sábado, 16 de junio de 2012

El Regreso de los Dragones

Al #YoSoy132

La forma de esta historia es inédita, aunque reconozco que ligeras variaciones llevarán al lector a un sinnúmero de relatos, fábulas y tradiciones orales seculares. Ni siquiera es un resumen de mi imaginación, simplemente transmito por escrito, hasta donde la memoria me permite, lo que una señora me contó, mientras le ayudé a descender las escaleras del metro.

Iba a una marcha del #YoSoy132 y antes de descender las escaleras que conducen a los torniquetes, una voz casi me reclamó.

−¡Joven!, ¿me podría ayudar a subir estos escalones?

Di la media vuelta y vi una señora devastada por los años, con mirada cansada −pensé−. Me recomendó que únicamente estirara mis brazos para que ella pudiera usarlos como palanca. Sentí la frágil fuerza que es residuo y ruina de la impotencia añejada.

Con tersura me pidió que también la ayudara a descender las otras escaleras −Tengo que bajar todos los días estas escaleras.

Tomé su bolso con la diestra y le acerqué mi brazo izquierdo para que se sostuviera mientras iniciábamos un largo descenso.

−¿Sabes, joven, qué edad tengo? –dijo sin voltear a verme; sólo miraba que sus pies no equivocaran la pisada sobre cada escalón.

−No, ¿75? –respondí con una sonrisa de apuesta perdida.

−Tengo 87 años. ¿Sabes a qué edad murió mi madre? –me preguntó retóricamente.

−Hace 80 años que murió, en 1928 –dijo y se detuvo para mirarme y mostrarme una herida, en su brazo, que ya no le permitía hacer muchos movimientos. Segundos después continuamos el descenso.

Aunque las cuentas no me salieron, no le dije nada. De pronto, cambió abruptamente el tema de su charla.

−¿Sabes por qué ya no hay dragones, joven? Porque los estaban matando. Todo lo que hacían era pretexto para ello: porque volaban, porque sacaban fuego del hocico, porque su piel era dura y brillante, porque sus pensamientos se escuchaban, porque reconocían el olor de las intenciones –la señora parecía perder años y pesadumbre mientras más hablaba de los dragones. Yo estaba atónito escuchándola, sin saber qué decir o preguntar. Empezaba a entender que ella era quien ahora sostenía la aventura del descenso.

−Ellos sabían perfectamente por qué los estaban matando, pero no se defendieron. Algunos cuentan que los humanos no tenemos la inteligencia para entender las decisiones de los dragones. Un sabio suponía que el hombre tendría que volar para entenderlos; volar y ver la tierra y la vida desde las alturas. Hacer conjeturas sobre lo visto; ordenar, sistematizar y regresar a tierra para comentar y difundir, y que sólo así se podría empezar a entenderlos.

Llegamos al primer descanso de la escalera del metro. No me soltó el brazo. Un vendedor ambulante se acercó para ofrecernos golosinas, pero ni lo vimos.

−Los dragones son sabios, joven. Si se tienen que dejar morir lo hacen, si se deben dejar matar, lo asumen. Pero no ocurrió eso, no estaban dispuestos a dejar de vivir –era como si la anécdota que contaba la llenara de alegría y fuerza.

−En una noche de luna nueva, sobre una ancha playa donde el mar era casi un supuesto inverosímil, todos los dragones se reunieron y se quemaron unos a otros, todos; sólo cenizas quedaron.

−Pensé que habían decidido no morir ni matarse –le inquirí de inmediato.

−No, no se mataron en realidad, la esencia de los dragones es inmortal y sus energías volaron durante días hasta que encontraron el mejor lugar para ocultarse. Se escondieron en los gatos. Por eso miran así, como si contemplaran el mundo desde las alturas; por eso son tan volubles, porque quieren volar y ya no pueden.

Casi llegábamos al final, y remató su historia con una aseveración que nada tenía que ver con su madre, los dragones o los gatos.

−Mira, joven, a los pendejos no hay que explicarles nada ni tenerles lástima ni ayudarles. Hay que dejarlos solos, hasta que les duela y se hagan preguntas; es la única forma de reconocer a los que se hacen y a los que son.

Hacia el penúltimo escalón empezó a darme las gracias; oró y me bendijo. Antes de soltar mi brazo me miró y no vi cansancio en sus ojos, sino fuego. Vi en ellos las enormes llamas iluminar un mar sereno, cientos de dragones azotándose contra una lumbre. Más que un suicidio colectivo eso parecía un rito para conjurar lo eterno y lo infinito. Sentí que volaba, porque para ver todo eso, tenía que estar a una gran altura; supe que volaba y lo hacía en círculos.

Mientras más consciente era de lo que hacía, un turbio y frío temor se iba apoderando de mí. Además de los míos, alcanzaba escuchar otros aleteos; más dragones planeaban conmigo. Empecé a entender lo que pasaba, pero no podía detenerme o romper en vuelo hacia otra parte. De una súbita resignación pasé a una progresiva convicción.
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Esa rutina involuntaria se fue transformando en un impulso, como garra que rompe el cascarón para vivir. El impulso dio paso a la pasión y ésta, a la decisión. Como policromo dentro de mí llegó el arrebato y me precipité sobre la gigantesca hoguera. Las llamas me consumieron y no hubo colisión con la arena, no hubo más nada.

−Muchas gracias, joven –me dijo con la cabeza agachada, otra vez cansada, para despedirse, mientras le regresaba su bolso.

−Muchas gracias a usted, le dije más con respeto que agradecimiento y me fui a la marcha.