefijo “re” denota una mayor fuerza del movimiento o cosa de que se trate; lo interesante es que desde el latín con “ligare” o desde el griego “legere”, toma forma la palabra. Mira, “ligare” significa atar y “legere”, escoger. De ahí se pueden desprender todas las connotaciones que se te ocurran. El sentido que le doy a la palabra “religión”, también es doble; por un lado su significado relacionado con lo sagrado y objeto de culto, ese movimiento que con fuerza nos ata, pero que también con fuerza nos hace buscarla. Es como escrutar esa fuerza con el albedrío. ¿Te das cuenta como en ese mundo tendrían que asociar la palabra “libre” a albedrío para empezar a pensar en una libertad que no sienten por siglos de subsumisión al uso político que del pensamiento religioso permite la religión, el culto a lo divino?–
–Y en la historia del mundo que imaginé, la religión fue utilizada para dominar, controlar a pueblos enteros. Algunos se aprovecharon de esa doble fuerza, la que emana de los seres humanos y la que impone una figura superior–.
El abuelo pasaba muy rápido de la efusión a la tristeza cuando se refería a ese mundo. Me resultaba imposible creer que hubiera personas empecinadas en entender mundos que no existían, pero así era mi abuelo.
–Egdar, tú sabes que religioso es un adjetivo para caracterizar una forma de pensar el mundo, pero también es una de esas palabras sin sustancia, es decir, no hay objeto, acto, pensamiento, etcétera, cuyo nombre irradie religión, esto es, objeto de culto. En el mundo que propongo, hay objetos de culto, de devoción. Imagínate que hasta una persona puede ser considerada como una deidad. ¡Sería fantástico, ¿no te parece, Egdar?!, –estaba radiante el abuelo–.
Yo, siempre pragmático, usualmente trataba de darle explicaciones multisésticas, cierto, precarias, pero para intentar aceptar sus propuestas.
–Abuelo, para que ello fuese posible, la química hormonal de los habitantes de ese mundo debió segregar ciertas sustancias para generar los impulsos electrobioquímicos de una exagerada ambición, que trascendiera las fronteras de lo necesario para vivir, pero me suena muy descabellado; por otra lado, también tendría que estar su contraparte, una serie de agentes químicos que fomentaran la sensación de querer tener más de lo necesario, también para vivir, pero desde una necesidad distinta. Dos necesidades, una material y otra intangible; lo curioso, ambas trascienden la propia humanidad inmediata.
–¿Qué complicado eres, abuelo?
Él sólo se carcajeaba cuando escuchaba mis alegatos.
–En un mundo como el que te cuento, Egdar, el uso de la religión por unos cuantos, retrasó la evolución técnica y tecnológica de sus pueblos. Quemaron la sabiduría milenaria y esos cuantos impusieron pocos textos para ser obedecidos, aprovechando el impulso natural de los seres humanos para acceder a la trascendencia, misma que su persistente necesidad, usualmente, les negaba–.
–Y fíjate el detalle, Egdar, que esos pueblos basaron su avance técnico y tecnológico, siglos después, en corregir, prevenir; eran pueblos que hicieron de la previsión un modus operandi: su cultura. No por nada…, se me acaba de ocurrir, creó artefactos que almacenaban información, indicadores; esos ordenadores de datos funcionaban para evitar ese trauma histórico. Una parte era la capacidad de almacenaje; la otra, su socialización, es decir, no ubicar la información, lograrla ubicua: como su antiguo Dios, en el nombre del cual unos cuantos destruyeron toda la información… ironías de la vida, ¿no Egdar?
A mí me pareció pueril el comentario del abuelo… ¿hombres empecinados en crear artefactos que ordenan información, indicadores?... ¿Para qué? Somos personas que podemos memorizar e inteligir desde los seis años todos los nombres de los sistemas solares de nuestra galaxia; a los veinte, todas sus características atmosféricas, la química de sus superficies; a los cuarenta nos enamoramos y amamos sin perder capacidades de memorización; a los sesenta, antes de la universae entregae, somos capaces de empezar a sentir lo que siente el otro y, entonces sí, educar a nuestros hijos producto de la universae entregae.
Vaya imaginación del abuelo. Para evitar que pudiéramos aprehender lo que nuestros sentidos nos brindan, tendría que haber un trauma sociogenético muy profundo: ¿la sexualidad?
Bueno, hace muy poco accedí a la memoria histórica de nuestra especie, pero ¿por qué podría ocurrir algo así, además de la química fisiológica? No se me ocurre nada, pero al abuelo vaya que sí.
–Egdar, tú apenas lo sabes pero en nuestro mundo, primero llegamos al pensamiento filosófico, luego al científico y, finalmente, al religioso y al mitológico. Lo que se me ocurrió al iniciar este cuento es que invertí el orden de los acontecimientos. Me imaginé un mundo que haya llegado a Dios antes que a la Ley de la Gravedad; que las estructuras del pensamiento religioso hubieran sido previas a las del científico–.
–Lo importante y trascendente del pensamiento científico no es la densidad de sus aseveraciones (ya sea que se basen en el método de búsqueda o en la consistencia de resultados), la importancia radica en sus consecuencias ulteriores para la intencionalidad del ser humano y en la generación de confianza. Ambas se derivan de algo que sobra en ese otro mundo: el afán de lucro. Acá confiamos tanto en cada uno de nosotros y en nosotros mismos, que no ha sido necesario que un sólo científico repita experimento alguno, o dude de las conclusiones del otro. En casi 200 años de civilización y pensamiento científico, ya hacemos viajes intergalácticos; en aquel mundo, primero el uso de la religión y luego la comercialización de los resultados científicos, estancaron todo, una nata del tiempo–.
–Ahora que tienes poco de haber cumplido los 20 años, paulatinamente entenderás lo hermoso y trascendental que es la Ley de la gravedad para nosotros. Esa ley nos permitió transformar mil milenios de viaje sideral en casi un attosegundo, no sin antes aleccionarnos sobre la relatividad de la fuerza en el espacio y el tiempo, y del sesgo medible que persiste entre la microfísica y la macrofísica–.
–Egdar, el pensamiento religioso fue una necesidad porque el avance técnico y tecnológico de que constantemente nos proveían los métodos científicos, nos dejaron casi sin orientación y perdimos por un tiempo la brújula: ¿y a dónde vamos con tanta técnica y tecnología? Podemos llenar la historia de encuentros con galaxias y más galaxias, de conocimientos y saberes diferentes y nuevos, ¿pero para qué?
–Fue cuando me di cuenta que ese tipo de preguntas “qué y para qué o Cómo y cuándo”, prefiguraban un mundo como el que imaginé. Entonces el pensamiento religioso nos salvó, no sé si para siempre, pero nos salvó de nuestro avance desorientado, porque todas nuestras fuerzas intelectuales fueron catalizadas por esa hermosa atadura a una divinidad necesitada y buscada que nos enajenara la inmediatez práctica del conocimiento generado, sin el lucro–.
–Pero sabes Egdar, el uso político de la religión tuvo virtudes para esos pueblos, aunque no lo creas. Los dotó de coherencia en su convivencia social. Gracias a los miedos que generó y a las virtudes que procuró, se forjaron códigos sociales que trascendieron o cruzaron a todos los grupos sociales, a todos los segmentos económicos; la religión cohesionó a esas sociedades–.
–Pero, abuelo, lo mismo hubiera hecho el pensamiento científico, ¿no?
–No, Egdar, en ese mundo la religión fue para todos, chicos y grandes, pobres y ricos… ojalá hubiera una palabra para decir que era de todos, pero me sigues, ¿no? Allá hubo desigualdades de todo tipo, lo que se tradujo en que conforme las personas crecían, iban dejando la escuela, de estudiar. Así, cuando llegaba el momento de que el pensamiento científico ofreciera a las personas fundamentos éticos y de progreso, pues casi nadie llegaba ahí; la desescolarización, Egdar, fue el gran problema de acceso al pensamiento científico. Si no es por la religión todo hubiera degenerado antes, mucho antes. El colapso fue retrasado por la religión. Muchos se quejaron de ella cuando la civilización alcanzó cierta madurez, pero no vieron que sus argumentos fueron solapados y auspiciados por la religión y, para ser burdos: facilitados por índices bajo sotanas que ordenaron matanzas. Eso no los hizo ni peores ni mejores, simplemente personajes de lo que te cuento.
–No entiendo, abuelo.
–Egdar, es como decir que tu nombre significa “el hombre que defiende su territorio” y, que hace varias décadas hubo un rey sumamente querido que en una borrachera decretó que la “g” iría antes que la “d”; antes era Edgar.
Mi abuelo narró un mundo en donde el pensamiento religioso fue antes una religión. Por lo menos la palabra “religión” es original (detalle que siempre caracterizó a los cuentos del abuelo). Cuando le inquirí sobre la acuñación de palabra tan peculiar, me respondió que su construcción obedecía a un doble sentido etimológico.
–Por una lado, el prefijo “re” denota una mayor fuerza del movimiento o cosa de que se trate; lo interesante es que desde el latín con “ligare” o desde el griego “legere”, toma forma la palabra. Mira, “ligare” significa atar y “legere”, escoger. De ahí se pueden desprender todas las connotaciones que se te ocurran. El sentido que le doy a la palabra “religión”, también es doble; por un lado su significado relacionado con lo sagrado y objeto de culto, ese movimiento que con fuerza nos ata, pero que también con fuerza nos hace buscarla. Es como escrutar esa fuerza con el albedrío. ¿Te das cuenta como en ese mundo tendrían que asociar la palabra “libre” a albedrío para empezar a pensar en una libertad que no sienten por siglos de subsumisión al uso político que del pensamiento religioso permite la religión, el culto a lo divino?–
–Y en la historia del mundo que imaginé, la religión fue utilizada para dominar, controlar a pueblos enteros. Algunos se aprovecharon de esa doble fuerza, la que emana de los seres humanos y la que impone una figura superior–.
El abuelo pasaba muy rápido de la efusión a la tristeza cuando se refería a ese mundo. Me resultaba imposible creer que hubiera personas empecinadas en entender mundos que no existían, pero así era mi abuelo.
–Egdar, tú sabes que religioso es un adjetivo para caracterizar una forma de pensar el mundo, pero también es una de esas palabras sin sustancia, es decir, no hay objeto, acto, pensamiento, etcétera, cuyo nombre irradie religión, esto es, objeto de culto. En el mundo que propongo, hay objetos de culto, de devoción. Imagínate que hasta una persona puede ser considerada como una deidad. ¡Sería fantástico, ¿no te parece, Egdar?!, –estaba radiante el abuelo–.
Yo, siempre pragmático, usualmente trataba de darle explicaciones multisésticas, cierto, precarias, pero para intentar aceptar sus propuestas.
–Abuelo, para que ello fuese posible, la química hormonal de los habitantes de ese mundo debió segregar ciertas sustancias para generar los impulsos electrobioquímicos de una exagerada ambición, que trascendiera las fronteras de lo necesario para vivir, pero me suena muy descabellado; por otra lado, también tendría que estar su contraparte, una serie de agentes químicos que fomentaran la sensación de querer tener más de lo necesario, también para vivir, pero desde una necesidad distinta. Dos necesidades, una material y otra intangible; lo curioso, ambas trascienden la propia humanidad inmediata.
–¿Qué complicado eres, abuelo?
Él sólo se carcajeaba cuando escuchaba mis alegatos.
–En un mundo como el que te cuento, Egdar, el uso de la religión por unos cuantos, retrasó la evolución técnica y tecnológica de sus pueblos. Quemaron la sabiduría milenaria y esos cuantos impusieron pocos textos para ser obedecidos, aprovechando el impulso natural de los seres humanos para acceder a la trascendencia, misma que su persistente necesidad, usualmente, les negaba–.
–Y fíjate el detalle, Egdar, que esos pueblos basaron su avance técnico y tecnológico, siglos después, en corregir, prevenir; eran pueblos que hicieron de la previsión un modus operandi: su cultura. No por nada…, se me acaba de ocurrir, creó artefactos que almacenaban información, indicadores; esos ordenadores de datos funcionaban para evitar ese trauma histórico. Una parte era la capacidad de almacenaje; la otra, su socialización, es decir, no ubicar la información, lograrla ubicua: como su antiguo Dios, en el nombre del cual unos cuantos destruyeron toda la información… ironías de la vida, ¿no Egdar?
A mí me pareció pueril el comentario del abuelo… ¿hombres empecinados en crear artefactos que ordenan información, indicadores?... ¿Para qué? Somos personas que podemos memorizar e inteligir desde los seis años todos los nombres de los sistemas solares de nuestra galaxia; a los veinte, todas sus características atmosféricas, la química de sus superficies; a los cuarenta nos enamoramos y amamos sin perder capacidades de memorización; a los sesenta, antes de la universae entregae, somos capaces de empezar a sentir lo que siente el otro y, entonces sí, educar a nuestros hijos producto de la universae entregae.
Vaya imaginación del abuelo. Para evitar que pudiéramos aprehender lo que nuestros sentidos nos brindan, tendría que haber un trauma sociogenético muy profundo: ¿la sexualidad?
Bueno, hace muy poco accedí a la memoria histórica de nuestra especie, pero ¿por qué podría ocurrir algo así, además de la química fisiológica? No se me ocurre nada, pero al abuelo vaya que sí.
–Egdar, tú apenas lo sabes pero en nuestro mundo, primero llegamos al pensamiento filosófico, luego al científico y, finalmente, al religioso y al mitológico. Lo que se me ocurrió al iniciar este cuento es que invertí el orden de los acontecimientos. Me imaginé un mundo que haya llegado a Dios antes que a la Ley de la Gravedad; que las estructuras del pensamiento religioso hubieran sido previas a las del científico–.
–Lo importante y trascendente del pensamiento científico no es la densidad de sus aseveraciones (ya sea que se basen en el método de búsqueda o en la consistencia de resultados), la importancia radica en sus consecuencias ulteriores para la intencionalidad del ser humano y en la generación de confianza. Ambas se derivan de algo que sobra en ese otro mundo: el afán de lucro. Acá confiamos tanto en cada uno de nosotros y en nosotros mismos, que no ha sido necesario que un sólo científico repita experimento alguno, o dude de las conclusiones del otro. En casi 200 años de civilización y pensamiento científico, ya hacemos viajes intergalácticos; en aquel mundo, primero el uso de la religión y luego la comercialización de los resultados científicos, estancaron todo, una nata del tiempo–.
–Ahora que tienes poco de haber cumplido los 20 años, paulatinamente entenderás lo hermoso y trascendental que es la Ley de la gravedad para nosotros. Esa ley nos permitió transformar mil milenios de viaje sideral en casi un attosegundo, no sin antes aleccionarnos sobre la relatividad de la fuerza en el espacio y el tiempo, y del sesgo medible que persiste entre la microfísica y la macrofísica–.
–Egdar, el pensamiento religioso fue una necesidad porque el avance técnico y tecnológico de que constantemente nos proveían los métodos científicos, nos dejaron casi sin orientación y perdimos por un tiempo la brújula: ¿y a dónde vamos con tanta técnica y tecnología? Podemos llenar la historia de encuentros con galaxias y más galaxias, de conocimientos y saberes diferentes y nuevos, ¿pero para qué?
–Fue cuando me di cuenta que ese tipo de preguntas “qué y para qué o Cómo y cuándo”, prefiguraban un mundo como el que imaginé. Entonces el pensamiento religioso nos salvó, no sé si para siempre, pero nos salvó de nuestro avance desorientado, porque todas nuestras fuerzas intelectuales fueron catalizadas por esa hermosa atadura a una divinidad necesitada y buscada que nos enajenara la inmediatez práctica del conocimiento generado, sin el lucro–.
–Pero sabes Egdar, el uso político de la religión tuvo virtudes para esos pueblos, aunque no lo creas. Los dotó de coherencia en su convivencia social. Gracias a los miedos que generó y a las virtudes que procuró, se forjaron códigos sociales que trascendieron o cruzaron a todos los grupos sociales, a todos los segmentos económicos; la religión cohesionó a esas sociedades–.
–Pero, abuelo, lo mismo hubiera hecho el pensamiento científico, ¿no?
–No, Egdar, en ese mundo la religión fue para todos, chicos y grandes, pobres y ricos… ojalá hubiera una palabra para decir que era de todos, pero me sigues, ¿no? Allá hubo desigualdades de todo tipo, lo que se tradujo en que conforme las personas crecían, iban dejando la escuela, de estudiar. Así, cuando llegaba el momento de que el pensamiento científico ofreciera a las personas fundamentos éticos y de progreso, pues casi nadie llegaba ahí; la desescolarización, Egdar, fue el gran problema de acceso al pensamiento científico. Si no es por la religión todo hubiera degenerado antes, mucho antes. El colapso fue retrasado por la religión. Muchos se quejaron de ella cuando la civilización alcanzó cierta madurez, pero no vieron que sus argumentos fueron solapados y auspiciados por la religión y, para ser burdos: facilitados por índices bajo sotanas que ordenaron matanzas. Eso no los hizo ni peores ni mejores, simplemente personajes de lo que te cuento.
–No entiendo, abuelo.
–Egdar, es como decir que tu nombre significa “el hombre que defiende su territorio” y, que hace varias décadas hubo un rey sumamente querido que en una borrachera decretó que la “g” iría antes que la “d”; antes era Edgar.
1 comentario:
Ponte a trabajar! huevón.
jajaja
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