Voy al cajero automático, saco lo que más se puede. Son las diez de la noche. Camino sobre Heriberto Frías y llego al Parque Pilares. Empiezo a cursar la vereda sur del parque, veo a algunas personas que están corriendo; otros, jugando fútbol. Observo la larga y delgada senda y sonrío; siempre me han fascinado los caminos porque significan y presuponen un avance. Después de detenerme por unos segundos, inicio la caminata mientras en mis audífonos empieza a escucharse Dream job de The Dears.
La noticia de la crisis retumba en mi mente y pienso: ¿Qué es la economía, al margen de sus definiciones académicas?, ¿acaso el terreno natural para definir, describir o interpretar la Justicia? Se me ocurre esta asociación de preguntas porque veo que el PIB per cápita mundial estimado en 2008, es de 9 mil 184 dólares.
Una versión de lo justo sería decir que todas las personas en el mundo deberían vivir con esa cantidad al año; sin embargo, no todas las personas han aportado lo mismo a la producción del mundo. Otra versión establecería que no, que cada quién debería tener lo que se merece con base en su trabajo, pero esto trasladaría el problema de la justicia a la diferencia de oportunidades en la vida.
De pronto, pareciera que la abundancia de versiones sobre la justicia no es más que un intento deliberado por no cambiar las cosas, es decir, buscar y lograr justicia en cualquier terreno sería trascendental porque dotaría a las sociedades de una sensación distinta no experimentada aún.
Voy a mitad de la vereda del parque. Observo a lo lejos a dos tipos y sé que me van a asaltar. Con mi padre aprendí a transitar por la Morelos, la Guerrero, la Merced; aprendí a oler a distancia a “los conejos”, a intuir cómo actúan previo a su cometido. Sé que se están preparando para abordarme. Yo sigo caminando lentamente mientras pienso en algunas alternativas: detenerme, desviar mi camino, tomar un atajo.
Con más negligencia que audacia, prosigo mi camino.
Pienso ahora en la distribución del ingreso familiar, el aspecto estadístico-económico que retrata y evidencia la falacia del PIB per cápita mencionado arriba. Para el año 2000, la distribución del ingreso en el mundo era algo así como la crónica de la iniquidad: el 1% de las personas adultas acaparaba el 40% de la riqueza; el 5%, el 70% de la misma; y el 10% de los adultos detentaba el 85% del total de los activos globales. Visto desde la otra perspectiva, el 50% de los adultos más pobres del mundo sólo poseía el 1.1% de la riqueza o activos totales.
Después de saber que el mundo genera riqueza y la cantidad “teórica” con lo que cada habitante del mundo podría vivir al año (PIB per cápita), y de comprobar que en la realidad dicha riqueza tiende a concentrarse en todos y cada uno de los países, ¿cómo puede sorprendernos que haya crisis? Todo esto no es más que resultado de la negligencia, jamás de la audacia. ¿De qué le sirvió a Occidente darle el Nobel a John Nash o a Amartya Sen?
¿Vienen a mí o voy hacia ellos? Es un juego en el que cualquier explicación está justificada por el síntoma de de la Justicia a nivel inconsciente; ensayaré la respuesta. La acción de retirar unos miles de pesos de un cajero automático cuando, quizás, más de mil veces les negué la limosna a los indigentes, debía desembocar en una devolución forzada y fraguada por el azar.
Pienso en la necesidad de asaltarme de ese par de infelices que están a 20 metros de distancia; y pienso en el deseo de los gobiernos por rescatar a un grupo de bancos y aseguradoras de la quiebra. La diferencia fundamental estriba en que los primeros necesitan quitarme mis posesiones pecuniarias porque desean mantener su estilo de vida a este costo; los segundos, en cambio, desean rescatar a unos cuantos porque necesitan que el sistema los siga proveyendo de privilegios.
Si invertimos, en cualquiera de los dos casos las variables necesidad/deseo, el resultado práctico sería el mismo, pero estaríamos justificando o definiendo la Justicia como fin, cuando en realidad es un medio de realización para todo quehacer humano.
La propensión marginal de mis pasos ha descendido casi a cero; mis futuros verdugos están descaradamente frente a mí, pues se han dado cuenta que los advertí a tiempo.
La audacia y la negligencia abandonaron el escenario; permanecen tres personas. Curiosamente las tres portan chamarras de la misma marca. Los nervios y el miedo, inminentes actores, hacen acto de presencia. Pero son los nervios por no ser llevados al reclusorio y el miedo por no quedarse sin dinero para el resto de la quincena.
¿Dónde está el miedo a perder la vida?; ¿los nervios por no equivocarse y dañar la integridad física o quitar la vida sin que esa sea su intención?
Pareciera que los valores humanos más elementales: la vida y la seguridad, los hemos referido exclusivamente a esferas posteriores, accesorias, secundarias. ¿Acaso ya no tenemos miedo a morir o matar?
Lo mismo pasa con la Justicia, su definición o su sentido lo hemos trasladado a la esfera de lo económico y eso nos está creando problemas (síndrome) socio-ontológicos y quizás socio-gnoseológicos. Lo mejor sería, que la Justicia se quedara en el terreno de lo social, arraigarla ahí para que en la esfera económica se aborde su solución.
Un par de jóvenes deportistas me levantan del suelo. Hurgo mis bolsillos y el dinero no está.
La noticia de la crisis retumba en mi mente y pienso: ¿Qué es la economía, al margen de sus definiciones académicas?, ¿acaso el terreno natural para definir, describir o interpretar la Justicia? Se me ocurre esta asociación de preguntas porque veo que el PIB per cápita mundial estimado en 2008, es de 9 mil 184 dólares.
Una versión de lo justo sería decir que todas las personas en el mundo deberían vivir con esa cantidad al año; sin embargo, no todas las personas han aportado lo mismo a la producción del mundo. Otra versión establecería que no, que cada quién debería tener lo que se merece con base en su trabajo, pero esto trasladaría el problema de la justicia a la diferencia de oportunidades en la vida.
De pronto, pareciera que la abundancia de versiones sobre la justicia no es más que un intento deliberado por no cambiar las cosas, es decir, buscar y lograr justicia en cualquier terreno sería trascendental porque dotaría a las sociedades de una sensación distinta no experimentada aún.
Voy a mitad de la vereda del parque. Observo a lo lejos a dos tipos y sé que me van a asaltar. Con mi padre aprendí a transitar por la Morelos, la Guerrero, la Merced; aprendí a oler a distancia a “los conejos”, a intuir cómo actúan previo a su cometido. Sé que se están preparando para abordarme. Yo sigo caminando lentamente mientras pienso en algunas alternativas: detenerme, desviar mi camino, tomar un atajo.
Con más negligencia que audacia, prosigo mi camino.
Pienso ahora en la distribución del ingreso familiar, el aspecto estadístico-económico que retrata y evidencia la falacia del PIB per cápita mencionado arriba. Para el año 2000, la distribución del ingreso en el mundo era algo así como la crónica de la iniquidad: el 1% de las personas adultas acaparaba el 40% de la riqueza; el 5%, el 70% de la misma; y el 10% de los adultos detentaba el 85% del total de los activos globales. Visto desde la otra perspectiva, el 50% de los adultos más pobres del mundo sólo poseía el 1.1% de la riqueza o activos totales.
Después de saber que el mundo genera riqueza y la cantidad “teórica” con lo que cada habitante del mundo podría vivir al año (PIB per cápita), y de comprobar que en la realidad dicha riqueza tiende a concentrarse en todos y cada uno de los países, ¿cómo puede sorprendernos que haya crisis? Todo esto no es más que resultado de la negligencia, jamás de la audacia. ¿De qué le sirvió a Occidente darle el Nobel a John Nash o a Amartya Sen?
¿Vienen a mí o voy hacia ellos? Es un juego en el que cualquier explicación está justificada por el síntoma de de la Justicia a nivel inconsciente; ensayaré la respuesta. La acción de retirar unos miles de pesos de un cajero automático cuando, quizás, más de mil veces les negué la limosna a los indigentes, debía desembocar en una devolución forzada y fraguada por el azar.
Pienso en la necesidad de asaltarme de ese par de infelices que están a 20 metros de distancia; y pienso en el deseo de los gobiernos por rescatar a un grupo de bancos y aseguradoras de la quiebra. La diferencia fundamental estriba en que los primeros necesitan quitarme mis posesiones pecuniarias porque desean mantener su estilo de vida a este costo; los segundos, en cambio, desean rescatar a unos cuantos porque necesitan que el sistema los siga proveyendo de privilegios.
Si invertimos, en cualquiera de los dos casos las variables necesidad/deseo, el resultado práctico sería el mismo, pero estaríamos justificando o definiendo la Justicia como fin, cuando en realidad es un medio de realización para todo quehacer humano.
La propensión marginal de mis pasos ha descendido casi a cero; mis futuros verdugos están descaradamente frente a mí, pues se han dado cuenta que los advertí a tiempo.
La audacia y la negligencia abandonaron el escenario; permanecen tres personas. Curiosamente las tres portan chamarras de la misma marca. Los nervios y el miedo, inminentes actores, hacen acto de presencia. Pero son los nervios por no ser llevados al reclusorio y el miedo por no quedarse sin dinero para el resto de la quincena.
¿Dónde está el miedo a perder la vida?; ¿los nervios por no equivocarse y dañar la integridad física o quitar la vida sin que esa sea su intención?
Pareciera que los valores humanos más elementales: la vida y la seguridad, los hemos referido exclusivamente a esferas posteriores, accesorias, secundarias. ¿Acaso ya no tenemos miedo a morir o matar?
Lo mismo pasa con la Justicia, su definición o su sentido lo hemos trasladado a la esfera de lo económico y eso nos está creando problemas (síndrome) socio-ontológicos y quizás socio-gnoseológicos. Lo mejor sería, que la Justicia se quedara en el terreno de lo social, arraigarla ahí para que en la esfera económica se aborde su solución.
Un par de jóvenes deportistas me levantan del suelo. Hurgo mis bolsillos y el dinero no está.
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