Al #YoSoy132
La forma de esta
historia es inédita, aunque reconozco que ligeras variaciones llevarán al
lector a un sinnúmero de relatos, fábulas y tradiciones orales seculares. Ni
siquiera es un resumen de mi imaginación, simplemente transmito por escrito,
hasta donde la memoria me permite, lo que una señora me contó, mientras le ayudé
a descender las escaleras del metro.
Iba a una marcha del #YoSoy132 y antes de descender
las escaleras que conducen a los torniquetes, una voz casi me reclamó.
−¡Joven!, ¿me
podría ayudar a subir estos escalones?
Di la media
vuelta y vi una señora devastada por los años, con mirada cansada −pensé−. Me
recomendó que únicamente estirara mis brazos para que ella pudiera usarlos como
palanca. Sentí la frágil fuerza que es residuo y ruina de la impotencia añejada.
Con tersura me
pidió que también la ayudara a descender las otras escaleras −Tengo que bajar todos
los días estas escaleras.
Tomé su bolso
con la diestra y le acerqué mi brazo izquierdo para que se sostuviera mientras
iniciábamos un largo descenso.
−¿Sabes,
joven, qué edad tengo? –dijo sin voltear a verme; sólo miraba que sus pies
no equivocaran la pisada sobre cada escalón.
−No, ¿75? –respondí
con una sonrisa de apuesta perdida.
−Tengo 87
años. ¿Sabes a qué edad murió mi madre? –me preguntó retóricamente.
−Hace 80
años que murió, en 1928 –dijo y se detuvo para mirarme y mostrarme una herida,
en su brazo, que ya no le permitía hacer muchos movimientos. Segundos después
continuamos el descenso.
Aunque las
cuentas no me salieron, no le dije nada. De pronto, cambió abruptamente el tema
de su charla.
−¿Sabes por
qué ya no hay dragones, joven? Porque los estaban matando. Todo lo que hacían
era pretexto para ello: porque volaban, porque sacaban fuego del hocico, porque
su piel era dura y brillante, porque sus pensamientos se escuchaban, porque
reconocían el olor de las intenciones –la señora parecía perder años y
pesadumbre mientras más hablaba de los dragones. Yo estaba atónito
escuchándola, sin saber qué decir o preguntar. Empezaba a entender que ella era
quien ahora sostenía la aventura del descenso.
−Ellos
sabían perfectamente por qué los estaban matando, pero no se defendieron.
Algunos cuentan que los humanos no tenemos la inteligencia para entender las
decisiones de los dragones. Un sabio suponía que el hombre tendría que volar
para entenderlos; volar y ver la tierra y la vida desde las alturas. Hacer
conjeturas sobre lo visto; ordenar, sistematizar y regresar a tierra para comentar
y difundir, y que sólo así se podría empezar a entenderlos.
Llegamos al
primer descanso de la escalera del metro. No me soltó el brazo. Un vendedor
ambulante se acercó para ofrecernos golosinas, pero ni lo vimos.
−Los
dragones son sabios, joven. Si se tienen que dejar morir lo hacen, si se deben
dejar matar, lo asumen. Pero no ocurrió eso, no estaban dispuestos a dejar de
vivir –era como si la anécdota que contaba la llenara de alegría y fuerza.
−En una
noche de luna nueva, sobre una ancha playa donde el mar era casi un supuesto
inverosímil, todos los dragones se reunieron y se quemaron unos a otros, todos;
sólo cenizas quedaron.
−Pensé que
habían decidido no morir ni matarse –le inquirí de inmediato.
−No, no se mataron
en realidad, la esencia de los dragones es inmortal y sus energías volaron
durante días hasta que encontraron el mejor lugar para ocultarse. Se escondieron
en los gatos. Por eso miran así, como si contemplaran el mundo desde las
alturas; por eso son tan volubles, porque quieren volar y ya no pueden.
Casi
llegábamos al final, y remató su historia con una aseveración que nada tenía
que ver con su madre, los dragones o los gatos.
−Mira,
joven, a los pendejos no hay que explicarles nada ni tenerles lástima ni
ayudarles. Hay que dejarlos solos, hasta que les duela y se hagan preguntas; es
la única forma de reconocer a los que se hacen y a los que son.
Hacia el
penúltimo escalón empezó a darme las gracias; oró y me bendijo. Antes de soltar
mi brazo me miró y no vi cansancio en sus ojos, sino fuego. Vi en ellos las enormes
llamas iluminar un mar sereno, cientos de dragones azotándose contra una
lumbre. Más que un suicidio colectivo eso parecía un rito para conjurar lo
eterno y lo infinito. Sentí que volaba, porque para ver todo eso, tenía que
estar a una gran altura; supe que volaba y lo hacía en círculos.
Mientras más consciente era de lo que hacía, un turbio y frío temor se iba apoderando de mí. Además de los míos, alcanzaba escuchar otros
aleteos; más dragones planeaban conmigo. Empecé a entender lo que pasaba,
pero no podía detenerme o romper en vuelo hacia otra parte. De una súbita resignación pasé a una progresiva convicción.
.
.
Esa rutina involuntaria se fue transformando en un impulso, como garra que rompe
el cascarón para vivir. El impulso dio paso a la pasión y ésta, a la decisión.
Como policromo dentro de mí llegó el arrebato y me precipité sobre la gigantesca
hoguera. Las llamas me consumieron y no hubo colisión con la arena, no hubo más nada.
−Muchas
gracias, joven –me dijo con la cabeza agachada, otra vez cansada, para
despedirse, mientras le regresaba su bolso.
−Muchas
gracias a usted, le dije más con respeto que agradecimiento y me fui a la marcha.
3 comentarios:
Con los cuentos de Víctor, esta ciudad nuestra es más real y más mítica.
Bugalú Peniche:
Siempre es un gusto ver que visitas CA.
Esta ciudad es el imperio de los velos; hay que irlos quitantando uno por uno, e iremos decubriendo tanta magia detrás de ellos.
Abrazo y suerte.
Wooow q' bonito...!! Hiciste viajar mí imaginación y pensar en otras especies míticas; q' no s' extinguieron, más bien trascendieron...
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