He conocido mujeres y hombres que tan sólo con su presencia, son capaces de constituirse en referentes para el resto de las personas que los rodean, suelo llamarlos hombres brújula. Pueden ser reservados, extrovertidos, porque su ¿cualidad, don? no se finca en sus actitudes sino en la energía corporal que despiden e irradia todo su entorno. En otras palabras, en donde se paran de inmediato se constituyen en el referente, la medida a partir de la cual los demás construirán sus jerarquías.
He convivido, también, con mujeres y hombres a los que denomino cerrajeros, porque ellos hacen que las cosas sucedan. Poseen la bienaventurada capacidad de culminar procesos que parecen destinados al fracaso. Los hay ignorantes y eruditos (y todos los grises intermedios), creo que ello se debe a que la energía que emana de sus cuerpos despierta en los demás un ¿perfecto? acoplamiento de talentos. No lo sé, pero a su alrededor la individualidad inherente al ser humano cede a la conversión de personas en engranajes con un fin determinado.
Pero en el mundo no sólo hay hombres brújula y cerrajeros, también existen personas a las que llamo sintetizadores, porque tienen la ¿virtud, defecto? de precipitar el conflicto en cualquier esfera humana: fraternal, familiar, laboral, entre otras. Estos individuos en donde siembran su pie o su verbo, florecen impactos y destrucción; hay que tener cuidado con los significados ya que ontológicamente la destrucción es un elemento por lo menos contrario al desarrollo, pero gnoseológicamente, es un elemento que posibilita el transito a otro desarrollo. No es un fin sino un medio.
Y en efecto, también hay seres que denomino vacuos, debido a que alrededor de ellos las cosas no cambian, ni mejoran ni empeoran; permanecen.
Los más conocidos son los predictores, que, como es evidente, saben lo que va a pasar, pero no lo pueden divulgar pues de hacerlo convertirían el futuro en una posibilidad, ya no más en un suceso cierto de ocurrir, algo así como un “efecto Casandra”. De hecho yo he propuesto nombrarlos casandros, aunque se escucha poco estético, quizás hasta peyorativo.
Hay más categorías, todos pertenecemos a alguna de ellas, pero no todos nos lo creemos. No alcanzaría a describirlos en lo que me resta de vida, así que sólo he mencionado a los más interesantes, a mi juicio, hasta hoy, que después de 25 años regreso a La Plata, en mi amada Argentina, y me encuentro frente a Ginger.
Cuando partí a Europa a recorrer mundo, Ginger aún no salía del vientre de su madre, mi querida Matilde O’higgins, esposa de Octavio Galarzza. En qué hermosa mujer se convirtió Ginger.
Ella es morocha como su padre, con cabello negro rizado y ojos azules heredados de su madre. Agrego que es muda y ciega.
Cuando fui a visitarla, por primera vez , el mayordomo de la residencia no me permitió verla; alegué que era un viejo conocido de la familia. Aquél me miró con suspicacia y cerró la puerta; dos minutos después abrió de nuevo y me dejó pasar. La soberbia fachada de la residencia cumplió su promesa y me mostró una magnánima elegancia en el interior de la misma. Los objetos de decoración simétricos, prevalecían; no había pinturas ni retratos en ninguna de las grandes paredes. Cuando me senté en un sillón de la sala, percibí que todo en esa casa era color negro o blanco; me sentí tremendamente solitario. Por un momento pensé que ese lugar tenía algo de inhumano.
−¿Desea que le sirva algo?, me sustrajo de mis pensamientos el mayordomo.
−Sí, por favor tráigame un mate.
−La Señorita Galarzza bajará en unos minutos. −No es hora de visitas−, me susurró como quien por travesura comparte un secreto. Yo asentí, sin saber el porqué.
El encuentro duró escasos minutos; no nos conocíamos y la charla giró en torno a sus padres ya fallecidos. Pero puedo jurar (no acostumbro a utilizar ese verbo) que en mis 52 años de vida, jamás me había sentido igual. Fue, recuerdo, cuando al evocar un recuerdo de sus padres, Ginger se sonrió y me hizo sentir en las venas el ímpetu que me llevó de América a Europa y de ahí al Asia, al África, incluso a la Antártida. Fue un instante, lo sé, pero el jolgorio de recuerdos que pueblan mi memoria convergió y tendió a revitalizar mi piel, mi corazón y mi alegría, sobretodo mi alegría. Esa sensación me distrajo el resto del encuentro.
Partí cuando empezaba a oscurecer. Quedé en regresar la siguiente semana; el mayordomo me acompañó hasta la puerta.
−La Señorita Galarzza no es feliz. Usted conoció a sus padres, ¡haga algo! Otra vez con ese tono de fechoría. Yo le sonreí y me retiré.
Llegué al hotel, y en la recepción había un mensaje para mí:
“Ricardo, apenas me enteré que desembarcaste en la Argentina, me dispuse a localizarte. Te tengo una sorpresa. ¿Recuerdas aquel libro que te empeñaste en buscar por todo el mundo si fuese necesario, y que creo que fue el que determinó tu nomadismo? Te lo he conseguido; sí, veintitantos años después, pero mientras te escribo este mensaje, acaricio su exquisita pasta. Te espero en la casa de Belgrano.”
El "viejo" Gregorio Bengoechea, −¿¡Che, todavía seguís vivo, canalla!?, pensé con inusitada alegría, ésa que da solamente cuando se vuelve a tener noticia de un gran amigo al que su encuentro siempre está sucedido por el jamás. De pronto me asusté porque recordé que me fui de la Argentina buscando el Libro de arena que, según Borges, existe. Pero para mí ese verso fue una alegoría, más nada.
Al día siguiente fui a visitar a Bengoechea. Obviaré la bienvenida, las amabilidades y el amor por mi viejo amigo. Omitiré la felicidad que nos visitó esa tarde. Sólo diré que me entregó el Libro de arena, tal y como lo imaginaba, como lo describió Jorge Luis en el libro homónimo.
Fue en ese momento cuando relacioné a cabalidad la sonrisa de Ginger con el feliz encuentro que tuve con el viejo Gregorio, que es dos años menor que yo. No abrí el libro, antes quería ver nuevamente a Ginger. Convertí esa segunda visita, prevista para la siguiente semana, en el prefacio del libro ¿mágico?
Llegué a casa de Ginger a las siete de la noche; el mayordomo, adelantándose a mi mano, me invitó a dar una vuelta por el jardín.
−Ella no es feliz. Toda la gente que viene a verla… no la quieren, ellos sólo desean la felicidad que la Señorita les provee cuando sonríe. Así ha sido desde que era una niña; sus padres lo sabían y lo aprobaban. Han venido de todo el mundo: árabes, estadounidenses, asiáticos. Ella cambia sus vidas con su sonrisa, pero quieren más… Claro, algunos ya no regresan, pero hay otros que insisten… No quieren a la Señorita. –Más que una charla, parecía que el mayordomo buscaba mi coincidencia, como si buscara que yo cambiara las cosas. No sabía qué decir.
−¿Usted la quiere, verdad?
No era una pregunta, él parecía desesperado porque le respondiera que sí, que me importaba o que quería a Ginger, mas no… no lo sé. Pronto me sentí un truhán pues en realidad regresé para corroborar mi argumento.
El mayordomo ya no me dio tiempo de responder, habíamos llegado a la puerta, me cedió el pasó y alcancé a ver en la parte interior de su muñeca una cicatriz que parecía larga. Aventuré la hipótesis de un suicidio frustrado, pero la ruta de ese sello epidérmico aludía una agresión o un accidente.
Un poco entristecido por mis intenciones, miré a Ginger bajar por las escaleras. Parecía que los peldaños se acomodaban al leve suspirar de sus zapatillas; no había residuos de tosquedad en su descenso. Me sonrió y otra vez… otra vez la cascada de furia vital se apoderó de mi cuerpo.
¿Para qué continuar, para qué? No he vuelto a la residencia Galarzza, no pienso hacerlo.
Hoy por la mañana un tipo me asaltó; se llevó toda mi plata y me soltó un fierrazo en la muñeca izquierda, que me tuvieron que dar quince puntadas. Por suerte ya había depositado el libro en la caja de seguridad.
Hoy en día creo que Ginger nos ha superado, es el siguiente paso, de otra manera no puedo explicarlo. Ni los cerrajeros, ni los brújulas… ninguno de nosotros tiene esa capacidad.
Si alguno lee esto se preguntará qué tipo de hombre soy. Ginger me dio la clave de ello, me dio mis dos últimas felicidades, el libro de mi vida y saber que soy un hombre espejo, quien está junto a mí, sabe para siempre su identidad, lo que es y lo que hará; soy Ricardo Luis Vitelli, mayordomo de tu felicidad.
He convivido, también, con mujeres y hombres a los que denomino cerrajeros, porque ellos hacen que las cosas sucedan. Poseen la bienaventurada capacidad de culminar procesos que parecen destinados al fracaso. Los hay ignorantes y eruditos (y todos los grises intermedios), creo que ello se debe a que la energía que emana de sus cuerpos despierta en los demás un ¿perfecto? acoplamiento de talentos. No lo sé, pero a su alrededor la individualidad inherente al ser humano cede a la conversión de personas en engranajes con un fin determinado.
Pero en el mundo no sólo hay hombres brújula y cerrajeros, también existen personas a las que llamo sintetizadores, porque tienen la ¿virtud, defecto? de precipitar el conflicto en cualquier esfera humana: fraternal, familiar, laboral, entre otras. Estos individuos en donde siembran su pie o su verbo, florecen impactos y destrucción; hay que tener cuidado con los significados ya que ontológicamente la destrucción es un elemento por lo menos contrario al desarrollo, pero gnoseológicamente, es un elemento que posibilita el transito a otro desarrollo. No es un fin sino un medio.
Y en efecto, también hay seres que denomino vacuos, debido a que alrededor de ellos las cosas no cambian, ni mejoran ni empeoran; permanecen.
Los más conocidos son los predictores, que, como es evidente, saben lo que va a pasar, pero no lo pueden divulgar pues de hacerlo convertirían el futuro en una posibilidad, ya no más en un suceso cierto de ocurrir, algo así como un “efecto Casandra”. De hecho yo he propuesto nombrarlos casandros, aunque se escucha poco estético, quizás hasta peyorativo.
Hay más categorías, todos pertenecemos a alguna de ellas, pero no todos nos lo creemos. No alcanzaría a describirlos en lo que me resta de vida, así que sólo he mencionado a los más interesantes, a mi juicio, hasta hoy, que después de 25 años regreso a La Plata, en mi amada Argentina, y me encuentro frente a Ginger.
Cuando partí a Europa a recorrer mundo, Ginger aún no salía del vientre de su madre, mi querida Matilde O’higgins, esposa de Octavio Galarzza. En qué hermosa mujer se convirtió Ginger.
Ella es morocha como su padre, con cabello negro rizado y ojos azules heredados de su madre. Agrego que es muda y ciega.
Cuando fui a visitarla, por primera vez , el mayordomo de la residencia no me permitió verla; alegué que era un viejo conocido de la familia. Aquél me miró con suspicacia y cerró la puerta; dos minutos después abrió de nuevo y me dejó pasar. La soberbia fachada de la residencia cumplió su promesa y me mostró una magnánima elegancia en el interior de la misma. Los objetos de decoración simétricos, prevalecían; no había pinturas ni retratos en ninguna de las grandes paredes. Cuando me senté en un sillón de la sala, percibí que todo en esa casa era color negro o blanco; me sentí tremendamente solitario. Por un momento pensé que ese lugar tenía algo de inhumano.
−¿Desea que le sirva algo?, me sustrajo de mis pensamientos el mayordomo.
−Sí, por favor tráigame un mate.
−La Señorita Galarzza bajará en unos minutos. −No es hora de visitas−, me susurró como quien por travesura comparte un secreto. Yo asentí, sin saber el porqué.
El encuentro duró escasos minutos; no nos conocíamos y la charla giró en torno a sus padres ya fallecidos. Pero puedo jurar (no acostumbro a utilizar ese verbo) que en mis 52 años de vida, jamás me había sentido igual. Fue, recuerdo, cuando al evocar un recuerdo de sus padres, Ginger se sonrió y me hizo sentir en las venas el ímpetu que me llevó de América a Europa y de ahí al Asia, al África, incluso a la Antártida. Fue un instante, lo sé, pero el jolgorio de recuerdos que pueblan mi memoria convergió y tendió a revitalizar mi piel, mi corazón y mi alegría, sobretodo mi alegría. Esa sensación me distrajo el resto del encuentro.
Partí cuando empezaba a oscurecer. Quedé en regresar la siguiente semana; el mayordomo me acompañó hasta la puerta.
−La Señorita Galarzza no es feliz. Usted conoció a sus padres, ¡haga algo! Otra vez con ese tono de fechoría. Yo le sonreí y me retiré.
Llegué al hotel, y en la recepción había un mensaje para mí:
“Ricardo, apenas me enteré que desembarcaste en la Argentina, me dispuse a localizarte. Te tengo una sorpresa. ¿Recuerdas aquel libro que te empeñaste en buscar por todo el mundo si fuese necesario, y que creo que fue el que determinó tu nomadismo? Te lo he conseguido; sí, veintitantos años después, pero mientras te escribo este mensaje, acaricio su exquisita pasta. Te espero en la casa de Belgrano.”
El "viejo" Gregorio Bengoechea, −¿¡Che, todavía seguís vivo, canalla!?, pensé con inusitada alegría, ésa que da solamente cuando se vuelve a tener noticia de un gran amigo al que su encuentro siempre está sucedido por el jamás. De pronto me asusté porque recordé que me fui de la Argentina buscando el Libro de arena que, según Borges, existe. Pero para mí ese verso fue una alegoría, más nada.
Al día siguiente fui a visitar a Bengoechea. Obviaré la bienvenida, las amabilidades y el amor por mi viejo amigo. Omitiré la felicidad que nos visitó esa tarde. Sólo diré que me entregó el Libro de arena, tal y como lo imaginaba, como lo describió Jorge Luis en el libro homónimo.
Fue en ese momento cuando relacioné a cabalidad la sonrisa de Ginger con el feliz encuentro que tuve con el viejo Gregorio, que es dos años menor que yo. No abrí el libro, antes quería ver nuevamente a Ginger. Convertí esa segunda visita, prevista para la siguiente semana, en el prefacio del libro ¿mágico?
Llegué a casa de Ginger a las siete de la noche; el mayordomo, adelantándose a mi mano, me invitó a dar una vuelta por el jardín.
−Ella no es feliz. Toda la gente que viene a verla… no la quieren, ellos sólo desean la felicidad que la Señorita les provee cuando sonríe. Así ha sido desde que era una niña; sus padres lo sabían y lo aprobaban. Han venido de todo el mundo: árabes, estadounidenses, asiáticos. Ella cambia sus vidas con su sonrisa, pero quieren más… Claro, algunos ya no regresan, pero hay otros que insisten… No quieren a la Señorita. –Más que una charla, parecía que el mayordomo buscaba mi coincidencia, como si buscara que yo cambiara las cosas. No sabía qué decir.
−¿Usted la quiere, verdad?
No era una pregunta, él parecía desesperado porque le respondiera que sí, que me importaba o que quería a Ginger, mas no… no lo sé. Pronto me sentí un truhán pues en realidad regresé para corroborar mi argumento.
El mayordomo ya no me dio tiempo de responder, habíamos llegado a la puerta, me cedió el pasó y alcancé a ver en la parte interior de su muñeca una cicatriz que parecía larga. Aventuré la hipótesis de un suicidio frustrado, pero la ruta de ese sello epidérmico aludía una agresión o un accidente.
Un poco entristecido por mis intenciones, miré a Ginger bajar por las escaleras. Parecía que los peldaños se acomodaban al leve suspirar de sus zapatillas; no había residuos de tosquedad en su descenso. Me sonrió y otra vez… otra vez la cascada de furia vital se apoderó de mi cuerpo.
¿Para qué continuar, para qué? No he vuelto a la residencia Galarzza, no pienso hacerlo.
Hoy por la mañana un tipo me asaltó; se llevó toda mi plata y me soltó un fierrazo en la muñeca izquierda, que me tuvieron que dar quince puntadas. Por suerte ya había depositado el libro en la caja de seguridad.
Hoy en día creo que Ginger nos ha superado, es el siguiente paso, de otra manera no puedo explicarlo. Ni los cerrajeros, ni los brújulas… ninguno de nosotros tiene esa capacidad.
Si alguno lee esto se preguntará qué tipo de hombre soy. Ginger me dio la clave de ello, me dio mis dos últimas felicidades, el libro de mi vida y saber que soy un hombre espejo, quien está junto a mí, sabe para siempre su identidad, lo que es y lo que hará; soy Ricardo Luis Vitelli, mayordomo de tu felicidad.
6 comentarios:
muy hermoso.
buenas las descripciones del principio. yo, sin lugar a dudas, soy del clan de los sintetizadores.
un abrazo y felicidades por este relato.
Hola Elisa. Muchas gracias por tus palabras. Yo, en realidad no sé de qué clan soy.
Besos y abrazos.
Victor lei tu relato y creo que tu eres el hombre tache jajajaja.
nada de nada
excelente relato che. saludos AAA
Zafreth:
Como siempre con la injuria y la agresión por delante, jejeje.
Qué bueno que leas, ya te hace falta, y por eso tache, je.
Suerte y abrazos.
Mi estimado Alfred, qué padre que te latió el texto.
Suerte y abrazos.
PD: Por una momento pensé que ese AAA era algo así como alcohólicos anónimos agresivos, jejeje, hasta me asuté.
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