Los hechos
No lo seducían los lujos, ni el dinero en exceso; ambicionaba tener la razón. Nada lo excitaba más que salir victorioso en algún debate o charla. De lo que no se había percatado era que también se había transformado en un sofista genial. Con naturalidad enredaba de forma imperceptible a sus adversarios, los metía en su lógica y les cerraba el paso para conducirlos a la encrucijada que le convenía. Su satisfacción era genuina, pero pocas veces tenía la razón. Porque a ésta no puede reducírsela al mero doblez deliberado de la argumentación, sino a entender que el cotejo de pensamientos no siempre se acopla a las variaciones desde donde entendemos la realidad y sus fenómenos.
Una noche fue con su novia a una fiesta. Los amigos de ella lo aburrieron pronto. Se fue a dar una vuelta por la casa, que le gustó bastante; llegó a creer que así querría tener la suya. Cuadros y máscaras colgando de todas las paredes blancas. Con los muebles y las repisas de madera, éstas barnizadas y largas, de pared a pared; repletas de libros. Las mesas llenas de figurillas, donde abundaban los alebriges.
A lo lejos, creyó ver un libro del que tanto hablaba en las reuniones y nunca había leído, Primavera rota en una esquina, de Mario Benedetti. Se acercó para tomarlo y una voz lo detuvo.
–Casi todos los libros que ves ahí los heredé de mi madre; no he leído casi ninguno. El que vas a tomar espero que sea el siguiente. ¿Qué tal está?
–Es una obra maestra –replicó de inmediato con seguridad–, de los mejores libros que he leído en mi vida –dijo, ofreciéndoselo, esperando que con ello su interlocutor no hiciera más preguntas–.
–Lo empezaré a leer. Por cierto, me llamo Victor, ¿y vos?, no te conozco.
–Soy el novio de Laura, me llamo Gabriel.
–Un gusto, Gabriel. ¿Qué tal la fiesta, te está gustando?
–Para serte sincero no, por eso me vine a dar un rol. No aguanto estar con gente pendeja. Perdón, sé que son tus amigos, pero no me gusta estar incómodo.
–¿Pero por qué dices que son pendejos?
–Porque le dan muchas vueltas a un mismo tema y al final concluyen estupideces; no es la primera vez, ya los conozco desde que ando con Laura, pero ya no me espero a que empiecen a debrayar.
–Así, como lo estás planteando, me da la impresión que eres intolerante o te crees dios, lo cual podría hasta resultar lo mismo, si asumimos que una deidad no tolera nada fuera de su creación. ¿A lo mejor eres megalómano? –concluyó con tono sardónico, mientras lo invitó a chocar su copa.
Gabriel brindó con Victor y se le quedó mirando como quien encuentra un interlocutor agradable.
–Si todos pensaran con más lógica, cometerían menos errores –arguyó de inmediato.
–Pero serían más aburridas las fiestas, no estaríamos hablando de esto y acaso me considerarías otro pendejo más.
–Pero dime, Victor, qué te parecen esas continuas quejas sobre lo infelices que son con sus problemas, lo que hacen para solucionarlos y volver a caer en lo mismo. Ahí tienes a Susana, quien creía que su novio la amaba. Apenas puso tantito su amor a prueba y la abandonó. Cómo se le ocurre que un tipo tan superficial como Gustavo no le iba a dar importancia a su aspecto físico. O aquel wey, Odiseo, que cree que nadie se da cuenta que todas las decisiones las toma su mujer; él solamente las ejecuta con elegancia y estilo, de tal forma que parecen propias. Y ahí está, todo el tiempo quejándose de la dependencia de su mujer.
–Bueno, Gabriel, yo podría dejarte ahora mismo e ir a hablar de vos porque siempre estás quejándote de lo mismo, de la incompetencia de la gente que te rodea. O dime qué has hecho por solucionar eso que te molesta tanto. Por ejemplo, por qué no has dejado de asistir a las fiestas de los amigos de Lau.
–Pues es mi novia –respondió impersonal.
–¿Y qué, es tu novia por acompañarla o porque se quieren; acaso tienes miedo de que alguien te la baje; tan inseguro eres?
Por un instante, como un rumor de un pasado distante, Gabriel sintió un temor similar al que experimentaba cuando de niño no estaba con su madre. Con el pasar de los años, cuando se mudó de ciudad, le había bastado la comunicación telefónica con ella,. Cuando ella murió, le costó mucho trabajo aceptarlo y su seguridad menguó, lo que derivó en un aislamiento, hasta que conoció a Laura, con quien sintió paz. Estar con ella lo tranquilizaba, no estaba del todo seguro de amarla, pero no iba a contarle sus angustias a un desconocido.
–¿Ves, Gabriel, también eres como los demás, sólo que no te detienes a pensarlo? Casi todos nos parecemos a los problemas que identificamos; casi todos los encaramos con nuestro signo, ya sea la eficacia o la torpeza, pero es definitivo que todos queremos vivir de la mejor manera.
–Hay incluso quienes no los identifican, y no porque no los tengan, sino porque detrás de su supuesta solvencia intelectual, esconden una profunda indolencia respecto a lo que les rodea. No es que sean unos desapegados, sino que simplemente les vale gorro el mundo; ¿no crees? –Gabriel quiso imitar el acento irónico de Victor, pero no le salió.
–A mi no me gusta sudar fiebres ajenas –El tono y la gesticulación de Victor cambiaron.
–Parece que estás sudando la mía –Lo retó Gabriel con un impulso que lo hizo dejar su copa sobre una mesa.
Los golpes parecían inminentes, pero Laura irrumpió ajena a todo ese episodio.
–¡Amor, ya conociste a Victor, él mejor anfitrión de la banda! ¿A poco no está divino su depa? –dijo sonriente mientras tomaba a su novio del brazo y lo llevaba a dar un tour por la casa –Mira, este es el baño y esa habitación tiene el suyo propio.
Victor se perdió entre sus invitados y la pareja terminó en la alcoba principal. Laura quiso coger, pero Gabriel aún se preguntaba cómo es que ella conocía tan bien la casa, y lo que era más raro, dominaba un truco para cerrar bien la chapa de la puerta del baño. No quiso saber a dónde lo conduciría la respuesta y su mente y su pene reaccionaron a los labios de ella.
Por la mañana, camino al trabajo, tenía en mente negociar o renunciar. No aguantaba más las condiciones laborales: bajo sueldo, sin prestaciones ni contrato. En cambio, le empezaban a exigir un número mínimo de horas de trabajo.
Antes de llegar al lujoso edificio en donde la empresa rentaba sus oficinas, recordó su breve charla con Victor, su departamento, el detalle de la chapa del baño que Laura conocía, que Victor la había llamado Lau. Al descender del ascensor en el décimo noveno piso, se dijo lo que había evadido toda la noche: ¡Laura se había acostado con Victor!
Entró a su oficina, redactó su renuncia, la firmó y se la entregó al jefe, quien sorprendido se quedó pasmado y antes de que la puerta del elevador se cerrara, le gritó a Gabriel:
–¡Eres un pinche cobarde que no sabe encarar sus problemas!
Gabriel veía la pose de su jefe enfurecido, recortado paulatinamente por las puertas metálicas del ascensor. Se sintió a salvo, pero no bien.
Llegó a la esquina y en vez de ingresar al metro, se metió al bar. Pidió un par de tragos y luego empezó a sentir ese viejo rumor del pasado y el mundo se le vino encima. Se sintió pequeño y frustrado como cuando tenía 11 años y no podía hacer nada más que pensar y pensar. Supo diferenciar entre expectativas y ambición, y también pudo ver con claridad que el silencio lo seguía afectando y limitando, y que lo había transformado en una persona ambiciosa porque sus expectativas se habían quedado atrás, hacía años, pero no había sabido reconocer que su tiempo había pasado. Por fin se supo inseguro, envidioso y pequeño. Dueño de miles de razones, pero incapaz de manejar una sola.
Se sintió miserable por no haber encarado al jefe ni a Laura ni a Victor; por unos minutos, adujo ante sí mismo que había sido por dignidad o para darles una lección, pero eso no lo convenció. En el fondo fue pura cobardía. No fue miedo al jefe, a Laura o Victor, sino miedo a la vida, al éxito, al fracaso. 30 años después de haber identificado su miedo a crecer, lo seguía padeciendo.
Salió del bar y ya era de noche. La luna estaba llena y él borracho. Empezó a descender por las escaleras del metro y casi al terminar, algo entre sus pies lo hizo tropezar, pero se alcanzó a agarrar del barandal. Volteó y vio a un ciego con su bastón, quien no dijo nada y se detuvo.
El camino al andén era largo, pero Gabriel no tenía prisa; caminó lento. Notó la incomodidad de una mirada ajena. Miró hacia atrás y era el ciego que parecía seguirlo. Aceleró su marcha; incrédulo notó que el invidente hizo lo mismo. Justo cuando pensaba en volver a apresurar el paso, nuevamente el bastón del ciego lo hizo tropezar. Se repuso de inmediato sin dejar de caminar y otra vez volteó. El invidente siguió el paso de Gabriel.
Cualquiera se habría detenido a recriminarle al hombre del bastón su torpeza o su agresión, pero Gabriel había caído en un shock de pánico. Era imposible que dijera o reclamara algo. Estaba avasallado por el silencio y lo que era su habitual camino a casa, se convirtió en una ruta de escape, una huída. Estaba desesperado. Sudando. Quiso marcarle a Laura, pero no lo hizo. Empezó a trotar porque se sintió espantado. Sudaba. Jadeaba. Temía.
Volteó y de reojo miró que el ciego lo acosaba. De vez en cuando éste metía su bastón entre las piernas de Gabriel, quien tropezaba, trastabillaba, pero no caía. La persecución era desgastante, casi insufrible. Él ya no sabía si seguir en pie era síntoma de su dignidad o una manipulación del espanto. En su mente todo era caótico, las razones naufragaban en la mar de su desesperación. Sus recuerdos recientes se hundían en esa mar agitada; otros, los viejos, flotaban. Vio a Laura y a Victor revolcándose en una cama; a su jefe saludándolo con una sonrisa; a su madre orando en una iglesia de Patzcuaro; a su padre arrepentido tirando el alcohol en el lavabo; sus amigos, sus novias; su casa y su vida, todo se amontonaba y arremolinaba en las aguas turbias de su cabeza, antes de hundirse.
Cuando miró los torniquetes, sintió que todo terminaría pronto. De nuevo sintió el bastón entre sus pies. Corrió rápido, con todas sus ganas; miró hacia atrás, como pudo, y el ciego también corría tras de él. Ya no le metía el bastón para hacerlo tropezar, sino que lo golpeaba en la cabeza, en los hombros, en las piernas.
Cuando llegó a los torniquetes, volteó con esa mezcla de miedo y audacia, en uno de esos momentos que suelen ofrecer mayor claridad a las personas, para encarar por fin al del bastón. Aunque esperaba no encontrarlo y creer que todo había sido una dilatada alucinación, un ataque de histeria o de paranoia. Pero lo vio parado frente a él.
Ciego, sordo y mudo, porque no respondió a ninguna de las preguntas e insultos de Gabriel.
Desde entonces, el ciego lo empezó a acompañar a todas partes, a su casa, a buscar trabajo, pero nunca entraba a los edificios, a los departamentos o las casas; paciente lo esperaba afuera.
Las razones
Se sentía mal casi todo el tiempo y no sabía por qué. Vivía así, con esa amargura e incomodidad llevadas a rastras, como quien corre con su ropa ensopada. Un día supo el motivo de ese malestar permanente: la estupidez de la gente para entender las cosas, cualquier cosa; Por otra parte, dudaba si la estupidez era sólo una falsa ilusión y en realidad era lentitud de pensamiento. Sabía perfectamente que la ignorancia tenía dos fuentes: la negligencia y la carencia. Toleraba esta última, pero era muy severo con las personas que eran ignorantes por flojera o desidia, porque en sus manos alguna vez tuvieron la posibilidad de abandonar esa condición y no hicieron nada al respecto. Lo peor de estos tipos –pensaba– es que suelen esconderse tras la religión para ocultar lo que a todas luces era obvio: su completa imbecilidad.
Un día descubrió que tenía miedo y que éste no lo dejaba hablar, decirles a sus mayores lo que pensaba. Se sintió miserable por tener 11 años y no tener la fuerza de contradecir a sus abuelos, tíos y padres. Pensó en las funestas consecuencias futuras que le acarrearía no poder vencer ese miedo, en las diversas formas como afectaría su vida de adulto, sus relaciones interpersonales y laborales. Le bastó un rato de la noche para verlo todo, y después se quedó dormido.
Despertó sabiendo que con esa actitud timorata que mostraba, procuraba que su madre no lo abandonara. Desde los cinco años era capaz de entender cómo utilizar el estéreo y el televisor; a los seis años ya los operaba. Ponía los acetatos y memorizaba las letras de las canciones de los cantautores que sus padres escuchaban. A los nueve años fue capaz de organizar a sus amigos de la cuadra, asignándoles personajes para actuar la trama de una historieta de Tarzán que le había regalado su padre; pronto se aburrieron, excepto él.
Relacionó su independencia con la ausencia de su madre y optó por estar cerca de ella; eso explicó su posterior y aparente retroceso en sus aprendizajes; su pasividad, su silencio, pero no el miedo a estar sin su madre.
Antes de concluir el desayuno, entendió que no había experimentado ningún evento que le ocasionara tener miedo, entonces debería tratarse de una emoción-reflejo, pero de cuál. Esa era la respuesta que no tenía aún.
Salió a jugar con sus amigos de la cuadra. Mientras en una libreta anotaba los goles que cada equipo metía –era malísimo para jugar fútbol–, previo a terminar el partido, encontró la respuesta: era agudamente empático a los estados de ánimo de su madre.
¡Claro, porque, aunque ella nunca le inculcó la religión, oraba mucho en silencio, y visitaba la iglesia casi a diario!
Pronto, lo distrajo otro razonamiento: por un lado sabía que el miedo era resultado de una enorme empatía maternal y su dependencia e indefensión, una estrategia para mantenerla cerca; sin embargo, intuyó que la amargura y sensación de enojo permanentes, se debían a su padre. Entonces la empatía era con ambos.
Se quedó consternado porque la potencia de su individualidad se veía amenazada por esa inesperada conclusión, que significaba que sus sensaciones y emociones eran producto de fuerzas que no emanaban de su individualidad; así no habría rastro de genuinidad en su personalidad.
Por la noche, después de la cena, se tranquilizó al concluir que el arquetipo elaborado por la mañana, no era más que una bien planeada y sistematizada ilusión, producto de su temor a vivir; a esa certidumbre dentro de una incertidumbre que es la vida.
Simplemente no quería crecer.
Le dio por inventar; fue la forma más simple que encontró para no encarar la vida. Inventó otros mundos en donde las cosas fueran a su modo y ritmo; creó música, cuentos y cuadros. Y pensó en estudiar esas disciplinas: música, literatura y pintura. Al final, para borrar todo rastro de esa estrategia, estudiaría alguna disciplina que abordara la realidad desde muchas perspectivas, las necesarias que le permitieran tener un mínimo de control, pero no sabía cuál; sólo conocía doctores y abogados en la familia, pero no parecían ser lo que buscaba.