domingo, 17 de julio de 2016

La Mujer del Asiento Contiguo

Era la década de 1970, años para aprender a administrar la abundancia petrolera; lo dijo el Presidente –Pensó Rodrigo con los ojos cerrados. ¿Por qué entonces la película Star Wars, no habría de traducirse como La Guerra de las Galaxias?: acá en México nos quedaba chica una guerra entre estrellas, tenía que ser entre galaxias.

Lo curioso es que los traductores en línea como Google Translator y Babylon, hacen exactamente la misma traducción del nombre de la película, del español al inglés, aunque viceversa no, en el caso del segundo traductor en línea.

Ese devaneo le resultó sumamente interesante a Rodrigo durante el primer minuto de un vuelo de 14 horas de Tijuana a Shanghái. Cerró los ojos para evitar hacer plática con la mujer del asiento contiguo, quien desde la sala de espera le pareció insoportable. La vio wasapeando con alguien; leyó discretamente la conversación. La mujer se quejaba del chino que la empresa le asignó como acompañante y traductor: huele muy feo –Escribió–.

Rodrigo tuvo dos opciones, tomarse la pastilla para dormir con tranquilidad todo el trayecto o jugarle una mala pasada a la mujer del asiento contiguo. Esto último le pareció más divertido, toda vez que al chino le tocó pasillo y a él, ventanilla.

No olvidó que mientras esperaban en el aeropuerto y producto de su curiosidad, leyó en el Whatsapp que la mujer hizo hincapié en el mal aliento.

Rodrigo abrió los ojos y volteó a su izquierda; la mujer leía una revista y el chino miraba las condiciones meteorológicas en la pantalla, mientras daba un sorbo a su whiskey.

–Excuse me, do you speak spanish?

–Claro, trabajo como traductor y vengo con la señorita –Señaló cortésmente con su mirada a la mujer, quien asintió y sonrió forzadamente, separando apenas su mirada de la revista–. Su empresa me contrató porque vamos a mostrarle la fábrica de telas y el corporativo.

–Ah, muy bien –Respondió Rodrigo, sin mostrar lo divertido que le parecía molestar a la mujer del asiento contiguo–. Sabes, tu expresión oral en castellano es muy buena. ¿Dónde aprendiste?

–En mi país, pero viví varios años en Colombia y España. ¿Viaje de negocios o de placer? –Preguntó de inmediato el chino.

–Más bien de aprendizaje. Haré una investigación de campo en algunas escuelas de Shanghái, que forman parte del Programa de Gestión Empoderada, una innovación en la planeación escolar que les ha dado buenos resultados para las pruebas internacionales PISA. ¿Conoces ese programa de las escuelas de Shanghái?

–Claro, tengo familiares que estudiaron en algunas de las escuelas beneficiadas por ese programa. Hasta donde sé, no es algo generalizado, apenas un ciento de escuelas las que han participado, pero se ha promocionado mucho. No sé hasta qué punto unas cuantas escuelas incidan en el resultado de esas pruebas PISA de las que me habla.

Mientras el chino entablaba conversación con Rodrigo, éste empezaba disfrutar la incomodidad de la mujer del asiento contiguo, pues estaba en medio de la conversación y soportando el mal aliento y aroma de su acompañante y la mala vibra de Rodrigo. Éste, por un instante creyó adivinar una gesticulación de hartazgo en ella, incentivo suficiente para continuar la charla.

–Por cierto, mi nombre es Rodrigo; ¿cuál es el tuyo? –Le preguntó mientras le extendía la mano; misma que fue estrechada por su interlocutor: –Me llamo Shen; sin embargo, nosotros cuando interactuamos con los occidentales y con el fin de hacerlos sentir más cercanos, solemos adoptar nombres comunes para ustedes. Así que puede llamarme Ernesto.

–Ernesto, no me hables de usted nomás porque mis sienes pintan canas –Le dijo fraternizando–.

–En realidad, “hablar de usted” es una maña que adopté en Colombia. Mi padre fue diplomático en ese país; también en México. En su país vivió varios años y una vez el secretario de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, le externó a mi padre que el país latinoamericano donde mejor se habla el castellano es Colombia; fue una de las razones por las que mi padre me sugirió viajar allá y perfeccionar mi expresión oral y mi léxico.

–Y vaya que lo lograste.

–Mi padre tuvo una gran amistad con ese canciller, quien admiró mucho a al Che Guevara y de ahí tomé mi nombre occidental.

–Sabes, siempre que en alguna reunión se habla de China, la tomamos como un país más y hacemos comparaciones, pero desde mi punto de vista, creo que no es del todo acertado porque China más que un país, es una civilización. El hecho de que tengan por costumbre, como recién me dices, adoptar un nombre para interactuar con los occidentales, parece fortalecer esta hipótesis. ¿Así se perciben ustedes cuando tratan con personas de otras nacionalidades?

–No los sé con exactitud; supongo que es posible. Una vez trabajé para un iraní y también me presenté como Ernesto. Mire, una diferencia clara entre a quienes llamamos occidentales, los países de Medio Oriente y nosotros es la religión; el lenguaje y la organización de los núcleos familiares, quizás también.

–Pues sí, porque en aspectos económicos, aunque le llamen a su sistema socialismo de mercado y al nuestro capitalismo, el fin es el mismo: la utilidad.

Rodrigo se percató de que la mujer del asiento contiguo tenía los ojos cerrados. Sospechó que intentaba aparentar que dormía; astuta estratagema, si su propósito era que ellos por consideración dejarían de hablar. Miró que sus manos apretaron la revista y confirmó la tramposa actitud de la mujer. Le siguió pareciendo divertido que siguiera padeciendo los malos aromas de Ernesto.

Media hora después les sirvieron la cena, que ambos acompañaron con whiskey. La mujer del asiento contiguo cenó en silencio; al terminar, volvió a cerrar los ojos. Rodrigo quiso retomar la conversación, pero advirtió que la revista se resbalaba lentamente entre los dedos de la mujer, aspecto que lo desincentivó y a los pocos minutos también se quedó dormido.

Varias horas después, Rodrigo abrió los ojos y no vio a su lado a la mujer ni a Ernesto; sorprendido, observó que media tripulación pululaba por los pasillos. Algunos intercambiaban sonrisas; otros sólo se miraban; los menos se trasladaban de un extremo a otro como zombis. Pronto supo el porqué: sintió la necesidad de estirar las piernas y le molestaba el coxis.

Le pareció chistoso ver tanta gente caminando. Dejó de ser espectador y se unió a esa liturgia celeste. Se encontró de frente con la mujer del asiento contiguo, quiso ser amable y decirle algo, pero ella lo evadió de tajo. Rodrigo se sintió indignado, como si creyera que su juego había pasado desapercibido para ella. No aceptó su desdén, aunque se sintió realmente cínico por unos segundos y lo disfrutó.

Luego de estar caminando o parado durante unos minutos; se encontró con Ernesto.

–Rodrigo, me quedé pensando en lo que estábamos platicando hace unas horas. El año pasado, como parte de mi trabajo, estuve en una cena en el hotel Presidente. Estuvo el embajador de Noruega en México, Arne Aasheim. Lo curioso es que con él utilicé mi nombre, me presenté como Shen.

–Los nórdicos –Continuó Ernesto– son nuestros referentes, particularmente en los temas educativos; supongo que para ustedes también. Una vez leí en un libro que hay hombres que persiguen y se identifican con sus aspiraciones y otros que, una vez identificadas, las niegan. Si lo tomamos por cierto, y la palabra hombre la sustituimos por civilización o cultura, ¿qué ocurre con los mexicanos en ese sentido, como parte de la cultura occidental?

–Bueno, creo que todos los países aspiran a tener los niveles educativos y económicos de esos países. Sentémonos y te termino de responder.

Rodrigo pretendió seguir importunando a la mujer del asiento contiguo. Para su sorpresa, ella lucía totalmente dormida. Supo que tendría que hacer un gran esfuerzo para llegar a su lugar; no se atrevió a despertarla y facilitar su paso. Levantó su pierna por sobre las de ella, dejando caer su peso para dar el paso, pero pisó uno de los zapatos que la mujer se había quitado para descansar sus pies. Se luxó el tobillo, pero no dijo nada. Se acomodó en su asiento y volteó a ver a Ernesto.

–Ustedes son el resultado de un imperio que pervive y, de paso, construyó una muralla que envió a los Hunos a cimbrar las bases de otro, el romano, ya en decadencia. Nosotros somos el mestizaje de un imperio masacrado por los restos del romano en la Hispania –Rodrigo se quedó un par de segundos pensando y continuó–. ¿Qué libro es ese? Creo que al intentar pensar una respuesta, te respondí.

Rodrigo imaginó con claridad una muralla entre los nombres de Shen y Ernesto; le costó imaginar un mestizaje, cruce especular que sólo refleja contradicciones en los cielos nocturnos de aguas internacionales.


La plática continuó unos minutos más. Rodrigo olvidó por completo el juego con la mujer del asiento contiguo; se sobó su tobillo y pidió a la azafata una pomada para el dolor. Supo que al descender, cojearía y estaría así al menos durante la mitad de su estadía en Shanghái.

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