Miguel era, es pintor. Eligió ser artista a los 19 años porque pensó
que era buena estrategia para seducir mujeres. Sabía que era guapo y de buena
familia, pero consideró que no era suficiente para conquistarlas. Nunca tuvo
buen oído para la música ni paciencia para escribir historias.
Cuando cumplió 40 años, sintió que lo apasionaba dibujar. A golpe de
pincel se convirtió en un muy buen pintor. Algunas revistas se referían, se
refieren a él como “artista”.
Conocí algunas de sus series, incluso compré una de ellas; ¡ah!,
porque debo decirte que él siempre pintó historias en varios cuadros, no obras
autónomas.
Fue en una reunión a la que invitó un amigo mutuo; él conocía muy bien
a Miguel, pero quien me invitó no llegaba; luego recibí un mensaje suyo y supe
que no llegaría. Me sentí muy incómodo.
Miguel nos mostró algunas de sus obras; recuerdo que llamó mi
atención… rectifico, me enganchó una serie de cuadros cuya secuencia mostraba
la destrucción de un barco; primero por golpes y luego por el fuego. Nos
explicó que cuando era niño, su padre le contaba la historia de cómo su abuelo,
estando borracho, destruyó el primer barco de la familia.
Me quedé viendo los detalles de cada cuadro; me pareció curioso que en
ninguno de ellos apareciera su abuelo, y que la perspectiva de cada siguiente
cuadro, salvo el primero, correspondía al área del barco previamente dañada.
Las siete pinturas me dejaron una sensación desagradable; me sentí
descorazonado. Había seguido la serie en el orden con la que fue expuesta por
Miguel. Después de un rato, los demás se fueron a la sala a charlar con él; yo
me quedé ahí, tratando de encontrar más detalles.
Nunca he sido bueno para admirar este arte. La primera exposición a la
que asistí fue una de Remedios Varo. Siempre he pensado que ese día no entendí
nada de lo que vi. Días después, recuerdo que me dijiste —amor, la
pintura es como la poesía, tiene que interpretarla el que la ve.
Empecé a alejarme de esa serie de pinturas dando pasos hacia atrás. No
deseaba volver a verla. Una mano en mi hombro me asustó y detuvo. Sin terminar
de voltear para saber quién era, una voz me susurró —Si te gusta esta serie, espera a ver
la que tengo allá atrás. Ven, acompáñame.
Sin
esperar mi respuesta y tomándome por el hombro, me condujo al fondo del
estudio. Encendió las lámparas y vi una serie de cuadros muy parecidos a los del
cuate que dibuja gordos, ¿cómo se llama? —Fernando Botero, amor.
—Es
la historia de una ex novia de mi hermano —me explicaba, sin dejar de mirar la
serie. —El cabrón siempre fue un sádico con quien lo quiso. Se llama Jimena;
todavía vive, pero poco le faltó para morir. Sus padres evitaron que se quitara
la vida. Esta serie se llamaría Suicidio,
concluyó circunspecto.
En los siete cuadros los colores eran fuertes, sólo tres: amarillo,
azul marino y ocre; los trazos eran líneas de color negro. A diferencia de la
serie del barco, en ésta todas las pinturas tenían diferente tamaño. En todas
aparecía Jimena, y aunque su expresión facial era la misma en todas, al menos
eso recuerdo, en la primera proyectaba felicidad y en la última, pesadumbre. En
ninguna aparecía el hermano. Otra cosa similar entre la primera y el última,
era el color del rostro de Jimena: amarillo, un amarillo triste —¿y por
qué frunces el ceño?, le preguntó su mujer —No lo sé, al hablar de esto vuelvo
a tener la misma sensación de entonces. Los ojos de Jimena eran dos
puntos, y sin embargo, sentía que me miraban y a la vez contenían nada, eran incapaces
de retener algo del mundo.
—¿Ella
aparece en el mismo sitio en todos los lienzos?, inquirió su mujer.
En
el tercero está recargada sobre el barandal de un puente. En una mano, tiene
una copa vacía con la boca hacia arriba y en la otra, una botella de vino con el
cuello hacia abajo y el vino derramándose en el río. Jimena mira al frente, y
la expresión de sus ojos me hizo sentir inquieto, como cuando quieres ayudar
sin poder hacerlo.
En la quinta pintura, está sacando unas pastillas de un frasco frente
al botiquín, que está cerrado. En el espejo ella no se refleja, sino los huesos
de una mano moliendo un ramo de flores; el puño hace las veces de su cara y las
flores cayendo, de su cabello.
No
recuerdo las otras pinturas. Lo que sí, y ahora me aterra, es que mientras
salíamos de su estudio, Miguel externó —Tienes una mirada muy expresiva, no es
común. Deberías modelar para una de mis series. —No recuerdo qué le respondí.
—Amor,
¿por qué me estás contando todo esto hoy, que se me desprendió la placenta?
Sólo quiero que me abraces, le dijo ella extendiéndole sus brazos y su sonrisa.
—Es que estoy nervioso. Ya todo está bien amor; las dos están bien, le
respondió al abrazarla.
—Además,
es el tema del día en los noticiarios, corazón. Con toda esta ola de asesinos
en serie que se ha desatado, el Fiscal Zaldívar se ha vuelto muy mediático,
tanto o más que tu Peje, cuando era Presidente —Sí, Marcelo y él lograron
coronar lo que inició Andrés Manuel, pero los asesinos en serie, no sé por qué
proliferaron, complementó lo dicho por él —Ya nos parecemos a los gringos,
concluyó.
—¿Te
has puesto a pensar por qué no puedes recordar esos tres lienzos, el segundo, el
cuarto y el sexto? —No, ni idea. Bueno, las veces que llegué a platicar de este
asunto, solía recordarlos; es la ansia, amor,… la ansianidad, le respondió sonriendo
y buscando su complicidad con la broma.
—Desde
que supimos, has contado los días del embarazo. Diario, al despertar, sin falta
me dices el número. ¿Cuál me dijiste hoy por la mañana?
—No
sé; lo he olvidado, le respondió sorprendido y volteando hacia ella. —246.