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Amigos lectores, he estado retirado de estos lares virtuales porque mi estancia en la vida ha experimentado algunas modificaciones. La más notable y concreta es que me mudé a un piso al sur de la ciudad.
La continuidad semanal se recuperará poco a poco…
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FUE HACE años cuando la conocí. Su sonrisa es el único recuerdo claro de aquel día. El salón de clases se llenó con la media luna carmesí con que saludó a todos, sin pronunciar palabra alguna, apenas un amago de saludo con la cabeza. Un acertado profesor la sentó junto a mí.
Nos conocimos como lo hace todo mundo: preguntas cerradas, pero con respuestas abiertas. Fue muy rápido que la confianza se interpuso entre los dos. Yo la empecé a querer al tercer día.
Desde las primeras semanas supe que un día la iba a extrañar, pero no le di importancia al asunto porque también sabía que la nostalgia es uno de los accesos más eficaces al nítido recuerdo. Además, pensaba que no me bastaría sólo con la evocación visual; tarde o temprano precisaría rememorar la superficie de su piel, su olor y su sabor. Así la conocí, con la intención de conocer su origen y su alcance como mujer.
Hablar con ella era como jugar al memorama sobre la superficie de un reloj de manecillas; las piezas de su pasado y su presente se movían y eran pares; yo fui un peón y el jaque mate. Eso era parte de su encanto, la improvisación del día.
Nos íbamos en su coche a pasear por la ciudad; nunca tuvimos horarios ilesos. Un día le dije: − ¿Quieres ser mi novia?; segundos después ella respondió: − sí. En realidad dicha pregunta fue una manera de describir lo que éramos, y su respuesta, una forma de confirmación.
Momento, estoy omitiendo muchos detalles como el hecho de saber que yo la busqué por amor y ella, por soledad. Ésta era la gran herida de su vida. Una soledad que la perseguía entre las piernas, los senos y las cejas; una soledad que le había salpicado la mirada como cuando un coche a alta velocidad pasa sobre el charco de agua sucia que está frente a vos que vas de blanco a la fiesta.
No sé cómo, pero ella se las arreglaba para gobernar nuestra alegría. Alguna vez Octavio Paz escribió que la mujer atrae, y que el centro de su atracción es su sexo: inmóvil sol secreto. En Lorena no fue así; su atracción era la aventura que significaba que tuviera ideas y que las llevara a cabo. Yo me dejaba llevar. Fui un observador de su vida; mejor aún, el pivote al que se aferró para no perderse.
Todas las veces que hablé con ella por teléfono, respondió triste; todas las que la vi estuvo alegre. No era feliz entonces y antes tampoco, me contó en una cantina. Ese día, fuimos a mi casa por primera vez y la abracé y la inquieté. Ante mí, ya había desnudado su corazón y pensamientos; esa tarde, su cuerpo.
Horas después nos fuimos de ahí. La acompañé a su casa y en el transcurso del camino presencié el eclipse de su rutina sobre su humanidad.
Nos seguimos viendo varios meses hasta que el tren de vida de cada uno nos distanció. En realidad ambos estábamos esperando que eso ocurriera. Sabíamos perfectamente que no éramos el uno para el otro. Hoy creo que esa inminencia no nos incomodaba.
Pasaron los años y no volví a saber de ella; en realidad no la recordaba, y esto me parece increíble porque ahora lo hago con frecuencia. El desfile de recuerdos empezó un día que vi una película en donde sale la actriz Drew Barrymore; inmediatamente pensé: − es igualita a Lorena.
Ahora recuerdo que el último contacto que tuve con ella fue una vez que me habló por teléfono y me propuso vernos, pero yo estaba con otra mujer y no concretamos una cita, sólo un: − nos ponemos de acuerdo en la semana, una semana que no ha llegado, ni llegará.
Hoy que vivo solo sin soledad, pienso en ella. Es como recordar una película que fue tu favorita durante varios meses y un día la guardaste en la videoteca porque ya te sabías los diálogos.
Hoy sé que felicidad fue decir que Lorena viene a mi casa.
La continuidad semanal se recuperará poco a poco…
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FUE HACE años cuando la conocí. Su sonrisa es el único recuerdo claro de aquel día. El salón de clases se llenó con la media luna carmesí con que saludó a todos, sin pronunciar palabra alguna, apenas un amago de saludo con la cabeza. Un acertado profesor la sentó junto a mí.
Nos conocimos como lo hace todo mundo: preguntas cerradas, pero con respuestas abiertas. Fue muy rápido que la confianza se interpuso entre los dos. Yo la empecé a querer al tercer día.
Desde las primeras semanas supe que un día la iba a extrañar, pero no le di importancia al asunto porque también sabía que la nostalgia es uno de los accesos más eficaces al nítido recuerdo. Además, pensaba que no me bastaría sólo con la evocación visual; tarde o temprano precisaría rememorar la superficie de su piel, su olor y su sabor. Así la conocí, con la intención de conocer su origen y su alcance como mujer.
Hablar con ella era como jugar al memorama sobre la superficie de un reloj de manecillas; las piezas de su pasado y su presente se movían y eran pares; yo fui un peón y el jaque mate. Eso era parte de su encanto, la improvisación del día.
Nos íbamos en su coche a pasear por la ciudad; nunca tuvimos horarios ilesos. Un día le dije: − ¿Quieres ser mi novia?; segundos después ella respondió: − sí. En realidad dicha pregunta fue una manera de describir lo que éramos, y su respuesta, una forma de confirmación.
Momento, estoy omitiendo muchos detalles como el hecho de saber que yo la busqué por amor y ella, por soledad. Ésta era la gran herida de su vida. Una soledad que la perseguía entre las piernas, los senos y las cejas; una soledad que le había salpicado la mirada como cuando un coche a alta velocidad pasa sobre el charco de agua sucia que está frente a vos que vas de blanco a la fiesta.
No sé cómo, pero ella se las arreglaba para gobernar nuestra alegría. Alguna vez Octavio Paz escribió que la mujer atrae, y que el centro de su atracción es su sexo: inmóvil sol secreto. En Lorena no fue así; su atracción era la aventura que significaba que tuviera ideas y que las llevara a cabo. Yo me dejaba llevar. Fui un observador de su vida; mejor aún, el pivote al que se aferró para no perderse.
Todas las veces que hablé con ella por teléfono, respondió triste; todas las que la vi estuvo alegre. No era feliz entonces y antes tampoco, me contó en una cantina. Ese día, fuimos a mi casa por primera vez y la abracé y la inquieté. Ante mí, ya había desnudado su corazón y pensamientos; esa tarde, su cuerpo.
Horas después nos fuimos de ahí. La acompañé a su casa y en el transcurso del camino presencié el eclipse de su rutina sobre su humanidad.
Nos seguimos viendo varios meses hasta que el tren de vida de cada uno nos distanció. En realidad ambos estábamos esperando que eso ocurriera. Sabíamos perfectamente que no éramos el uno para el otro. Hoy creo que esa inminencia no nos incomodaba.
Pasaron los años y no volví a saber de ella; en realidad no la recordaba, y esto me parece increíble porque ahora lo hago con frecuencia. El desfile de recuerdos empezó un día que vi una película en donde sale la actriz Drew Barrymore; inmediatamente pensé: − es igualita a Lorena.
Ahora recuerdo que el último contacto que tuve con ella fue una vez que me habló por teléfono y me propuso vernos, pero yo estaba con otra mujer y no concretamos una cita, sólo un: − nos ponemos de acuerdo en la semana, una semana que no ha llegado, ni llegará.
Hoy que vivo solo sin soledad, pienso en ella. Es como recordar una película que fue tu favorita durante varios meses y un día la guardaste en la videoteca porque ya te sabías los diálogos.
Hoy sé que felicidad fue decir que Lorena viene a mi casa.
3 comentarios:
Tu regreso transparente, el rocío de tu prosa, tus modos sin aspavientos, nos regalan la primera luz de la semana.
Nos vemos el viernes, pues. Un abrazo, querido amigo.
definitivamente me quedo con la última frase: Hoy sé que felicidad fue decir que Lorena viene a mi casa.
cuantas veces el destino nos pone enfrente una persona y al momento de querer decir o hacer cosas él mismo se siente con el derecho de quitarla de nuestro camino... que en en este texto no fue asi (mmm bueno momentaneamente fue feliz y a veces también son necesarias aunque sea en pequeñas dósis la felicidad) ya que ella le dio el "si" que todo cura, que todo alegra y que es todo un motor.
me ha agradado tu retorno por las causas que expones de tu mudanza (como la canción de Dalessio: hoy voy a cambiar... je je.)
Saludos y abrazos,
pd.- si, aun con este texto eres una rata traicionera, nos vemos en el otro blog.
que buen post!
gracias por compartir.
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