¡Todo lo que nos dijeron los abuelos fue mentira! Sí, eso de que quien
olvida está condenado a repetir y todas las variaciones de ese dizque axioma.
¡No!, hasta que uno se olvide de todo es cuando realmente van a
cambiar las cosas; esa es la verdad y se suscriben todas las variaciones de
este dizque axioma.
El penzamiento de Funes paulatinamente dejó de adherirse a la
realidad. Olvidaba las cosas más simples porque son las más próximas a la
realidad; solía recordar con mucha precisión los postulados hegelianos de la Fenomenología del espíritu o la Náusea sartriana, y esas cosas complejas
y abstractas porque estaban lejos de unos huevos bañados en salsa pasilla.
La última o primera vez que miró sus dedos, le temblaban y se asustó;
cerró los puños y se puso a trabajar. No reparó en que años atrás, solía
recordar las cifras y detalles de memoria, cosa que pronto lo volvió un mago,
casi adivinador del comportamiento de las personas. De pronto, no pudo
responderle al JJefe una cosa tan sencilla como el título de un gráfico recién
realizado e impreso.
Se dio cuenta, por la noche de ese día que se había vuelto lento. Recordó,
con mucho esfuerzo, que ya eran tres personas las que le habían dicho lo mismo
en menos de dos años.
Empezó a recordar todo lo que creyó haber olvidado y, en efecto, no
consiguió recuperar detalles importantes hasta para él mismo. Decidió empezar a
escribir todo lo que veía, escuchaba, recordaba o imaginaba. Supo que tenía
Parkinson.
Luego se olvidó del asunto o más bien al no entenderlo, lo empezó a
obviar.
Conoció dos países mágicos divididos por la Cordillera de los Andes.
Conoció a una mujer mágica dividida por el dolor de su pasado. ¿Qué es una
cadena montañosa sino un doloroso accidente en Gaia? ¿Qué es una mujer mágica
sino un dolor accidentado en su cuerpo?
El candado del amor está cerrado; el químico James Lovelock lo dijo todo.
Aun así, Funes se enamoró de ella. Quiso besarle el brazo donde alguna
vez la golpearon; frotarle los muslos que alguna vez enflaquecieron como brazos
de niño de Zambia. Quiso besar los ojos zamoranos y besar los labios que de vez
en vez dejaban escapar, con un perfecto inglés: double western bacon hamburger. –¿Hamburger o cheesehamburger?,
pensaba Funes – en realidad ya no se acordaba.
Todo llegó junto, su enamoramiento y la aceptación del Parkinson.
En las reuniones aprendió a esconder el temblor en sus dedos, teniendo
un cigarro, una cerveza o un libro en la mano; un crucifijo, una Constitución, ¡jamás!
Luego de tres meses, ella y él empezaron a salir; el cuarto mes se
tomaban de la mano; el quinto mes… no, todavía no se besaban, porque detrás de los
labios de toda mujer que ha repetido el desengaño, suele haber más cascadas que
lagos o mares.
Un viernes –si Funes no se acuerda bien cuándo, menos yo–, ella empezó
a quedarse a ver películas en la casa de él. Una de esas noches, mientras
miraban la película Pi, luego de ver Memento, él cruzó su brazo por debajo de
la nuca de ella; la atrajo hacia sí y se miraron de frente. Su mano izquierda
tocó su húmedo y tenso clítoris y le dijo al oído:
–Quiero recordarte así, en este desamparo con el que tu deseo devela a
la hembra que escondes entre tus piernas.
Ella balbuceaba sin dejar de mirarlo a los ojos. Ella se iba de ahí y
regresaba para poder seguir respirando. Él sólo la sentirla porque quería que
esa carita iluminada por una pantalla de numerales no determinados por el
hombre y sus inventos –quién sabe si infinitos–, fuera lo último que recordara
en Punta Arenas, hacia el cercano desenlace de su vida consciente.
Otro viernes, cualquier viernes, ella preparaba una ensalada,
esperando que él yegara del trabajo. Eran un par de amantes que ya se habían
inventado en la cama; se les ocurrió inventarse como una pareja, como unos
esposos contentos y convencionales. Ella para curar algo del futuro; él, para
salvar algo del pasado. Lo que lograron esa noche de tinto, olivo y baile, fue
vivir un poquito.
No hay cuento que no hable de una última vez, si no, no es cuento. La última
vez fueron todos los viernes que no contaré en este lugar porque equivaldría a
empobrecer la felicidad y ésta es una palabra tan importante como para abusar de
su escritura o pronunsiación.
Funes viajó más de 12 oras hacia el sur del continente. Visitó a dos
amigos; un diplomático en Santiago y un roquero en Ushuaia. Todavía guardaba en
su memoria dactilar el apelativo con el que un hombre dice a su mujer; aún bajo
el frío verde y blanco de Punta Arenas, lo calentava el aroma que temblaba
extrañándolo a más de 11 mil kilómetros de distancia.
Me ubiera gustado ser Funez, haber cido felis alguna vez en la bida.
Ser Funes el memorioso de Borges, que recordaba tan exactamente las cosas que
para explicar cinco minutos de su vida, tardaba cinco minutos en hacerlo.
Me acavo de caer, cazi no puedo moverme; supongo que fue duro el golpe
porque en medio de exte freo ciento callienta i uméda la kabesa; ¿cerá zanjre?
Hel corazón late, ubo vida. huvo amor Supomgo qe unha ves quice ah
aljien: pero no la reccuerdho… Vueno, sí la recuerdo, tenía su cabello chino y
se reía como loca…phero no rrequerdo zu mombbrra… Qreo que me lo contarón, kreu
que no fue llo… todo… sez mes lente…
¡Todo lo que nos dijeron los abuelos es mentira! Sí, eso de que quien
olvida está condenado a repetir y todas las variaciones de ese dizque axioma.
¡No!, hasta que uno se olvide de todo es cuando realmente van a
cambiar las cosas; esa es la verdad y se suscriben todas las variaciones de
este dizque axioma.
1 comentario:
EXCELENTE Y MAGISTRAL! MC
Publicar un comentario