Estaban todas las
personas reunidas. No faltaba ni un sólo niño, ni un sólo anciano. Todos
parados nomás mirando una colina que tenían enfrente, pero muy lejos. No había
veredas, ni árboles. No había animales ni ríos. Estaban juntos, los cuerpos
rosándose. Todos sentían el calor de la bola. De pronto se golpeaban hombro con
hombro, pero nadie se molestaba porque estaban juntos.
Los más grandes de edad
estaban al frente del grupo. Miraban a los lados y hacia la colina, pero no
hablaban; parecían inquietos, temerosos de hablar. Alguno quizás sabía lo que
tenía que decir, pero no lo dijo. Atrás de ellos estaban los niños y las
mujeres. Algunas amamantaban a sus bebés; otras, los tenían agarrados de la mano para que no hicieran travesuras.
En la parte trasera del
grupo estaban los jóvenes y adultos. Era curioso verlos nomás parados; algunos,
los más chaparros, parados de puntas esperaban ver lo que no se podía ver, porque
adelante o atrás del grupo no había nada; tampoco a los lados.
A ras de suelo se veían
cientos de pies inquietos con ganas de moverse, sin hacerlo. Corazones
ansiosos y desorganizados, sin memoria sin destino. Así estaba ese grupo personas.
Uno se animó y gritó. ¡Es
por allá, debemos ir por allá!, dijo sin mirar ni indicar para dónde, porque estaba
en medio de la bola. Todos escucharon, pero nadie supo para dónde moverse y lo
único que pasó es que se pisaron unos a otros. Hubo broncas, pero todos se tranquilizaron al cabo de unos segundos.
Si se miraba de lejos a
la bola, parecía un globo con agua, que de un momento a
otro se desparramaría.
Un niño se zafó de la
mano de su madre y se estrelló en las piernas de una señora tremendamente gorda
que a su vez, y casi de bruces, golpeó la espalda de otra muy flaquita y así se fue creando un
efecto dominó. El último en recibir la inercia del golpe logró evitar la
caída, pero tuvo que dar un paso hacia delante. Los demás creyeron
que ese era el camino y empezaron a caminar por ahí.
La bola se movía lenta y torpe. Pronto les cayó la noche, aunque siguieron caminando.
Pasaron toda la madrugada en la misma dirección hasta que llegaron a un
barranco y se dieron cuenta que se habían equivocado. La culpa no tardó en
aparecer y no fue suficiente para disolver a la bola.
Al día siguiente encontraron las marcas hechas en la tierra, de donde habían partido y ahí se pararon de nuevo, pero no
encontraron más huellas, algo para saber cómo habían llegado hasta allí, de dónde venían, cuál fue el principio: ¿o era ese el triste y simple punto de partida de todo, de su existencia misma? Las únicas marcas sólo conducían al barranco.
Al despuntar
el alba, uno de los ancianos, aquel que parecía saber lo que tenía que decir y no lo dijo, habló. ¡Compañeros, no hay caminos, así que caminemos! Y todos lo
siguieron.