Fue en noviembre del año pasado. Todos los vecinos escuchamos ruidos y gritos, pero ninguno imaginamos lo que estaba ocurriendo. La rapidez y el estrépito engendraron confusión, la forma más tenue del miedo. Quedamos estupefactos por unos segundos y sin saber cómo reaccionar en los siguientes minutos.
A base de narrar los acontecimientos a algún familiar o amigo que sobre el tema me inquiriera, aprendí que dividirlos en tres partes resultaba más comprensible para ellos y, además, se propiciaba el pretexto para el café o para el whiskey, según la persona.
Considero que la primera parte de esta historia inició cuando un tipo desconocido llegó a vivir al apartamento contiguo. Al poco tiempo, los vecinos nos percatamos que era uno de esos paracaidistas que suelen buscar casas abandonadas para habitarlas; se aprovechan de la permisividad legal en torno a la propiedad de inmuebles abandonados, ya que si una persona demuestra tener cinco años viviendo en una casa, mediante el pago de servicios, y nadie lo reclama, es muy probable que pueda apropiarse legalmente de la misma. Por desgracia, el propietario de la vivienda desde hacía tres años radicaba fuera de la ciudad y no había manera de localizarlo, lo cual descartaba la posibilidad de que pudiese hacer algo al respecto.
Desde la primera semana, la vida de los condóminos se tornó un infierno. Diario y a todas horas había fiesta en ese departamento. ¡Música a todo volumen; peleas, gritos! Al tercer día, llamamos a la policía. Quitaron el ruido, pero a los pocos minutos de haberse ido, volvieron a ponerla y con mayor volumen. Luego nos enteramos que la madre de este malandro era una mujer adinerada, ligada a alguna mafia local y, por supuesto, a las autoridades.
A este paracaidista, el mote de Pitufo se lo puso un vecino, Javier, por enano y, después nos enteramos, porque alguna vez fue policía; persona en extremo violenta y nefasta. Al principio sólo se ofuscaba, pero al paso de los meses, sus respuestas fueron aumentando de tono; siempre con esa voz carrasposa que exacerbaba la amenaza. Sin embargo, conforme su agresividad ascendía, su condición física menguaba, consecuencia del excesivo consumo de drogas. Al año ya cojeaba y se movía torpemente, pero su talante amenazador se mantenía incólume.
Son tipos como éste los que traen la realidad a las casas. Uno se siente vulnerable y desprotegido por la autoridad; uno termina, necesariamente, rompiendo ciertos lazos con la ley y empieza a tejer otros con estos maleantes.
La segunda parte, inicia cuando al departamento de Javier, quien no vive acá, pero es dueño de uno de éstos en la planta baja, se intentaron meter, ilegal y alevosamente, un grupo de personas con la firme intención de apropiárselo, emulando al Pitufo. Cuando vi a estos tipos por primera vez, no supe si se trataba de familiares de Javier o de nuevos inquilinos, sino hasta que nos explico que no los conocía, mientras buscaba el apoyo de algunos vecinos. ¿Quién iba a imaginarse que sería el Pitufo, quien con mayor eficacia asistiría a Javier en la solución de este problema?
Cuando estos paracaidistas regresaron al departamento, con la descarada intención de volver a cambiar la combinación de chapa de la puerta, que previamente Javier había pagado, fue el Pitufo quien les puso un alto. No necesitó bajar a increparlos, le bastó asomarse y amenazarlos para que esta gente pensara dos veces lo que intentaba:
–¡¿Ya vienen otra vez a hacer su pinche ruido?! Sépanlo de una vez, cabrones, yo diario hago mis desmadres, vienen mis valedores y chupamos todos los días a la hora que se nos antoje. Me vale madres que estés embarazada –dijo con frialdad, dirigiéndose a una de las paracaidistas. Desde esa vez supe que se llamaba Adrián y así lo empezamos a llamar.
Yo estaba escuchando tras la puerta. Nadie respondió el reto. Hubo silencio. Fui hacia la ventana que da al andador y los vi alejarse: dos mujeres y dos hombres; uno de ellos, el cerrajero, iba aferrado a su bicicleta.
Días después regresó este último, pero solo. Algunos vecinos que decidimos apoyar a Javier en este entuerto, salimos a su encuentro. Por ser el mayor de todos, fui quien habló y lo cuestioné inquisitivamente –¿a qué vienes y de parte de quién?
–Me dejaron un papelito en la cerrajería, que viniera a cambiar la combinación de esta chapa –respondió defensivamente.
–Estás cometiendo un delito –le dije con firmeza–. Acá ya vinieron agentes de la Delegación y hay una demanda de por medio; si le haces algo a esa chapa, vas a ser cómplice y, además, vamos a correr la voz de que te andas prestando a estas movidas y no te va a convenir; mejor déjalo como está, porque si haces algo vamos a tomar fotografías. Se escuchó la puerta rechinante de la casa de Adrián, pero no lo vimos salir.
El pobre cerrajero, asustado y casi pidiéndonos disculpas, no tuvo más remedio que desistir e irse. Los paracaidistas no volvieron más. Creo que ambas cosas pesaron en esa decisión, tanto la demanda judicial como el vecinito que tendrían que soportar.
Sería ingenuo suponer que la reacción de Adrián fue únicamente para ayudar a Javier, más bien quiso asegurarse el título de “único cabrón del edificio”; no estuvo dispuesto a compartirlo. Sin embargo, días después le prestó varios muebles a aquél, para que su vivienda pareciera estar habitada, y desincentivar ese tipo de delito.
Para entonces, y gracias al mayor contacto que empezó a haber entre ellos dos, supimos que, en efecto, la salud de Adrián estaba muy dañada, al grado que su primo iba diario a cuidarlo. También nos enteramos que ambos llegaron a un acuerdo para que Javier pudiera tener inquilinos sin que Adrián les hiciera la vida imposible, como ya había ocurrido con anterioridad.
La tercera parte de esta historia empieza cuando Javier contrató un plomero, un electricista y un ebanista, para arreglar y poder rentar su apartamento
Una vez que el plomero y el electricista terminaron su trabajo, sólo faltaba que el ebanista concluyera el suyo. Desde los problemas con los paracaidistas, Javier me había dejado copia de un juego de llaves de su departamento. Yo me encargué de abrir y cerrar la puerta cada vez que venían los trabajadores.
El memorable de los tres fue Daniel, el ebanista. Tenía un par de rasgos que lo distinguían: una cojera y una sonrisa torva que si no fuera por su ingenuidad, luciría bastante macabra. A pesar que lo traté poco tiempo, me di cuenta que era de esas personas que sin afán son indiscretas, torpes y hasta ofensivas. Pero si se las escucha con atención, son simplemente pueriles. No miento si digo que algunas de sus gesticulaciones descubrían a una persona con síndrome de down; sin embargo, su pericia en la ebanistería, según Javier, decía lo contrario.
Daniel había quedado en llegar a las 10 de la mañana. Esperé en la sala a que tocara la puerta. Pasaron 15 minutos, no llegó y fui al baño, pensando que no tardaría. Tuve un ligero percance que me retardó de más.
Nadie supo cómo fue el primer encuentro, si se saludaron, si dialogaron y cómo lo hicieron. Por las consecuencias, deduzco que Daniel se sentó sobre las escaleras a esperar. Probablemente, Adrián se asomó y le preguntaría algo; la respuesta de Daniel quizás lo irritó, y es que por alguna razón, como ya he dicho, Daniel es de los que pretenden ser graciosos y terminan siendo ofensivos por su falta de tacto; fueron pocas las ocasiones en que hizo un comentario atinado, quien sabe si alguna vez se lo propuso, y ese tono sin tono de su voz no le ayudaba.
Quizás algo de esto y mucho más, que no haya conocido de él, se combinó con alguna de las múltiples rabietas y rachas de violencia de Adrián; acaso el ánimo ventajoso de éste haya percibido en Daniel una presa fácil, susceptible de ser denigrada a discreción.
No estoy muy seguro de cómo pasaron las cosas, pero infiero que tuvo que ver con sus disímiles personalidades. Cuando salí para abrir la puerta del apartamento contiguo, Adrián se calló. Esto me extrañó porque si hay alguien que no le importa quién escucha sus escándalos, es él. Sin saludarme se dio la media vuelta, subió con dificultad los pocos escalones que había descendido y se metió a su casa. Le pregunté al ebanista si lo había agredido o amenazado. Su respuesta, acompañada de su clásica sonrisa torva, fue: –No, nada más se enojó un poco porque le pregunté si él era el Pitufo.
Me lamenté profundamente por ese pequeño detalle, no sería buen augurio. Adrián se lo tomaría muy apecho, y seguramente significaría el fin de su tregua con Javier. ¡Pero qué imprudencia la de éste para decirle al ebanista el apodo de uno de los vecinos!, más aún si conocía la falta de tacto e ingenuidad de Daniel. En fin, lo dejé trabajando.
Me retiré a mi habitación, sabiendo que estaría ocupado, cuando menos, cinco horas.
Un bullicio intermitente me despertó. A cada momento, éste se iba transformando en gritos claros y de agresión. Me incorporé lo más rápido que pude, salí de casa y me percaté que el ruido procedía del apartamento de Javier. Apresuré el pasó porque intuí que Adrián habría bajado para amedrentar a Daniel.
Lo vi. Sus pantalones, sus brazos. El olor penetrante a thinner y madera no correspondía con la escena. Lo vi tirado en el suelo, cerca de la entrada. Inmóvil y silente. Sabía que era él. Sentí que en mi cara iba evolucionando un inevitable gesto facial de asco. Entonces, me percaté que un martillo estaba encajado a la altura de su cara, que parecía un acantilado que se hundía en un quieto y pasmoso mar guinda; sentí una profunda nausea cuando creí ver un estertor de su cuerpo; creo que no quise saber si seguía con vida.
Volteé al fondo. En cuclillas y recargado sobre la pared, lo vi. Estaba temblando, con las ropas salpicadas de sangre y musitaba algo con la mirada incrustada en el suelo. Instintivamente me acerqué para averiguar que decía. Supe que notó mi presencia, pero no levantó la mirada, únicamente repetía:
–¡Vi el martillo en su cabeza, vi el martillo en su cabeza...! –El ebanista, tenso y desesperado afirmaba para sí, como intentando memorizar algo con incredulidad.
Voltee y vi en el suelo el cuerpo del Pitufo, con el martillo encajado en el cráneo; se enfriaba.