“Los Ermitenses son gente sabia y
dramática. Conviven casi toda su vida con los Nacionales, como suelen llamar a los
hombres y mujeres con identidad nacional.”
(Alexander
Botafogo, 67: 2014)
–¡Salamanca,
todos los libros están escritos a mano, seguramente el finado los redactó; tenía
una caligrafía impresionante! –Carlos Echeverría le aseguró a su colega,
asombrado–. ¡Hay más de cinco mil libros en esta biblioteca!
–Fíjate
bien, Echeverría, la letra de los libros es la misma que está en los cheques, y
en todos los papeles que hay en este escritorio. Por supuesto que él los escribió.
–¿Habrá
sido capaz de escribir tantos libros?
–Este
finado, aún sin tener papeles o registros digitales de identidad, tiene mucho qué
decirnos. Me llevaré estos papeles –atajó Noel Salamanca–; lo demás es para la
policía, Echeverría.
Noel
Salamanca abandonó la residencia. Al llegar a su casa, juntó los papeles tomados
del escritorio y los hallados en la escena del accidente; los ordenó y
seleccionó algunos. Se dispuso a leerlos.
“El
Ermitense, cómo todo hombre pragmático, sabe que un drama definitivo interrumpirá
sus años de fortuna; acaso su vida. Cabalga a lomos de la negligencia, la cima
del éxito; de vez en vez se detiene para que su animal abreve en las aguas de
la ignorancia.
Sabe,
además, que el misterio que despierta en los demás, es más un síntoma de su
discreción que de su silencio; que las personas sin secretos son invisibles;
que quienes los cuentan se vuelven imperdonables; que quienes hacen evidente
que los conservan, perduran.
El
Ermitense no quiere entender de política; la entiende a la perfección, pero adolece
de una irresponsabilidad cívica por naturaleza, que se confunde con la indolencia.
Los
Ermitenses quieren que los protejan, no por desamparo o sentirse damnificados,
sino por una razón inesperada: sus mentes no entienden las metáforas; la carencia
de este mecanismo indómito de traspolación, rige y condena su origen súbito.
Los
hombres de Ermitania buscan a su madre por inercia cultural, pues admiran a los
Nacionales. No fueron paridos. Eclosionan y se enamoran continuamente de los
vegetales y las mujeres. Su enamoramiento es un mecanismo natural para acceder
a su muerte; buscan una planta que los envenene o una mujer que los abrace, les
rompa los huesos y los mate.
Los
Ermitenses se enamoran, pero no saben amar. La ciencia y la magia no han
descubierto que amar es un atributo que las personas adquieren de la carne viva
dolida de la mujer que los pare.
Los
Ermitenses cogen rico; no lo saben hasta que las Nacionales se los dicen
desnudas, mirándolos a los ojos tan abiertos como húmedas sus vaginas; aun así,
dan por olvidar que ellas sólo mienten en el filo de la cama.
A
los Ermitenses no les rompen el corazón. Todos los días, a las seis de la
mañana, se arrancan el corazón y lo ocultan bajo la almohada. A la noche, de
regreso a su alcoba, desempacan plantas, animales y cosas; las ordenan en sus
camas y una vez que se vuelven a incrustar el corazón en sus pechos, las cuidan
y creen entender todo.
Los
Ermitenses carecen de sentido común y del tacto; al ser éstos productos directos
de la interacción infantil, lo único que les queda para simular empatía y
compasión, es su inigualable capacidad para replicar muecas, gestos y ademanes.
Los
hombres de Ermitania buscan la verdad; no la verdad deducida o inferida de la
realidad, sino la verdad como remedo irónico de la vida; la que los conduce al
drama definitivo: su muerte inexorable.
Cuando
niños, a los Ermitenses les dan la libertad, pocas veces les enseñan, para
escribir lo que imaginan, entre los cuatro y los nueve años; de los 11 a los 14,
se dedican a ordenar lo escrito y hacen un libro, su libro. Es parte de esa
cultura y su set de identidad e individualidad; no tienen nacionalidad, aunque
sí una adscripción territorial autodeterminada por el talante plasmado en el
libro de sus vidas.
A
partir de los 15 años, inician sus estudios preparatorios para las profesiones
liberales. La mayoría recibe su título de licenciatura y realizan estudios de
posgrado; pocos, muy pocos, emigran a los territorios nacionales sin haberse
titulado; adquieren nacionalidad, se reproducen y se pierden.
El
día que cumplen años, planchan sus pantalones y sus camisas. Se rasuran y se
miran al espejo; luego se van a la calle a buscar a otros Ermitenses, pero son
incapaces de identificarse entre sí y así se les va el día, buscando. Luego se
decepcionan y les da por inventar historias y nuevos secretos, aunque sean
infames o gentiles; aunque no sean ciertos.
Sabedores
que El Secreto es el algoritmo que simula la divinidad, se informan de las
cosas del mundo para poderlas ocultar.
Los
Ermitenses leen mucho; al cabo de un rato, empiezan a llorar y no pueden hacerlo.
Si tienen lentes se les empañan y se ponen a escuchar música; si no,
simplemente se quitan las lágrimas con los nudillos y continúan leyendo.
Invariablemente,
los hombres de Ermitania sólo leen a Cortázar y a Chesterton; aman la
genuinidad y el misterio. Detestan la silogística y la retórica. Desprecian el
ajedrez y los acertijos porque para ellos son formas sofisticadas de una alteridad
siniestra.”
Suena el teléfono.
–Ya
te he dicho que cuando tengas casos extraordinarios me llames…
–Uy
sí –Noel Salamanca, burlonamente, la interrumpió–, y Margarita Pruit va a venir
a salvarme la vida…
–Déjate
de tonterías. Los Ermitenses no sólo nacen, los Nacionales pueden convertirse
en... Deja de leer y quema todo.
–Aguanta
vara, mi reina. ¿Cómo sabes lo que estoy haciendo? – inquirió con curiosidad, aguzando
la voz.
Ella
cuelga. Él continúa leyendo.
“Los
Ermitenses, como todo ser pensante y orgánico, inventan deidades, pues su
espiritualidad no les rinde para elaborar una ética practicable. No adoran,
pero escriben y hablan del primer Ermitense:
El primero de
nosotros se enteró de su existencia y no supo qué hacer con ella. Se dispuso,
sin decidirlo, a contarle segmentos de lo que sabía a todos los objetos y
sujetos que halló. A las piedras, al río, al viento; a las cuevas y a la
tierra; a los venados y a las águilas. En un momento dado, hacia el crepúsculo
de su primera noche consciente, dejó de existir al susurrarle a una Margarita
su nombre: vocablo impronunciable para el set fonador del homo sapiens.”
Peritos psicólogos de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad
de México, dictaminaron que una paranoia había inducido el suicidio del finado.
Margarita Pruit le entrega a Noel Salamanca la única copia de los
vídeos de las cámaras de seguridad. Éste ve lo que ocurre: alguien abraza al
finado y después lo empuja; este último cae de la planta alta de Reforma 222.