domingo, 26 de junio de 2011

Noel Salamanca y Margarita Pruit

–¿Y quién ha dicho que los fantasmas podemos ver? La vista, como cualquier sentido, es una función estrictamente orgánica –Dijo Margarita Pruit con cierto aire de complicidad y una ancha sonrisa, mientras caminaba lentamente hacia él.

–Entonces eres un fantasma –Respondió Noel Salamanca, sin afirmar ni preguntar.

–No, sólo estoy asumiendo lo que te empeñas en creer. Yo puedo verte, tocarte, olerte, escucharte...

–¿Y probarme? –Preguntó con suspicacia.

Pruit le respondió, mientras se sentaba a la mesa junto a él –Ya te dije que no me gustas, entiéndelo.

–También llegué a pensar que eras una alucinación, una proyección de mi mente. ¿Cómo es que siempre estás en todas partes? –La miró sin pestañear– ¿Por qué sembraste las evidencias para culpar al amigo del cliente?, ¿Por qué chingaos me ayudas? –Ella lo miró con soberbia, como quien sabe una respuesta y no pretende decirla.

–No te iban a salir las cosas; si no lo hacía, ahora mismo te estarían arrestando, te hubieran refundido en prisión tarde o temprano.

Salamanca se levantó y caminó unos segundos. Se sentó en un sillón y luego se recostó. Cerró sus ojos instintivamente.

–Durante la resolución del caso –Dijo a manera de confesión–, estuve soñando o teniendo una ensoñación continua, pero paralela a la realidad. Sucedió en un castillo antiguo, hace muchos siglos…

Según la memoria de Salamanca, todo ocurría en el Castillo de Blanca, en Murcia, España. Él no era parte del sueño, sino un espectador sin cuerpo, un fantasma. Cuando se supo adentro, a su lado pasaba con premura un hombre alto, blanco y corpulento de cabello crespo y cano; se trataba del Marqués de Villena y se lo notaba desesperado. Éste se reunió con dos guardias; con tropel los instruía sobre la urgencia de encontrar a su amada Isabel. Al parecer, e implícitamente en la trama, al castillo se había filtrado un hombre con la intención de matarla durante la fiesta de máscaras en la que él era el anfitrión. Su enamorada no aparecía desde hacía rato y por más que la buscaba no lograba dar con su paradero. La multitud de máscaras complicaban no sólo su localización, sino también la captura del malhechor. Noel se entretuvo con el enorme salón de baile, iluminado por cientos, acaso miles de velas y candeleros. Algunas mujeres bailaban ataviadas con sus largos y pomposos vestidos de finas telas; los hombres, con elegantes trajes que lo dejaban ver que la época era el Medievo, quizás el siglo XIV o XV.

Súbitamente, el abogado del cliente abrió la puerta y caminó rápidamente hasta la mesa. Salamanca se incorporó y lo alcanzó; ambos se sentaron a la mesa junto a Pruit.

–Aquí están sus honorarios. El señor les agradece la eficiencia para resolver el caso. Ustedes entenderán que en estos momentos, embargado por la pena, le resulta imposible atenderlos personalmente y agradecerles sus servicios.

–No se preocupe, entendemos perfectamente –Replicó Salamanca, a la vez que se guardaba el cheque en la cartera. Dele nuestras condolencias.

Se dirigieron a la salida y antes de abandonar la casa, el abogado los alcanzó.

–No está de más recordarles que el señor agradecerá su discreción respecto a los desafortunados eventos de esta noche –Y después de una trémula sonrisa, cerró la enorme puerta de madera.

Abordaron el auto y rápidamente salieron de la propiedad. Ambos sabían perfectamente que en esos momentos el cliente estaba por matar al asesino de su hija, en alguno de los cuartos del enorme sótano de su residencia.

No era la primera vez que partían juntos después de haber resuelto el misterio de un asesinato, quizá por eso ya no sentían la necesidad de platicar. Hablar es una forma de revivir, de estimular las alternativas que no fueron o no se quisieron contemplar; la comunicación es una suerte de revelador fotográfico, que no tarda en exhibir los valores que respaldaron las decisiones tomadas.

–Sígueme contando de tu sueño.

Él retomó la historia de inmediato para olvidarse momentáneamente de la atrocidad que fraguó y recién dejó atrás.

Salamanca se mezclaba con los bailarines, por momentos creía estar en otro castillo, otro lugar porque la danza era muy rápida. Cuando volteó para buscar al Marqués, ya no estaba. Con la marea de gente que bailaba recorría una y otra vez todo el salón. Intentaba inútilmente zafarse, salir de ahí pero no podía; cada vez que creía estar fuera, aparecían más y más bailarines a su alrededor. Una vez librado, se percató que estaba en una habitación solitaria, vacía, sin ruido. Al fondo, la entrada a otra habitación que se parecía a la que transitaba, aunque de apariencia lúgubre. Miró los grandes cuadros que adornaban las paredes. A la derecha estaba la pintura de un tigre de bengala saltando; destacaban sus negras garras y sus tremendas fauces. Al frente, en la parte superior, sobre la entrada a la habitación contigua, la pintura de un chacal negro y malherido yacía sobre un peñasco en una bella planicie. Sobre la pared de la izquierda, el cuadro de una serpiente escapando hacia el horizonte en un desierto. Salamanca recorría ese enorme salón; miraba una y otra vez las tres pinturas. Al llegar a la entrada de la otra habitación, se dio vuelta y miró una cuarta pintura que al principio no advirtió por estar sobre la entrada de la sala que se disponía abandonar. Se trataba de una hermosa lechuza blanca, apostada en la rama de un árbol; era de noche y de las cuatro, era la más enigmática: la única que tenía signos que sustituían a otros elementos, por ejemplo, en lugar de la luna estaban seis estrellas que iluminaban la escena; en vez de un árbol con hojas verdes, éstas estaban sustituidas por las letras de algún alfabeto. A lo lejos se veía una hilera de hombres marchando de derecha a izquierda; el primero de la fila no tenía cabeza. Salamanca recordaba con especial interés la penetrante mirada de la lechuza; sus ojos más que ver parecían escrutar.

Margarita se quedó pensando, en su mente buscó darle una interpretación racional al sueño. Segundos después sonrió con satisfacción; mientras volteó hacia él.

–No me has dicho por qué elegiste al amigo del cliente como culpable y no al ex esposo de su hija. Hubiera sido más lógico por cómo terminaron su relación.

–Fue sencillo. El cliente es de esos tipos que saben lo que quieren. Buscaba un culpable, me contrató y se lo di. Si bien su ex yerno fue un candidato interesante dado que se casó con la hija del cliente sólo por interés económico y de estatus social, y al que le hubiera podido sembrar las evidencias sin mayor problema, al final no resultó tan atractivo. Tuve que considerar que el cliente siempre lo vio y lo ve, como su aprendiz en el manejo de sus negocios, incluso después de la separación.

–Sigo pensando que hubiese sido mejor culparlo a él que al amigo –Reviró Margarita como si no hubiera escuchado o entendido la explicación.

–No, el amigo era más atractivo como culpable porque se conocían desde la infancia –Replicó Salamanca como quien tiene un as bajo la manga–. Su sociedad empresarial inició y fructificó bajo el signo de la hermandad; eran casi hermanos. Hasta en los estatutos del consorcio estaba estipulado que si alguno de ellos, al morir, no contaba con descendientes o esposa, las acciones y todo tipo de bienes muebles e inmuebles pasarían a formar parte del patrimonio del socio –Concluyó triunfal sus alegatos: Además, tuve que aprovechar la inexplicable y violenta ruptura entre la hija y el amigo, días atrás.

–¿Y tú cómo sabes eso?

–Me gusta mi trabajo, Margarita, y me gusta hacerlo bien –Volteó a verla y le guiñó el ojo–. La fortuna me sonrió, nuevamente, cuando descubrí que mantuvieron una relación.

–Vamos, eso ni lo sospechabas hasta que te conseguí los videos de las cámaras de seguridad; sólo mantuvieron una bonita relación a espaldas del cliente. Esa condición de relación secreta fue lo que te permitió armar el caso tal y como te convino.

–Por cierto, ¿cómo los conseguiste?

–Me gusta mi trabajo, Noel, y me gusta hacerlo bien –Le devolvió el guiñó, pero continuó hablando con molestia– Cualquiera diría que eres un asesino a sueldo. Que culpes a gente que hasta ahora no hayan sido del todo una palomitas blancas, te lo paso; matar gente es otra cosa, cabrón.

–Yo nada más armo y resuelvo los casos que me encargan.

–Te los encargan porque tú los fabricas.

–¡Y porque tú me acercas a los clientes! No te des golpes de pecho que no te quedan, Margarita.

–No es igual… ¡Tú culpas y decides la suerte de gente inocente!

–Es cuestión de semántica,… nada más.

Pruit lo miró con la admiración que quiere ser ironía y sólo llega a permisividad burlona –Termina de contarme tu sueño.

Salamanca siguió manejando y con otro tono de voz continuó reseñando.

Antes de adentrarse en el lúgubre salón inmediato al de las grandes pinturas, algo llamó su atención y, como todo sueño, regido por leyes inextricables, abruptamente ya estaba observando por detrás al Marqués de Villena; estaba en la terraza sur del castillo, en el balcón, sobre la pronunciada pendiente de esa ladera. Mientras se acercaba, iba descubriendo con terror que sostenía con sus brazos a su amada Isabel. No había barandal, por lo cual la escena se tornaba aún más dramática. Por alguna razón, Salamanca no podía acercarse más, ni ver la cara del Marqués, solamente su crespo cabello cano y abundante. En el sueño alguien o algo le decía a Noel que el Marqués estaba llorando y sufriendo profundamente, porque no iba a detener por mucho tiempo más a su esposa. La sorpresa es que a la vez que Isabel fue soltada y caía, Noel también fue cayendo en la cuenta de que fueron sus manos quienes la dejaron caer: ¡él era el Marqués de Villena! Vio con espanto y terror, al borde de la terraza, cómo la figura de su amada desaparecía tragada por la bruma de un frío crepúsculo. Se agarró la cabeza y al tocar su cabello confirmó con algo de nauseas que él era el Marqués, quien decía perseguir al asesino.

–Hay una parte de las historia del cliente que dudo que conozcas.

Noel soltó una fuerte carcajada; al terminar, la tenue sonrisa que le sobrevivió, también se extinguió ante la seriedad de Margarita.

–El cliente manipuló la vida de su amigo, desde antes que firmaran los estatutos. Le presentó a la que con el tiempo se convirtió en su esposa, él ya sabía que ella era estéril. Desde un principio tramó quedarse con todo.

–¡Pero qué hijo de la chingada!… –Sorprendido volteó de reojo a ver a Pruit.

–No termina ahí. El cliente, convencido de que su amigo no tendría descendencia, dado que amaba mucho a su esposa como para separarse por ese motivo, se tranquilizó por un tiempo. El asunto lo reventó la esposa del amigo a quien le entró la idea de adoptar. El cliente la mató. ¿Sabes cómo murió? –Margarita miró fijamente a Noel, que entretenido miraba pasar a unos peatones, bajo la luz roja– Fue encontrada al borde de una ladera; las autoridades cerraron el caso y declararon muerte accidental.

–¡Pero qué hijo de puta!… –Aceleró con el afán de disimular la incomodidad que le causó saber que Margarita conocía más detalles del caso.

–Todavía no termino. Cuando nació la hija del cliente, a éste le pareció normal el profundo cariño que su amigo le tomó a su hija, dado que recién había perdido su futuro familiar, al morir su esposa. Lo que el cliente nunca supo, y quién sabe si su amigo se lo confesó al borde de su muerte, si es que ya ocurrió, es que éste era el padre biológico de la hija del cliente. ¿Recuerdas la ruptura entre la hija y el amigo del cliente, a qué crees que se debió? –Salamanca levantó las cejas sin dejar de mirar la avenida– Pues el amigo del cliente le reveló que era su verdadero padre; pero ella no pudo aceptarlo inmediatamente.

–¡No te puedo creer!, ¿pero cómo es que sabes todos estos detalles?

–Ya te dije, me gusta mi trabajo, y me gusta hacerlo bien. De cualquier forma, te volvió a salir bien el show. Déjame en el semáforo de Parroquia, quiero a pasar a la tienda a comprarme un vestido; tengo una fiesta hoy por la noche

No cuestionó la petición. Se despidió de ella no sin mirar sus hermosos ojos verdes. Luego, la vio alejarse tranquilamente con su larga y pelirroja cabellera rizada.