Las venas efímeras del cielo raso
llaman mi atención. Su resplandor me hace girar hacia la puerta. Las hojas de
los árboles contrastan con ese telón. Continúan los rayos, pero no los truenos.
Me levanto y camino por el departamento. Pienso en el germen de las profecías y
en el del conocimiento, ¿qué sustancias nos vuelven propensos a la credulidad y
cuáles al escepticismo o acaso el proceso es inverso? Me detengo en el vano de
la puerta. El día nublado por instantes luce como la máscara de una guerra que
nadie toma en cuenta.
Desde la posición en que me
encuentro, puedo ver el jardín de Lilia, el hermoso y frondoso Laurel de la
India, el guayabo y el limonero, los columpios y la fuente. Me regreso sobre
mis pasos y caigo en la cuenta del extraño silencio, ¿dónde estarán los
pájaros? Son las tres de la tarde, aunque parecen las siete de la noche. Llego
al borde de la cama y me recuesto. Siento frío; permanezco acostado sin quedarme
dormido. Ha caído la noche sin truenos; tengo flemas en la garganta, la siento inflamada.
Me incorporo, llego a la puerta y antes de cerrarla veo con asombro el cielo
abierto, como si únicamente en la oscuridad fuera posible la claridad. Nunca he
visto una aurora boreal, me dicen que es un espectáculo obligado, pero esta
noche el cielo es el más bello que haya observado. Me paro en el vano de la
puerta y asomo la cabeza, arriba de la barda del lado izquierdo, la luna radiante
se impone y la mirada sostener no puedo. Las estrellas resplandecen en el otro
extremo del cielo. Las luces del jardín están apagadas y aun así es posible distinguir
las tonalidades de las hojas.
Entro de inmediato sin cerrar la
puerta, recorro la cama hasta la pared, de tal forma que recostado pueda ver
las estrellas y al jardín con toda nitidez. Me recuesto y ¡es mejor de lo que
imaginé! De niño miraba las estrellas y aprendí a fijar la vista en una de
ellas, mientras a su alrededor aparecerían otras con menor fulgor. En la
adolescencia supe que al mirarlas, su pretérito era el que observaba; un pasado
tan lejano como larga su distancia. ¿Pero cuál pasado? Cada año arqueólogos,
antropólogos e historiadores revelan de él nuevas variaciones. ¿Alguna de ellas
justificará la displicencia de quienes conducen el garfio contra el planeta?
Las sombras de las hojas titilan
sobre la barda que da a la calle como si tuvieran frío o pavor; el viento y la
luz lunar parecen proyectar una película alemana de los años veinte, dando a las
sombras la apariencia de tener una voluntad ajena a su naturaleza. ¡Siento algo
sobrecogedor y una parvada estalla contra la noche! Me incorporo y cruzo el
vano de la puerta, bajo las escaleras de prisa y veo un espectáculo magnífico: ¡las
hojas del Laurel de la India convirtiéndose en pájaros, que levantan el vuelo
hacia la luna! El ruido de sus aleteos, graznidos y chirridos me aturden; el
árbol se va quedando en las puras ramas. Me giro hacia la luna y mi movimiento
se va dilatando casi hasta la eternidad; sólo cuando ésta nace es posible
apreciar los pequeños eslabones de tiempo que se vuelven uno al final. ¡Estallo
hacia la luz! Vuelo rodeado de pájaros; me conduce una fuerza hacia la luna. Paulatinamente
pierdo la capacidad de pensar, describir, razonar; es parecido a olvidar
sabiendo que más tarde la memoria volverá. Mis alas cortan el aire; sin querer
las muevo un poco y me desbalanceo; corrijo e ipso facto recupero el equilibrio. Será mejor no moverme en el
ascenso. Pienso en ladear el cuerpo y el movimiento lo hace el pájaro de
adelante. Con extrañeza y confusión veo que mis movimientos los realiza otra
ave.
Con esa certeza siguió su viaje. Perdió la consciencia de sí mismo; la colectividad empezaba a ser su identidad y una pulsión a realizar maniobras pequeñas regía toda su actividad, que por ahora se limitaba a planear. Todo a su alrededor eran alas, plumas y aleteos; picos, chirridos y graznidos. El resplandor de la luna lo encegueció. Luego de unos segundos recuperó la visión y poco a poco fue descubriendo otro planeta. La parvada se desperdigó y continuó su vuelo. Bajo las alas sentía un calor singular. Abría y cerraba los dedos hasta sentir las garras; percibía la tensión de apretar las tibias y los tarsos contra el vientre cálido y suave. Su mirada nunca abarcó tanto espacio, tanto terreno en movimiento. Sintió de nuevo aquélla fuerza invisible. Distinguió que no era el único: arriba, abajo, por delante y a los costados otras aves eran dirigidas hacia la montaña que se expandía frente a ellas. Todas tenían colores diferentes, pero no alcanzaba a mirar el suyo. Algo salió de su ano, no deseó retenerlo ni evitarlo. Se aproximaba al monte y vio imágenes en su mente. En un principio no sabía si eran recuerdos o invenciones; ¡no le importó!, pues de inmediato les dio crédito. ¡Sintió espanto y profundo amor!, antes de ver un monolito blanco y decrépito. Se disipó su visión y quedó desconcertado. Volaba sobre el bosque y la sábana; algunos lagos y el caudal de un río desembocando en un mar que brillaba por el crepúsculo de un sistema binario. Divisó en la mitad del monte, la boca de una caverna parecida a la que había visto en su cabeza. Luego de observarla detenidamente, supo que era la misma pero desde adentro. Aquella fuerza invisible las condujo a la cueva. Entre miles de aves había una que destacaba. Su plumaje era blanco, su pico plateado y sus ojos grises; en la cabeza lucía una cresta larga y rígida, que a veces parecía ser transparente y otras, tener un arcoíris.
Caminaba en fila con el resto de
los pájaros. Tuvo un ataque de alegría pues recordó el curioso placer que le
producía el andar de las tórtolas y los saltos de las golondrinas. Su pico no
le permitía reír, así que no tuvo la certeza de estarlo haciendo. Pudo mirar
hacia arriba y vio muchas estalactitas grandes, pequeñas, delgadas, anchas. Era
una cueva enorme y en penumbras que poco le permitía a la vista. La hilera rodeaba
una estalagmita ubicada al centro; desde ahí podía verse la cima abierta de la
montaña, por donde cursaba un grupo de lunas pequeñas con diferencias en sus fases
menguantes. Luego de la tercera vuelta, los pájaros volaban. Miró sus
movimientos y advirtió desplazamientos atípicos; seguían trazos que prefiguraban
formas geométricas. Todas repetían esos movimientos y luego desaparecían. Le
llegó su momento y sintió miedo. Dejó de pensar en cuanto se impulsó y mientras
abría las alas. Hizo lo mismo que las otras, pero no supo si desapareció. De
pronto se reencontró con el resto de las aves. Era como estar en otro lugar sin
haber salido de la cueva. No lo aceptaba con inmediatez, pero no había tiempo
para la contemplación. Detrás de él ya no estaba el pájaro de pico plateado y
cresta transparente. ¡Eso lo inquietó y de la nada aquel pájaro tan singular
volando reapareció!
Una estatua gigante y blanca se
derretía en el centro de la cueva. Muchos pájaros volaban a su alrededor y otros
a ras de suelo. Eventualmente, se acercaban a ella y se posaban en su cúspide o
dentro de alguno de los tantos huecos que tenía y ahí un momento permanecían,
como si anidaran pensamientos y misterios; luego regresaban continuaban su
vuelo. En algún momento le tocó realizar la faena y se posó en uno de los
huecos de la parte alta.
―¿Madre, qué tienes, por qué te
derrites?, le
preguntó. ―Cuando se pongan los soles, mi vida habrá terminado, respondió
como si lo pensara y no dialogara con él. La tristeza le cayó de golpe; le pesaron
las alas y tuvo ganas de llorar. Sollozaba, se le desordenaba el plumaje y el
dolor lo embargaba.
La estatua se derretía inexorablemente,
su residuo era un líquido blancuzco que había ensopado sus plumas y tuvo que
sacudirlas repetidamente antes de volar. Daba vueltas alrededor de su Madre. Los
pájaros sabían lo que debían hacer; el de pico plateado y cresta transparente ahora
lucía formidable; tanto que, al extender sus alas rozó los extremos de la cueva
antes de abandonarla y volar hacia el cielo. Por su parte, él volaba hacia la
salida y alcanzó a ver que su Madre a pedazos caía formando en el suelo un ojo
de agua de donde bullía un río de agua blanquecina. El cielo tenía una luz parda
y mortecina, el panorama afuera era de mortandad paulatina.
Avanzaba rápidamente y antes de salir
un relámpago iluminó la caverna, encegueció a las aves; fue tan intensa su luz
que las despojó de su colorido por unos instantes. Por la reducción de los ecos
supo que estaba por salir. Recuperó gradualmente su visión y fue maravilloso lo
que vio: el planeta estaba rodeado por un cielo azul, con abundantes nubes
blancas y otras transparentes.
El desierto seguía intacto en la superficie y se extendía peligrosamente hacia lo profundo. Una guacamaya roja de lomo azul y alas policromáticas que volaba delante de él, se precipitó hacia la arena. Sintió vértigo sin dejar de planear, sin dejar de verla. ¡Vivió con espanto ese acto suicida! Fue atroz y maravilloso porque al impacto brotó con efervescencia una palmera de frutos colorados. Su ansiedad y susto dieron paso a una paz casi inadmisible. En todas direcciones las aves se precipitan hacia la desértica superficie. Fue testigo de cuando un águila dio vida a un pino, un búho a un roble, un pájaro carpintero a un fresno, un cuervo a un abedul; de un grupo de colibríes eclosionó el micelio y de uno de cormoranes, la flora marina. La superficie parda parecía una acuarela salpicándose de vida.
―Te estamos salvando a Madre, pensó
mientras en picada iba. Atravesó la arena, no sintió el impacto y planeaba de
regreso a la Tierra, que estaba rodeada por un anillo de luz, como en pleno eclipse lunar.
La superficie continental se expandía lentamente. Empezaba a distinguir el
mundo, sus luces y ciudades. La velocidad con la que descendía no disminuía y se
estresaba.
Despierto asustado. No sé cuánto he
dormido ni si he soñado. Me incorporo, voy por un vaso de agua y camino hacia
la puerta. Me detengo en el vano. Es tan bello el ocaso que va cerrando el
atardecer. Un escalofrío me hace sentir que esto ya lo
he vivido.
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