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La canción que se escucha de fondo es You can call me Al, del disco Graceland, 1986, del estupendo compositor Paul Simon. El video es curioso ya que salen bailando Simon y el actor Chevy Chase.
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Abstract: Some times I imagine my life, all around me, and I think everything it’s so weird: faces, circumstances, facts, etc… The end of the world it is an idea, because its end or the end’s idea it’s all about of our own world. Definitively, I don’t understand anything in this world or maybe I refuse it.
This week, you can download Graceland, 1986. An excellent Paul Simon’s album.
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A pesar de que la ONU mandó a la lista negra a Paul Simon por elaborar este disco con músicos sudafricanos, de la incoherencia que ello representó (ya que Apartheid lo fomentaron los hombres en el poder), se trata de una joya que presenta la novedad de mezclar música africana con otra música de raíces africanas, pero occidentalizada como lo es el Rock. Descárguenlo de volada, es un: must have.
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Abstract: Some times I imagine my life, all around me, and I think everything it’s so weird: faces, circumstances, facts, etc… The end of the world it is an idea, because its end or the end’s idea it’s all about of our own world. Definitively, I don’t understand anything in this world or maybe I refuse it.
This week, you can download Graceland, 1986. An excellent Paul Simon’s album.
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A pesar de que la ONU mandó a la lista negra a Paul Simon por elaborar este disco con músicos sudafricanos, de la incoherencia que ello representó (ya que Apartheid lo fomentaron los hombres en el poder), se trata de una joya que presenta la novedad de mezclar música africana con otra música de raíces africanas, pero occidentalizada como lo es el Rock. Descárguenlo de volada, es un: must have.
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SU DEDO índice hizo palanca con el pulgar para disparar el enésimo cigarrillo por la ventana de la locomotora. Ese par de dos ya teñidos de amarillo por la nicotina de los cigarros sin filtro que fuma. Encendió otro con esos dedos como protagonistas, mismos que detentan la consumación del tiempo que se atora en cada cigarro.
Áspero y seco, su rostro, limpio por una especie carbón. En algunas estaciones en las que llegó a parar, conversó con personas centenarias que le enseñaron que mirar niños, rejuvenece; él no había visto niños desde su infancia.
Sus manos duras y frágiles (eso aparentaban) daban la impresión de que se desmoronarían con cualquier leve movimiento; nada de eso ocurría, por el contrario, eran habilidosas, finas y precisas en sus maniobras.
Los años habían hecho de su mirada un taladro que perforaba el horizonte y por ahí pasaba sin dificultades “su tren”. Esa mirada que hace algunas semanas demolió las carcajadas de un grupo de niños que habiendo abordado el tren para seguir jugando, llegaron hasta la cabina cuando él volteó a verlos mientras encendía su cigarrillo.
Él no reparaba en todo ello; además, décadas atrás había olvidado la costumbre de cargar espejos: ¿qué es un espejo? sino el recuerdo de que aquí vivió el tiempo; ¿qué es el tiempo? sino el olvido de que todo es eterno; ¿qué es lo eterno? sino el amotinamiento de la memoria en lo infinito; ¿qué es lo infinito? sino el cadáver exquisito de la intención de llegar a Dios.
El convoy de este tren es tan diverso como los pasajeros que lo habitan.
En el último vagón, una rufla de imbéciles se dedica a inventar el mundo. Hace un par de minutos, el más avezado de ellos apostó, doble contra sencillo, que el tren se movía en proporción directa con las decisiones de los presentes. Cabe agregar que cada uno de ellos (nueve), son los dueños de los vagones; el que apostó es el dueño del vehículo donde se dedican a apostar.
En el quinto vagón, de atrás hacia adelante, hay puros niñitos. Todos están dibujando. Tienen a su disposición acuarelas, lápices, pinceles, hojas… todo lo necesario para expresar lo que quieran, pero ese carro sólo tiene una ventanita del tamaño de sus caras. Desde hace tiempo nadie se asoma por ahí, es muy incómodo ya que la ventanita está justo en la esquina inferior derecha del vagón.
El siguiente vagón es inauditamente transparente. Ahí están los inventores: científicos, escritores, dibujantes, músicos, albureros, bailadores, dibujantes, actores, cantantes, filósofos. Tratan de capturar con ahínco el resumen de las ráfagas de color que a simple vista se perciben del paisaje inmediato, ya que atrapar un instante les parece una labor personal, poco colectiva.
En el carro anterior a la locomotora, están varias personas trabajando. Todas tienen un escritorio a su disposición; no hay sillas, trabajan parados. Llenan sus tinteros con lágrimas y escriben cifras, muchas cifras, números, símbolos matemáticos, abreviaturas con el dedo meñique que previamente se han arrancado. No creo que duerman convencionalmente, no tienen ojos. Todos usan lentes y cuando se los quitan, uno se da cuenta que con éstos van aquéllos.
Nadie conoce el cargamento del resto del convoy, pero se sospecha que están habitados. Se han escuchado gritos, golpes, sollozos, carcajadas y silencios, a partir de los cuales se han elaborado genuinos significados de palabras que aún no existen, pero que muchos ya pronuncian.
Lo curioso de este convoy es que no hay puertas que comuniquen entre uno y otro vagón, lo que nos dice un poco de su constructor, un nómada despreocupado por la permanencia o el sedentarismo; en oposición a sus habitantes obligados a ser “pasajeros”, que de una u otra manera buscan la comunicación permanente de la forma en que la intuyen.
La locomotora es impulsada por dos amantes que hacen el amor infatigablemente. Se alimentan del orgasmo y descansan en el ritmo. De vez en vez, el Conductor los mira sin emoción ni sentimiento, como si viera dos pedazos de carbón incendiándose, sólo lo hace para cerciorarse de que ahí siguen.
El Conductor me mira por la ventana opuesta a donde suele aventar sus cigarrillos. Me habla en una lengua desconocida. Percibo que emite vocablos iguales pero en cada uno de ellos hace muecas distintas o se toca la oreja, la nariz, el abdomen o los labios. Noto que hay coherencia y ritmo, intuyo que no son azarosas las expresiones fonéticas, gesticulares y sus ademanes. Me olvida en un instante.
Mira ese horizonte que taladra y a lo lejos ve un gran dique que pone fin a los raíles. Su rostro no expresa emoción ni evocación alguna; incluso, percibo cierto matiz de alegría o de profecía corroborada, pero es sólo una interpretación, su rostro no deja espacio a las adivinanzas o a las certezas.
El dique está más o menos a unos dos kilómetros de distancia; a la velocidad que avanza el tren es probable que el impacto ocurra en menos de dos minutos. El Conductor sale de la cabina, observa a los amantes, observa y escucha sus estertores, sabe y siente que la velocidad aumentará nuevamente. Regresa a su cabina, enciende otro cigarro que con sus dedos amarillentos coloca entre sus resecos labios e inmutado permanece. Su mirada no taladra el dique, no sé si no pueda o no quiera hacerlo.
El apostador pierde lo doble, los niñitos sin pelear hacen un semicorro frente a la ventanita, los inventores logran entenderse, los trabajadores se miran por vez primera.
El Conductor voltea a verme, han pasado 90 segundos desde que regresó a su cabina.
Hacia el final, me doy cuenta que tú eres ese tren, el conductor, los imbéciles, los niños, los inventores y los amantes. Casi al final, eres las palabras que intentan tener un referente concreto que las dote de significado… que quizás en el impacto lo encuentres.
Por enésima vez tiro mi cigarrillo por la ventana, y mi actitud es tan indolente, tan imprudente.
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SU DEDO índice hizo palanca con el pulgar para disparar el enésimo cigarrillo por la ventana de la locomotora. Ese par de dos ya teñidos de amarillo por la nicotina de los cigarros sin filtro que fuma. Encendió otro con esos dedos como protagonistas, mismos que detentan la consumación del tiempo que se atora en cada cigarro.
Áspero y seco, su rostro, limpio por una especie carbón. En algunas estaciones en las que llegó a parar, conversó con personas centenarias que le enseñaron que mirar niños, rejuvenece; él no había visto niños desde su infancia.
Sus manos duras y frágiles (eso aparentaban) daban la impresión de que se desmoronarían con cualquier leve movimiento; nada de eso ocurría, por el contrario, eran habilidosas, finas y precisas en sus maniobras.
Los años habían hecho de su mirada un taladro que perforaba el horizonte y por ahí pasaba sin dificultades “su tren”. Esa mirada que hace algunas semanas demolió las carcajadas de un grupo de niños que habiendo abordado el tren para seguir jugando, llegaron hasta la cabina cuando él volteó a verlos mientras encendía su cigarrillo.
Él no reparaba en todo ello; además, décadas atrás había olvidado la costumbre de cargar espejos: ¿qué es un espejo? sino el recuerdo de que aquí vivió el tiempo; ¿qué es el tiempo? sino el olvido de que todo es eterno; ¿qué es lo eterno? sino el amotinamiento de la memoria en lo infinito; ¿qué es lo infinito? sino el cadáver exquisito de la intención de llegar a Dios.
El convoy de este tren es tan diverso como los pasajeros que lo habitan.
En el último vagón, una rufla de imbéciles se dedica a inventar el mundo. Hace un par de minutos, el más avezado de ellos apostó, doble contra sencillo, que el tren se movía en proporción directa con las decisiones de los presentes. Cabe agregar que cada uno de ellos (nueve), son los dueños de los vagones; el que apostó es el dueño del vehículo donde se dedican a apostar.
En el quinto vagón, de atrás hacia adelante, hay puros niñitos. Todos están dibujando. Tienen a su disposición acuarelas, lápices, pinceles, hojas… todo lo necesario para expresar lo que quieran, pero ese carro sólo tiene una ventanita del tamaño de sus caras. Desde hace tiempo nadie se asoma por ahí, es muy incómodo ya que la ventanita está justo en la esquina inferior derecha del vagón.
El siguiente vagón es inauditamente transparente. Ahí están los inventores: científicos, escritores, dibujantes, músicos, albureros, bailadores, dibujantes, actores, cantantes, filósofos. Tratan de capturar con ahínco el resumen de las ráfagas de color que a simple vista se perciben del paisaje inmediato, ya que atrapar un instante les parece una labor personal, poco colectiva.
En el carro anterior a la locomotora, están varias personas trabajando. Todas tienen un escritorio a su disposición; no hay sillas, trabajan parados. Llenan sus tinteros con lágrimas y escriben cifras, muchas cifras, números, símbolos matemáticos, abreviaturas con el dedo meñique que previamente se han arrancado. No creo que duerman convencionalmente, no tienen ojos. Todos usan lentes y cuando se los quitan, uno se da cuenta que con éstos van aquéllos.
Nadie conoce el cargamento del resto del convoy, pero se sospecha que están habitados. Se han escuchado gritos, golpes, sollozos, carcajadas y silencios, a partir de los cuales se han elaborado genuinos significados de palabras que aún no existen, pero que muchos ya pronuncian.
Lo curioso de este convoy es que no hay puertas que comuniquen entre uno y otro vagón, lo que nos dice un poco de su constructor, un nómada despreocupado por la permanencia o el sedentarismo; en oposición a sus habitantes obligados a ser “pasajeros”, que de una u otra manera buscan la comunicación permanente de la forma en que la intuyen.
La locomotora es impulsada por dos amantes que hacen el amor infatigablemente. Se alimentan del orgasmo y descansan en el ritmo. De vez en vez, el Conductor los mira sin emoción ni sentimiento, como si viera dos pedazos de carbón incendiándose, sólo lo hace para cerciorarse de que ahí siguen.
El Conductor me mira por la ventana opuesta a donde suele aventar sus cigarrillos. Me habla en una lengua desconocida. Percibo que emite vocablos iguales pero en cada uno de ellos hace muecas distintas o se toca la oreja, la nariz, el abdomen o los labios. Noto que hay coherencia y ritmo, intuyo que no son azarosas las expresiones fonéticas, gesticulares y sus ademanes. Me olvida en un instante.
Mira ese horizonte que taladra y a lo lejos ve un gran dique que pone fin a los raíles. Su rostro no expresa emoción ni evocación alguna; incluso, percibo cierto matiz de alegría o de profecía corroborada, pero es sólo una interpretación, su rostro no deja espacio a las adivinanzas o a las certezas.
El dique está más o menos a unos dos kilómetros de distancia; a la velocidad que avanza el tren es probable que el impacto ocurra en menos de dos minutos. El Conductor sale de la cabina, observa a los amantes, observa y escucha sus estertores, sabe y siente que la velocidad aumentará nuevamente. Regresa a su cabina, enciende otro cigarro que con sus dedos amarillentos coloca entre sus resecos labios e inmutado permanece. Su mirada no taladra el dique, no sé si no pueda o no quiera hacerlo.
El apostador pierde lo doble, los niñitos sin pelear hacen un semicorro frente a la ventanita, los inventores logran entenderse, los trabajadores se miran por vez primera.
El Conductor voltea a verme, han pasado 90 segundos desde que regresó a su cabina.
Hacia el final, me doy cuenta que tú eres ese tren, el conductor, los imbéciles, los niños, los inventores y los amantes. Casi al final, eres las palabras que intentan tener un referente concreto que las dote de significado… que quizás en el impacto lo encuentres.
Por enésima vez tiro mi cigarrillo por la ventana, y mi actitud es tan indolente, tan imprudente.
6 comentarios:
Vaya! Me dejaste pensando muchas cosas... todos los símbolos que encontré aquí, me los llevo a Gdl para meditarlos en el camino...
Besos!
Coltrane lei tu relato y tengo fuertes críticas: En primer lugar tus relatos estan tomando descaradamente la estructura borgiana de los cuentos, empiezas por describir o intentar describir situaciones, cosas y demas impresiones que dejan más de una pregunta al lector atento. En segundo lugar, creo que empiezas a hacer tus finales tipo el Aleph o el Disco, (parece que antes de escribirlos te hechas algun libro del Maestro) solo que con menor talento que el Maestro, y finalmente la pregunta es: ¿Cuando saldras de ese ferreo cascaron borgeano? me gustó muchisimo más Melacthon, mucho más original a mi gusto, y creo que por alli podrias iniciar algo o retoma el Heresiarca y el Demiurgo, prefiero estos que este relato más que borgiano.
Ojala y tomes en consideracion lo vertido en estas lineas
Un abrazo
pp Coltrane
Sandra:
"Símbolo" es la palabra clave en esta narración. Es una laaarga alegoría de cómo solemos olvidar que hay palabras que soportan la carga del "símbolo" y otras que no, lo malo es que no las conocemos a fondo, tal y como suele ocurrir con nosotros mismos. Además, otros tantos sómbolos familiares.
Luego me siento un inepto ante los giros que da una trama cuando lo que describimos está lleno de dudas.
Besos y abrazos.
Coltrane:
Sé que conoces mis preferencias literarias, así como mis pasiones temáticas, pero en esta ocasión no acertaste como en otras.
Probablemente lo que estás percibiendo es la transición:
No hay momento en el que el niño está más cerca de la madre que cuando va a salir, dar a luz implica la lucha contra un ambiente propicio, es como una semimuerte para transitar a la vida. Igual ocurre con los pollitos, que rompen el cascarón del huevo que los ha protejido toda su existencia previa.
Para romper mi cascarón borgiano, tengo que transitar a otro estado, en este caso, otro estilo, y mientras más cerca esté de encontrar el mío, más me voy a parecer a Borges; llegará el momento en que rompa los lazos estilísticos y me valga por mis propias estructuras literarias.
Si has seguido de cerca Carta Abierta, habrás notado una evolución abrupta; ¿qué evolución es líneal en la vida?
Es la primera vez que escribo de manera constante, y sólo así se encuentra un estilo.
Pero bueno, Col veo críticas, pero no propuestas serias.
Suerte y abrazos.
Asi es Col no te propongo nada ya que como tu bien precisas, es un viaje del caminante de largo trayecto y tu estas embarcado en ese viaje, lo unico que puedo hacer es decirte a mi juicio y opinion lo que me gusta y lo que no
insisto me gusta mas Melacthon, es mas tuyo.
Saludos
pp
Coltrane:
Es lo mínimo, jejeje.
Suerte y abrazos.
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